A cuatro décadas del asesinato del líder del MIR chileno, opinan Ramis, Echeverría, Amoros y Quesada

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La pregunta de Miguel

La figura de Miguel Enríquez despierta dos tipos de reacción. O se le descalifica en bloque, culpándole de un amplio conjunto de pestes políticas, o por el contrario, se la ensalza en un relato militante, que mezclando la hagiografía revolucionaria y el panegírico apologético tiene poco que ver con la personalidad y el talante del fundador del MIR.

Miguel no era un santo ni un demonio, sino un revolucionario que propuso una serie de preguntas políticas fundamentales al país, y estuvo dispuesto a debatirlas abiertamente durante toda su vida. Lejos del sectarismo o el dogmatismo, se le debe ubicar, dentro de la tradición del pensamiento crítico latinoamericano, entre los que buscan una alternativa emancipatoria adecuada a las condiciones específicas de nuestros pueblos. En este aspecto, Miguel Enríquez es una figura actual. Sus preguntas siguen siendo gravitantes y exigen ser tomadas en cuenta, de forma profunda y consistente.

El problema fundamental que identificó Miguel y el colectivo generacional que le acompañó en la fundación del MIR en 1965 era el siguiente: en América Latina se había hecho patente que la derecha histórica, agraria, conservadora y patronal, no disponía de un proyecto de desarrollo para la región. Incluso el Estados Unidos de Kennedy y la Iglesia Católica post-conciliar estaban de acuerdo en este diagnóstico. Tal como lo había demostrado el gobierno de Jorge Alessandri, la oligarquía más rancia y casposa estaba a la deriva, dispuesta a agarrarse a cualquier cosmético con tal de mantener un orden social anacrónico, que exigía una transformación radical y urgente. En respuesta a esta crisis se alzaban dos programas de reformas, aparentemente antagónicos, pero que en el fondo poseían amplias coincidencias de fondo: la “revolución en libertad” democratacristiana, aliada a la Alianza para el Progreso norteamericana, y la “vía chilena al socialismo” que postulaban los partidos Socialista y Comunista. En cada país del continente esta dicotomía asumía sus propias especificidades, pero se replicaba en lo fundamental, de acuerdo al dualismo Este-Oeste de la guerra fría.

La intuición fundamental de Miguel era que ambos proyectos tenían limitaciones estructurales que afectaban su viabilidad y deseabilidad. Ello no quiere decir que homologara ambas alternativas. Miguel y el MIR distinguían entre la derecha tradicional y el reformismo DC, y entre la DC y el proyecto del FRAP, que desembocaría en 1970 en la Unidad Popular y el gobierno de Salvador Allende. Pero su análisis crítico le llevó a descubrir en ambas alternativas una serie de contradicciones y aporías, inherentes a la naturaleza del orden internacional en el que estaban insertas y por sus propias insuficiencias de cara a las necesidades de las grandes mayorías, a las que definió como “los pobres del campo y la ciudad”.

LA INVIABILIDAD DE LOS REFORMISMOS
Para Miguel Enríquez los dos proyectos de reforma que se proponían a Chile en los años sesenta no eran viables a largo plazo. Arraigaba este convencimiento en un análisis muy detallado de las condiciones de la economía latinoamericana, situada en una relación de dependencia respecto a los grandes centros de poder del capitalismo global. Tanto el programa de la DC como el de la Izquierda apostaban a lograr una alianza histórica con los sectores progresistas del empresariado nacional en orden a promover una modernización industrializadora que permitiera cambiar el patrón productivo, para desembocar en una versión nacional del Estado de bienestar europeo. Pero este programa presuponía una serie de condiciones de posibilidad, que el MIR no lograba visibilizar, entre otras:

1. La inexistencia de un verdadero empresariado “progresista”, con vocación industrializadora. Más allá de algunas individualidades, los empresarios nacionales se veían a los ojos de Miguel como endémicamente arraigados a una tradición rentista, extractivista y agraria, incapaces de asumir el programa de sustitución de importaciones que preconizaba la Cepal, que debería crear los empleos de calidad que podrían incorporar a los excluidos del ciclo productivo.

