El hombre que vio llorar a Árbenz

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“Desconcertado, incrédulo”, estas son las palabras que Mario González usa para describirse a sí mismo la noche que Jacobo Árbenz renunció. González tenía un plan que podía salvar la revolución y al mismo mandatario del destierro, le contaron que aceptó, pero cuando debía resistir no hizo nada. Seis años después, en Cuba, apenas pudo hablarle, el Coronel derrocado se desplomó en lágrimas.

El aviso de un hombre accidentado en Colomba Costa Cuca llegó cuando había oscurecido en Quetzaltenango. Afuera de la delegación del recién fundado Instituto Guatemalteco de Seguridad Social (IGSS) había menos vida que de costumbre, el toque de queda les pedía no salir de sus casas ante la posible invasión del ejército rebelde. En funciones solo estaba el delegado para toda el área de occidente, Mario Aníbal González, y un enfermero. A falta de un chofer para la ambulancia, González, un hombre que con los años haría de los números y la economía su vida, tomó las llaves.

El camino era largo, mucho más entrampado que ahora. La terracería sacudió el vehículo durante todo el camino, el crujir de las piedras solo era aminorado por la programación de la Radio Nacional TGW.

El hombre todavía respiraba cuando llegaron al punto indicado, lo subieron a la ambulancia y retomaron el camino. Si bien tenían en la parte trasera del vehículo una emergencia, era imposible acelerar sin sacudir al malherido y golpearlo más. La velocidad de González era constante hasta que el enfermero lo interrumpió, “Ya se murió” le dijo. El reloj marcaba las 21:00 horas del 25 de junio de 1954.

Aquí no hay nadie

“Esa mañana llegó un telefonazo a la TGW” – recuerda Rigoberto Sandoval, quien por entonces tenía 24 años y a su cargo el programa Chapinlandia. “Nos pidieron que lleváramos todos los aparatos de transmisión a Casa Presidencial… No sabíamos lo que iba a transmitir Árbenz… cuando lo escuchamos fue como una mezcla de cólera y tristeza”.

González, el delegado del IGSS, de 27 años, escuchó el discurso de nueve minutos y medio donde Jacobo Árbenz Guzmán renunciaba a la Presidencia de Guatemala. Dentro de la ambulancia, el sentimiento al escuchar las últimas palabras del mandatario fue similar al de Sandoval; desconcertado, incrédulo. Por la mente de González pasaban los planes que le había enviado a Árbenz días antes para resistir y mantener la revolución, pero en ese momento el cadáver que acababa de recoger era su prioridad. Regresaron a Quetzaltenango, directo al cementerio a sugerencia del enfermero.

“Sin orden de juez no recibo el muerto”, les respondió el guardián. González y su asistente regresaron a la ambulancia. El cementerio parecía haberse extendido a toda Quetzaltenango, eso hizo que las llamadas a la puerta del juez de turno Antonio Mazariegos López fueran más sonoras. Nadie contestó.

La estación de la Policía Nacional también era un panteón que resguardaba un solo elemento.

–¿Alguien me puede atender con esto?

–Aquí no hay nadie, el jefe de la Policía y el subjefe se fueron, todos se fueron”, les respondió el oficial.

González probó en la casa del gobernador Manuel Aparicio, misma suerte, “El señor gobernador no está porque se fue en su carro, sacó una valija de ropa con sus cosas y mire, está vacío el lugar donde vivía”, le respondieron desde la entrada.

En la casa del alcalde Agripino Zea ni siquiera hubo quién atendiera su llamado, el reloj marcaba la medianoche, no tenía caso seguir de puerta en puerta tan tarde. Lo mejor que pudieron hacer por el recién fallecido era dejarlo dentro de la ambulancia frente al cementerio, quizá al siguiente día alguien les ayudaría. Lo que sucedió a continuación fue una torcida escena, violenta y armónica, metáfora del sentimiento de los desconsolados que creían en el gobierno de la Revolución de Octubre.

Tristezas Quetzaltecas

González es hoy un hombre de 87 años, para las nuevas generaciones es como un anecdotario de la historia de Guatemala. Cofundó la Universidad de San Carlos para Occidente, y la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso). En temas de economía, su lucidez aún es una referencia nacional.

Aquella noche caminaba solo por las calles cuando el armónico retumbar de un conjunto de teclas le interrumpió el silencio. Al lado del Teatro Municipal se encontraba la estación de la emisora local TGQ, que además de su equipo, contaba con un escenario y butacas para transmitir en vivo conciertos de marimba.

“Oiga bien este detalle, a mí nunca se me va a olvidar”, recalca González antes de empezar a pintar con sus palabras el recuerdo de aquella noche. Al frente y sobre el escenario, tocaba en vivo la Marimba Hurtado, lloraban los ojos de cada marimbista, eran melancólicos aguaceros que interrumpían brevemente las tonadas para ser secados con las mangas de los sacos, la música seguía. Delante de ellos, el director de la radio José Ángel Cifuentes, con el micrófono en una mano y una pistola en la otra.

“¡Toquen!” -disparaba al piso de madera para sacar su rabia, los marimbistas seguían en su trabajo sin dejar de llorar- “¡Toquen Tristezas Quetzaltecas! -disparo, Cifuentes también lloraba- “¡Toquen que esa es la favorita de Jacobo! ¡Jacobo no ha caído, se va a venir a Quetzaltenango! ¡VIVA ÁRBENZ! –disparo, disparo.

El director de la marimba buscaba calmar a Cifuentes para evitar que hiriera a alguien. Un oficial del ejército entró a la radio para callarlos. “En este momento queda cerrada la radio, el gobierno de Árbenz ya no existe, hay un nuevo gobierno. Váyanse a sus casas”. Tristezas Quetzaltecas, la melodía compuesta en una cantina de Quetzaltenango a mitad de la dictadura de Jorge Ubico, no tuvo más que dejar de sonar. Cifuentes, González y otros compañeros siguieron sus lamentos en las gradas del Teatro Municipal.

Granada en mano

Jaime de León parecía ser la única alma en Zacapa, a no ser por el registro del telégrafo que sonaba cuando recibía un mensaje desde la capital, el mundo hubiera desaparecido para él. Cuando en la Dirección de Correos y Telégrafos pidieron un voluntario para ser telegrafista en la línea de fuego, De León fue el único que alzó la mano entre 200 operadores presentes. Su misión, ser a sus 24 años el enlace entre los altos mandos y los oficiales enviados a resistir el ataque del ejército de Castillo Armas.

Los métodos de comunicación rápida eran entonces escasos y, por tanto, elemento estratégico para llevar una guerra. El Ejército de Guatemala optó por tomar la mayor cantidad de estaciones de transmisión de telégrafos para recibir y enviar informes a sus tropas. De León pasó las primeras dos semanas de su servicio militar en la Estación de trenes de la International Railways of Central America (IRCA). “Me enviaron a la estación de trenes de la IRCA donde me la pasaba con miedo”, al lado de su base de operaciones un enorme agujero causado por un bombardero, y a sus pies una bolsa de granadas que debía hacer explotar en caso el enemigo tomara su equipo. “¿Y qué significaba eso?, que yo me tenía que matar antes que darles el telégrafo… No sé por qué me ofrecí”, reflexiona 60 años después.

De León, aunque estuvo cerca de la línea de fuego, asegura era más el miedo que prevalecía que los disparos que escuchó. Ese, según los documentos desclasificados de la Central Intelligence Agency (CIA) fue justo el objetivo de la operación nombrada PBSUCCESS, enfocada a derrocar el gobierno de Árbenz.

El 20 de junio, Castillo Armas intentó su primer ingreso a Guatemala. El total de su armada sumaban 480 elementos distribuidos así: 198 ingresarían por la frontera de Macuelizo, Honduras, para atacar ciudad Puerto Barrios; 122 desde El Florido, Honduras, hacia Zacapa; 100, comandadas por Castillo Armas, desde Copán y Nueva Ocotepeque hacia Esquipulas y Chiquimula; 60 desde El Salvador hacia Jutiapa.

Su actuación no fue más que desastrosa. A las fuerzas que pretendían ingresar por El Salvador las detuvo la policía local, confiscaron armas y enviaron a prisión. El mismo Castillo Armas, que dirigió sus operaciones desde una destartalada camioneta, debió intervenir para que los deportaran a Honduras, aunque no logró recuperar las metralletas. Al batallón de 122 elementos los derrotó un pelotón de 30 soldados guatemaltecos; el de 198 cayó contra policías y trabajadores del muelle armados. Los aviones bombarderos quisieron ayudar, no lograron hacer más que explotar un tanque de petróleo afuera de la ciudad.

La Radio Liberación (apoyada por la CIA) había cobrado fuerza de forma accidentada después que la TGW saliera del aire por tres semanas, debido a un necesario cambio de antenas. Su trabajo había tenido en suspenso a los guatemaltecos, a esto se le sumaba el terror causado por los aviones bombarderos a los que la población bautizó como “Sulfatos”, en alusión al efecto diarréico que produce este mineral.

Sin embargo, tras el fracaso de la operación de Castillo Armas, la opinión pública de los guatemaltecos perdió el efecto que había logrado la Radio Liberación. Los cables desclasificados calificaron la operación como un “patético gesto que dejaba en el público la impresión de increíble debilidad, falta de decisión, tímido esfuerzo”. Árbenz parecía tener oportunidad de vencerlos, su gente así lo creía. PBSUCCESS enfocó sus esfuerzos en convencer a la cúpula militar.