2. A la vez, el mercado chileno era incapaz de absorber la nueva producción nacional que se debería llegar a generar. La inexistencia de una verdadera clase media constituía un obstáculo insalvable al proyecto reformista. La única forma de sortear este problema radicaba en la consolidación de un mercado ampliado, a escala latinoamericana, que por su dimensión pudiera absorber esa nueva oferta productiva.

3. Pero ese proyecto de integración latinoamericana, basado en un cambio en la matriz económica, era intolerable para Estados Unidos, que necesitaba mantener a la región como proveedora de recursos naturales a bajo precio y como mercado natural para sus productos elaborados.

4. Este escenario implicaba que ambos reformismos terminarían por chocar de forma violenta e insalvable con la elite económica y política nacional, reacia a abandonar su vocación rentista en aras de un proyecto de cohesión social que despreciaba profundamente. Y también chocaba con el capital transnacional, que necesitaba que América Latina permaneciera bajo la órbita de dominio norteamericano, en posición de dependencia económica y subordinación política. El ciclo de cambios reformistas llevaría inevitablemente a la necesidad de una ruptura abierta y decidida, y para liderar ese proceso construyó y articuló el Movimiento de Izquierda Revolucionaria.

LA INDESEABILIDAD DE LOS REFORMISMOS
Si los programas reformistas aparecían como inviables sin un momento de ruptura radical, también eran criticables porque no lograban superar el nudo del dilema latinoamericano. En el caso del reformismo DC, Miguel Enríquez advertía el germen de una modernización capitalista, tanto a nivel agrario como minero, que originaría un nuevo ciclo de acumulación en beneficio de los sectores más cosmopolitas y mejor preparados del empresariado nacional. Y en el programa del FRAP y de la UP reconocía una voluntad redistributiva mucho mayor, pero que en el fondo mantenía la continuidad con la dimensión desarrollista del proyecto DC, cambiando los socios occidentales por nuevos socios de la Europa del Este. Su intuición era que se debía buscar de forma clara y decidida una orientación socialista, que permitiera el protagonismo popular, y que evitara las trampas burocráticas y autoritarias en las que cayeron los países del “socialismo real”.

Este aspecto representa la dimensión más original y fecunda del pensamiento de Miguel. Se puede advertir su profundidad en la famosa declaración “El MIR y los sucesos de Checoslovaquia”, publicada a raíz de la represión soviética de la Primavera de Praga, en 1968. El texto formula una análisis muy lúcido del momento internacional para concluir diciendo: “Repudiamos enérgicamente la intervención militar soviética en Checoslovaquia. Esta intervención no fue en defensa del socialismo, que habría estado bien resguardado por los obreros y campesinos checos, sino en defensa de los intereses de la burocracia de la URSS y con un claro contenido contrario a los procesos de democratización socialista (…) Sabemos que este rechazo a la intervención será utilizado por la reacción y el imperialismo. Esto es responsabilidad de la URSS. Ya se escucha el griterío de los imperialistas y sus secuaces radicales, nacionales, democristianos, etc., que rasgan sus vestiduras por el principio de ‘no intervención’. Son los mismos que nada dijeron para las criminales intervenciones de Santo Domingo, Vietnam y Cuba. Pretenden así descalificar el camino socialista. No lo conseguirán. Es tarea de la Izquierda revolucionaria del mundo demostrar que este no es el socialismo por el cual combatimos, sino una desfiguración heredada de los periodos más negros de la primeras repúblicas socialistas del mundo”.

La verdadera “democracia socialista” aparece así como el horizonte político que busca Miguel. Se trata del criterio clave que le servirá para juzgar políticamente la realidad. ¿Cómo alcanzarlo? Es una pregunta que sigue abierta. Las vías y los métodos en nuestra época ya no son los que se podían plantear en los años sesenta. Pero la pregunta fundamental sigue cuestionándonos: ¿Cómo alcanzar un proyecto de emancipación para los pobres del campo y la ciudad en América Latina, que no sucumba ante las tentaciones del desarrollismo a ultranza, la burocratización y el autoritarismo? En todas estas preguntas, Miguel Enríquez sigue siendo un compañero de búsqueda y su pensamiento nos aporta criterios que desafían la conciencia de la Izquierda autocomplaciente.

ALVARO RAMIS
Publicado en “Punto Final”, edición Nº 814, 3 de octubre, 2014
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Su lección está viva: Miguel enfrentado a la muerte
Ese sábado 5 de octubre de 1974 en la casa N° 725 de calle Santa Fe, permanece. A pesar de la nieve que cubre la memoria, ese recuerdo inamovible me obliga a dar testimonio. Ni “declaración verbal” ante la justicia, ni relato literario como en Un día de octubre en Santiago, que refleja con exactitud lo que a fines de los 70 sentía y conocía. ¿Testigo falible? Asumo el riesgo.

Durante el gobierno de Salvador Allende para el pueblo se abría un horizonte de sentido, es decir una promesa de vida aún no alcanzada, pero imaginada, deseada. Una sociedad entera en estado de enamoramiento. Los obstáculos eran duros, pero nos fortalecían.

Frente al golpe de Estado, el MIR toma la decisión de permanecer en Chile. No éramos héroes, solo militantes movidos por la convicción de que valía la pena luchar para hacer la revolución. Frente al golpe de Estado, nuestra decisión de organizar la resistencia a la dictadura implicaba la defensa de los derechos conquistados, la educación y la salud pública, los derechos sindicales, el derecho a la vivienda, la dignidad, la democracia participativa. Era nuestra responsabilidad librar la batalla; resistir siempre ha sido resistir a lo irresistible. El precio a pagar fue alto, pero aun en ese contexto de represión, lo que vivimos era la vida simplemente.

La dictadura y su aparato represivo, la Dina, operativa desde noviembre del 73, definen su prioridad: aniquilar al MIR. No éramos un aparato militar compartimentado sino una organización política. Los miristas vivían en su gran mayoría al ritmo de las tareas políticas del movimiento social. “Crear, crear poder popular” en todos los frentes. La cacería tuvo objetivos visibles.

La máquina de matar funciona a full. El 21 de septiembre de 1974 se focaliza en una de las redes clandestinas directamente vinculada a Miguel.

Lumi Videla, asesinada; Sergio Pérez, María Cristina Pacheco, desaparecidos; Rosalía Martínez, Julio Laks, sobrevivientes. La máquina enloquecida, tortura sin descanso. Los prisioneros torturados en la casa de José Domingo Cañas, cárcel clandestina de la Dina, sueltan detalles en apariencia poco decisivos, insignificantes. La Agrupación Caupolicán, dirigida por el capitán Miguel Krassnoff, bajo la autoridad del coronel Pedro Espinoza y de Manuel Contreras, realiza un trabajo de inteligencia y define un perímetro geográfico donde podía estar nuestro refugio. Se inicia una labor de rastreo: “peinar” la zona. Los agentes de la Dina siguen la pista de un auto, una Renoleta roja, de una mujer embarazada y de dos niñas gemelas.

La amenaza se acerca. Lo sabíamos.
Miguel se encuentra al frente de las tareas de organización que la resistencia requiere. En primera línea. Indispensable en un comienzo, arriesgado pero sin alternativa, acorde con su deseo de proteger la vida de los otros compañeros en las dos últimas semanas de su vida.

En diciembre de 1973, luego de la caída de Bautista van Schouwen, nos instalamos en esa casa de fachada azul cielo de la comuna de San Miguel. Una amiga que partía exiliada a Inglaterra la compró con dinero del MIR. Se estableció un contrato de arriendo. La “leyenda” que montamos para la propietaria y los vecinos era simple. Obligado a instalarse en Santiago por un tiempo para seguir un tratamiento médico -una enfermedad a los riñones- junto a su esposa y sus hijas, compartiríamos la casa con una pareja de familiares que nos apoyarían. Gente de clase media, en labores comerciales pero sin trabajo estable dadas las circunstancias. Pero con recursos, puesto que disponíamos de dos autos. Una Renoleta roja que yo manejaba, un Fiat 125 que Humberto Sotomayor utilizaba. Ambos, en las raras ocasiones en que Miguel debía salir por “razones médicas”, lo conducíamos. Miguel tenía el cabello levemente ondulado, su frente despejada, la piel afeitada y anteojos. Usaba camisas bien planchadas, corbata y pantalones oscuros.