Mudar la capital

González toma una servilleta y, con trazos caligráficos estilizados característicos de los hombres y mujeres de su edad. Dibuja un mapa para explicar los planes con los que pretendían hacer perdurar la Revolución de Octubre. Funcionarios, militares y exiliados se reunieron para elaborar un plan muy puntual: Mudar la capital de Guatemala a Quetzaltenango. La posición geográfica de la Ciudad de los Altos fue su motivación, se sumaba el hecho que Árbenz era originario del lugar, por lo que seguro le resultaría placentero regresar a su natal tierra.

Si aceptaba, tres acciones debían tomarse: Uno, dinamitar el Túnel de Santa María, construido en 1930 por reclusos sin la ayuda de maquinaria para el paso del Ferrocarril de los Altos . Dos, dinamitar el paso terrestre por la altura de la Cumbre de Alaska. Tres, colocar metralletas calibre 50 en los cerros que rodean la ciudad para derribar a las fuerzas aéreas de Castillo Armas. La propuesta fue enviada tres días antes de anunciar su renuncia, según le comentó el gobernador Aparicio, Árbenz había aceptado el plan. “…había dicho que sí, pero no tomó ninguna medida. No se hizo nada, ese para mí es el momento de la caída de Árbenz”.

En su discurso de despedida, el mandatario recalcaría los intereses oscuros del Gobierno estadounidense que tomaron como pretexto al comunismo “…pero la verdad es muy otra…” Árbenz estimó que si él dimitía al cargo, se terminaría con la excusa de la invasión y el Gobierno podría continuar su rumbo. “Luchamos hasta donde las condiciones nos lo permitieron, hasta un punto en el que de ir más allá se perdería todo lo que hemos ganado desde 1944”.

Meses después, bajo el mandato de Castillo Armas con quien se terminaron los principios de la revolución, el vicepresidente Richard Nixon visitó Guatemala. En su discurso felicitó al país, “El mundo admira a este pueblo que pudo liberarse por sus propias fuerzas de la dictadura comunista. Sí. ¡Esta es Guatemala!”.

Lágrimas de exilio

Pasaron seis años hasta que González tuvo nuevas noticias de Árbenz, en ese entonces vivía en Cuba, después de haber pasado por México, Francia, Uruguay y Suiza.

Era el segundo aniversario de la Revolución cubana. González y sus colegas tuvieron una invitación especial por ser parte de la cadena de informantes que mantenían al tanto a Fidel, desde Quetzaltenango, de todas las preparaciones que hacía la CIA en Retalhuleu para invadir la Bahía de Cochinos.

Lo encontraron en una casa muy modesta, en la habitación, apenas una mesa con cuatro sillas, ellos eran más. El Coronel, de camisa blanca y pantalón beige se paró para recibirlos. “Disculpen, pero ustedes considerarán las condiciones en las que estoy”. El encuentro fue breve, cada uno se presentó y, como factor común, le refirieron que todos eran de Quetzaltenango. Árbenz empezó a preguntar por los apellidos de cada uno. “Sí, conozco a tu papá… Sí, a su familia la conozco”, les respondía.

La conversación se cortó con un suspiro de Árbenz. “Ah… cómo amo yo a Quetzaltenango. No saben ustedes cuánta tristeza me da no estar allá, yo quisiera estar en Quetzaltenango en este momento. Y todo mi deseo es, en cuanto yo pueda, regreso a Quetzaltenango, no olvido Quetzaltenango”. Sus palabras fueron para él mismo como una roca lanzada contra un vidrio, se desplomó.

Hubo un silencio incómodo entre los visitantes. Sobre la despintada mesa de madera gotearon algunas lágrimas, otras cayeron sobre las mangas de su camisa blanca, a cada sollozo se caía un pedazo de la nostalgia que había guardado en seis años de exilio. Lo que más le dolía al Coronel que renunció a la Presidencia para evitar una guerra en Guatemala, era no poder regresar a su tierra.

“Me han dicho que no cuente esto, que Jacobo no era así, pero eso fue exactamente lo que pasó”, dice González como quien rompe un secreto que le han pedido guardar por 54 años. No hubo más palabras en aquel encuentro, se despidieron cortésmente sin recibir palabras. Aquel 2 de enero de 1960 fue la última vez que González vio al Presidente derrocado, el coronel Jacobo Árbenz Guzmán.

«No me han acorralado los argumentos del enemigo, sino los medios materiales con que cuentan para la destrucción de Guatemala”.

Jacobo Árbenz Guzman
en su discurso de renuncia a la Presidencia de Guatemala.

http://www.elperiodico.com.gt/es/20140629/domingo/250016/

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