El muro frontal de la casa tenía tres entradas. La puerta, una reja lateral de un garaje que cubrimos con una lámina de metal, y una reja estrecha colindante con la casa de nuestra vecina, Anita Mirlo. En su primera visita de cortesía, Anita me cuenta que es actriz, que vive sola con su hijo pues su marido, el periodista Rolando Carrasco, comunista, se encuentra preso en Chacabuco. Cesante ella, cesante nuestro vecino del otro lado, nos ingeniamos para darles pequeños trabajos: para Anita, buena costurera, diseñar vestidos para las niñas de 5 años, Camila y Javiera.

Para los vecinos, la vida de esta familia es normal. Cierto, dos parejas, dos niñas y desde marzo de 1974 un perro, no es habitual. Pero el traslado urgente a Santiago y la enfermedad del caballero, hacen coherentes las particularidades. Las niñas son alegres, el perro crece, el enfermo reposa y trabaja en casa. Los familiares lo apoyan. Entran y salen, se abastecen en el almacén de la esquina, la señora Ximena, mi nombre clandestino, visita a la vecina del frente, Gladys; conversa con unos y otros en la vereda, siempre impecable. Las ventanas tienen cortinas de lona blanca, los pocos muebles son coloridos, un estante de libros y un gran escritorio. Desde la puerta puede también percibirse los tres cuartos alineados y al fondo un patio de baldosas negras y un parrón incipiente.

Al interior de la casa, vibra el trabajo político. Es una colmena. Miguel escribe, estudia y devora todo lo que se encuentra a su alcance. Trotsky, Rosa Luxemburgo, Lenin camuflados bajo tapas anodinas, Víctor Serge, Víctor Hugo, García Márquez, Cortázar, William Reich y los estudios de neurología, la Enciclopedia Británica y etc… Nutre su pensamiento político con la historia, la ciencia y la poesía, como es su costumbre. Yo transcribo a maquina sus textos. Marilú García los fotografía en el taller instalado al fondo del patio. Humberto Sotomayor, su esposo, asume la mayoría de las tareas. Miguel cocina, le cuenta cuentos a las niñas y los domingos ven algunas series de televisión infantil. Risas y juegos. Una vida cotidiana normal. En nuestro dormitorio dos bolsos rojos, de ski, con unos fusiles AK esperando ser distribuidos. Miguel tiene el suyo, con un cargador especial de 40 tiros. Ningún fetichismo por las armas. Yo salía desarmada, pero con una cápsula de cianuro en el bolsillo. Luego supimos que esas cápsulas no estaban activas. Miguel y Humberto andaban armados. Más allá de todas las tensiones, durante meses, vivimos días y noches tranquilos. La clandestinidad fue para mí vigor y color.

Las medidas de seguridad se respetaron en las pocas salidas de Miguel. Y en las dos visitas de compañeros de la dirección que se realizaron cuando ya estábamos preparando el repliegue.

En el repliegue estratégico, la dirección había tomado la decisión de “congelar” a Miguel. Sacarlo de la primera línea, construir un lugar inaccesible, montar una leyenda que le permitiera salir y entrar clandestino del país.

Luego de visitar varias propiedades, me decidí por una parcela. Estaba en los límites de La Florida, eran dos pequeñas casitas y un vasto jardín protegido por un muro de adobe. Miguel la visitó, fue nuestra única salida juntos. Encontramos el “palo blanco” para comprarla y Rosa, mi compañera fiel desde el nacimiento de Camila, estuvo de acuerdo en vivir con nosotros. El contacto directo con el partido sería muy espaciado y sometido a rigurosos chequeos y contrachequeos. “La Parcela” era el lugar para comenzar otra vida.

Debíamos separarnos de las niñas. Con precaución se montó el operativo para asilarlas en la embajada de Italia. A mediados de septiembre, las niñas, Marilú y Humberto se trasladaron a otra casa de seguridad.

Nuestra partida se aproxima. La casa se hunde en el silencio, la tensión aumenta con la caída de Lumi Videla el 21 de septiembre y de Sergio Pérez, su compañero, el 22; la cadena continúa. Abandonamos la Renoleta roja. Continúo mi trabajo de enlace a pie. En las cárceles secretas la tortura hace su trabajo. Los compañeros resisten como pueden. Nos toca a nosotros asumir la tarea de no caer, de imaginar lo inimaginable y acelerar el cambio de casa. Es nuestra responsabilidad alejarnos del peligro, vivir.

El dinero de la solidaridad internacional llega a tiempo, podemos concretar la compra de La Parcela.

El 4 de octubre confirmamos la caída de nuestro enlace directo, Cecilia Jarpa.

Cecilia no entregó los dos puntos de contacto del 3 de octubre. Si ella hubiese sucumbido a las aplicaciones de electricidad, si hubiese cedido ante el dolor y el miedo, yo hubiese sido detenida y torturada. Nunca sabré cómo habría reaccionado. Nunca lo sabré pues Cecilia no habló.

Movidos tal vez por la loca esperanza de que no hubiese caído, decidimos ir al punto de rescate del día 4 de octubre, en avenida Grecia. Al salir, Miguel me detiene. El y Humberto Sotomayor, en auto, pasarán una primera vez frente al lugar. Cecilia, el cuerpo dislocado pero la mente íntegra, los alerta del peligro. Los torturadores la golpean y disparan. Miguel responde, Humberto acelera. Logran romper el cerco. Logran escapar de la emboscada. Inmediatamente abandonan el auto y se sumergen, gracias al gesto de Cecilia.

A las 16 horas de ese día 4 de octubre constatamos que la compañera que debía comprar la parcela contestaba el teléfono en forma extraña. Cada llamada telefónica significaba un desplazamiento engorroso y largo. Ese atardecer Miguel deduce, cuando le cuento el intercambio de palabras, que la Dina está esperando mi llegada con el dinero para la compra.

Miguel se desplaza por las calles de Santiago, da la orden de vaciar la casa de seguridad donde se encontraban mi hermano Cristián, Margarita Marchi y José Bordaz. Se ocupa personalmente de rescatar a Mary Ann Beaussire de un punto de contacto peligroso. ¿Cuántos otros movimientos ejecutó en esos días? Aún no lo sé.

El 4 de octubre regresa a la casa con José Bordaz. Habían decidido pasar la noche ahí. ¿Existían otras posibilidades? Sí, pero nos parecieron más arriesgadas.

El sábado 5 de octubre la urgencia es extrema, hay que dejar la casa antes de la noche. Necesitamos un refugio, aunque sea precario. Nos distribuimos las tareas. Me toca buscar un lugar. Ellos, entre otras cosas, tienen puntos de contacto para difundir la alerta a los ayudistas y al conjunto de las redes clandestinas, para salvar el material del aparato de documentación. Nos damos cita en la casa a las 17 horas.

Subo por la calle Santa Fe hasta Santa Rosa, consciente del peligro, atenta al más mínimo movimiento extraño en el barrio. En Santa Rosa, un bus, luego un taxi. Pude instalarme en la casa de una señora, amiga de mi madre, para estudiar los arriendos disponibles de inmediato. No lo dudo, lo conseguiré. Dispongo de dinero y papeles falsos. A las doce tenía las llaves de una casa. Misión cumplida, ligero alivio. No detecto nada anormal en el camino de regreso. Solo una onda eléctrica -¿que emana de mí?- en la atmósfera. Morder el miedo, seguir con la esperanza entre los dientes.

Miro la hora antes de abrir la reja continua a la vecina Anita. Eran las 13 horas. Dejo el paquete de provisiones en la cocina y empujo la puerta que comunica el patio con el pasillo interior. Sorpresa: Miguel me acoge. Está armado. Nos vamos, dice. Le informo la dirección del lugar entrando en nuestro dormitorio, el tercero en la línea de las habitaciones, el que da al jardín. Desde ahí percibo a Sotomayor y Bordaz que vigilan la calle desde las ventanas que dan a la vereda. Un instante de conversación. Hay movimientos extraños, tenemos que irnos, ahora, dice Miguel. La voz de uno de los compañeros nos interrumpe: “¡Aquí están!”

Cecilia Jarpa, esposada, se encuentra en uno de los autos que se detienen. Ninguna lógica en esa presencia. Solo que ese mismo día 5 de octubre, acosada y siempre bajo tortura, les “suelta” un falso punto de contacto: “Mediodía, en Departamental con Gran Avenida”. Dos autos, cuatro agentes de la Dina por vehículo. Vienen a detener a su presa, un enlace, un militante, yo o cualquier otro. Después de lo sucedido el día anterior desconfían y van bien armados.

Cecilia, sin venda, de pie, en ese punto. Por supuesto nadie se presenta, ese contacto no existe. La golpean, la empujan dentro del auto. No le vuelven a colocar la venda. Se dirigen de regreso al cuartel. Ella escucha, ve. Junto a ella van Miguel Krassnoff, Osvaldo Romo, agente civil reclutado en el lumpen y Teresa, una de las feroces mujeres de la Dina. Todavía tienen tiempo, antes de almorzar, para rastrear una vez más el perímetro sospechoso que por casualidad no se encuentra lejos. Recorren Gran Avenida y luego circulan por las calles interiores, del lado este. Los dos autos se siguen, los agentes se comunican por radio. Cecilia los escucha, cree haber reconocido la voz de Marcelo Moren Brito, pero no sabe con certeza.

Cazadores olfateando a su presa, al acecho ante cualquier mínimo indicio. Se detienen frente a una lavandería, un almacén… Se topan con la calle Santa Fe, continúan interrogando a jóvenes que juegan a la pelota, luego Romo le habla a una mujer, ella señala, desde lejos, la casa. Por radio se comunican con el cuartel de José Domingo Cañas. “Es lo último que alcancé a escuchar: la instrucción de pedir refuerzos. Eso, antes de que me sacaran y me llevaran a una casa muy pobre, como yo la recuerdo, donde me dejaron amarrada mientras se efectuaba el allanamiento y el tiroteo”, dice Cecilia.

“En una operación conjunta de los servicios de inteligencia de las fuerzas armadas fue allanada en el día de hoy a las 13:30 horas, una edificación ubicada en (…) La operación registró una fuerte resistencia desde el interior de la casa con armas automáticas. A las 15:30 horas las fuerzas pudieron ingresar al lugar encontrando el cuerpo sin vida del dirigente mirista Miguel Enríquez y con heridas de gravedad a Carmen Castillo Echeverría”. (Declaración oficial de la Dirección Nacional de Comunicación Social del gobierno. Otras informaciones de prensa señalan las 13:15 horas como inicio del operativo).

Esa es para mí la hora en que Humberto Sotomayor y José Bordaz nos avisan “¡Allí están!”. Miguel y yo estamos en el dormitorio. Sale con el AK en la mano, ya engatillado, pues escuchamos el primer intercambio de ráfagas de metralletas. Tomo la Scorpio y apunto desde la ventana, al frente solo hay un muro colindante con la vecina Anita, no puedo ver la calle. Miguel me había dicho: “No te muevas de aquí”. Obedezco, carente de emociones.

Comienza el enfrentamiento. Para nosotros se trataba de alcanzarlos, de obligarlos a retroceder, de forzarnos un paso para escapar del cerco, ejecutar el plan de escape mil veces estudiado.

Y lo conseguimos. Después de un corto intercambio de tiros, se alejan. Ese primer tiempo del enfrentamiento no duró más de quince minutos. Son entonces entre las 13:30 y las 13:45.

Cuando ya ninguna bala impacta en la casa, Miguel da la orden de salir. Entra en la habitación, toma uno de los dos bolsos con dinero, yo el otro, caminamos rápido, él delante, yo detrás a un metro. Nos dirigimos al auto, por esa salida lateral de la gran pieza donde hay una puerta ventanal ubicada frente al Fiat.

Justo en ese momento, una granada explota. ¿Quién la tiró? ¿Adónde cayó? Aún no lo sé. No cayó demasiado cerca de nosotros, nos hubiera matado. Pero tampoco demasiado lejos, quedamos heridos.

Esquirlas de acero puntiagudas me seccionan la arteria y los nervios del brazo derecho a la altura del músculo superior, algunos se incrustan en la parte alta del pecho; y también, lo sabré mucho tiempo después, dos llegan hasta la pared del pulmón. Pero todavía estoy parada cuando José Bordaz se cruza conmigo. Después me desplomo lentamente.

Miguel también fue alcanzado por la granada, está en el suelo.
Sotomayor pasa junto a él, cree que Miguel está muerto. Una herida en la cabeza, dice. En ese instante, entonces, Humberto está convencido de que Miguel yace herido de muerte. Bordaz contará esa noche que al escucharlo él también lo cree. Continúan para a abrirse camino, romper el cerco y escapar. Saltan los muros hacia la calle Varas Mena… Lo logran.

Nunca he emitido un juicio sobre aquel u otros hechos. He gritado contra el destino pero no me he detenido en los “si… tal cosa…”. La tragedia se asume entera o nada puede desprendernos de ella. Exigir un balance político y sacar lecciones es indispensable. Lamentar no.

Ese 5 de octubre aprendí, y para siempre, que “aquel que no ha sufrido el miedo, que no ha convivido con él ni negociado con él condiciones de su sobrevida, no puede, no debe, ni comprender ni juzgar. Solo respetar lo que se le escapa”. Privilegiada, la historia me adjudica el buen papel, pero solo la entereza de los otros evitó mi posible derrumbe. Lo sé.

Mientras Humberto y José se alejan, unos segundos después de desplomarme veo a Miguel, del otro lado de la puerta ventanal, a menos de un metro de distancia. Su cuerpo extendido en el suelo, su rostro mirando hacia el cielo, su torso fuerte agitado al ritmo acelerado de su respiración. Un hilo fino de sangre corre de su mejilla izquierda. Vive.

Unos minutos después abro nuevamente los ojos y allí está Miguel, de pie, en posición de tiro, el ojo en el visor de su AK. Dispara, protegido de los proyectiles que impactan el muro saliente, al costado del auto.

Comienza entonces el segundo tiempo del enfrentamiento.
La Dina reforzada lanza una nueva embestida. Aullidos que son órdenes, ráfagas de metralletas, lanzacohetes, granadas… Violencia desatada. Los vecinos lo relatarán luego, los prisioneros de José Domingo Cañas vivirán la histeria y los chirridos de las camionetas desde la oscura pieza donde se encuentran amontonados. Cuando Cecilia es extraída al fin de su prisión provisoria escuchará todavía el ruido de helicópteros sobrevolando el lugar.

Como lo revelan los medios de prensa, la dictadura estaba convencida que en ese combate participaban varios militantes el MIR. Los jefes militares y sus comanditarios civiles no pueden concebir que quien se enfrentó a su poder fue un solo hombre, Miguel Enríquez.

Tiene 30 años, dos hijos, es médico, militante e intelectual revolucionario. Va a morir, pero todo recomenzará. La revolución nunca se acaba.

Ese lapso de tiempo: dos horas. Intentemos imaginar sus desplazamientos al interior de la casa de calle Santa Fe, sus gestos precisos, la extrema concentración de su mente para ejecutarlos. Maestría en el combate. El enemigo aumenta el número de hombres y armamento. Segundo tras segundo, Miguel actúa. Su vida entera, su razón, todos sus deseos y sueños, todo su pensar y su amor por los otros se concentran en ese instante. Es el acto libre de un hombre libre.

El coraje político nada tiene que ver con el sacrificio. Sí con el querer y la fuerza. El valor muestra su existencia en el momento del hecho, nunca antes.

Ese 5 de octubre, una última ráfaga lo silencia. Miguel se ha replegado al patio de la casa, se encarama al muro divisorio con la vivienda de San Francisco 5959. La vecina Isabel protege a sus hijas bajo un catre, asoma la cabeza y lo ve, de pie sobre la pandereta: “Estaba herido y empuñaba un arma. Lanzó un grito: ¡hay una mujer embarazada herida, paren el fuego! Los tiros continuaron. Su cuerpo cayó junto a esa artesa, en el suelo que era de tierra”.

La autopsia indica las 15:30 como la hora de su muerte.
Edgardo Enríquez, su padre, escribirá: “Tenía diez heridas a bala. Una de ellas, la última, le entró por el ojo izquierdo y le destruyó el cráneo. Al verlo, con el resto de su cara serena, sonriente casi, y con un dejo burlesco en la expresión, dije a mi mujer, su madre: Quienes le dispararon sabían que aunque desfiguraran su hermoso rostro y destruyeran su cerebro privilegiado, no lograrían jamás borrar la imagen de él que se ha formado el pueblo, ni sepultar sus generosos y sabios pensamientos inspirados por sus elevados y dignificadores ideales”.

Queda aprehender la vida de Miguel, el revolucionario, el equipaje de sus sueños, su pensamiento, sus penas, su sentido del humor. Recordar su fuerza, la realidad de sus esperanzas y continuar llevándola, con él.

CARMEN CASTILLO ECHEVERRÍA
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Vocación de médico
A fines de 1969, los principales dirigentes del MIR vivían en la clandestinidad, acosados por la justicia y el gobierno de Frei Montalva tras practicar diversas “expropiaciones”, principalmente de bancos. Un día aquellos jóvenes, que rondaban entonces los 25 años, decidieron incumplir las normas de seguridad que regirían sus vidas hasta que el presidente Salvador Allende les indultó el 4 de enero de 1971… para ir al cine Santa Lucía. Proyectaban una de las películas más impactantes del momento: 2001: Una odisea en el espacio. Era la década del cosmonauta soviético Yuri Gagarin, hacía pocos meses que la misión Apolo 11 había cumplido su histórico alunizaje. En la conversación posterior, Andrés Pascal Allende comentó que, de no haber sido revolucionario, le hubiera gustado ser astronauta: “Para explorar otros mundos”. Por su parte, Miguel Enríquez señaló que en ese caso hubiera preferido estudiar y conocer, explorar en definitiva, el cerebro humano… A principios de 1968, el secretario general del MIR había concluido sus estudios de medicina en la Universidad de Concepción y revalidado su título en la Universidad de Chile. Había logrado incluso una beca en la prestigiosa clínica de neurocirugía que el doctor Alfonso Asenjo dirigía en Santiago. No obstante, su compromiso político y la nueva estrategia del MIR le llevaron a consagrar su vida por completo a la lucha revolucionaria.

EN LA UNIVERSIDAD DE CONCEPCION
En enero de 1961, Miguel Enríquez presentó su solicitud de admisión en la Facultad de Medicina. Un informe del Departamento de Orientación del liceo Enrique Molina Garmendia, en el que había cursado la enseñanza secundaria, subrayó sus buenas condiciones para estos estudios porque el test sicopedagógico que había realizado indicó que poseía una “inteligencia superior”, un “razonamiento rápido y preciso” y una “memoria muy buena”. “Imagino que Miguel decidió estudiar medicina por seguir los pasos de nuestro padre, porque era una carrera larga, todo un desafío, y también por su vocación de ayudar a la gente. A nuestro padre le gustó mucho su decisión”, recuerda su hermana Inés desde México. En aquel tiempo, don Edgardo Enríquez era el director del hospital de la Armada en Talcahuano, y profesor de anatomía en la Universidad de Concepción.

La admisión en la que es la segunda Facultad de Medicina más antigua del país era un proceso complejo, que tomaba en consideración no solo las calificaciones del liceo y de la prueba final de bachillerato, sino también una entrevista personal de veinte minutos a cargo de una comisión de profesores y autoridades académicas. Entre los trámites preliminares, el 30 de enero de 1961 tuvo que escribir a mano un “resumen autobiográfico” en el que destacó: “Jamás en mi vida de estudiante he repetido curso o he dejado exámenes para marzo (…) No he recibido ninguna clase de favores, que así merecieran llamarse; y como aficiones tengo en especial la lectura, a la que bastante tiempo de mi vida le he dedicado (…) Como se ve, es poco lo que a mis cortos años puedo contar, la vida hasta aquí me ha sido fácil; no he tenido reales problemas y todo me ha sido dado; espero con el tiempo retribuir en alguna forma a mis padres y a la sociedad en general lo que me fue entregado y luchar para que todos en un futuro puedan decir también: ‘En mi juventud todo me fue dado’”.

El 27 de febrero se sometió a la entrevista que avaló definitivamente su ingreso en la Facultad de Medicina. Evaluaron positivamente su desarrollo humano, su preparación, su grado de madurez e inteligencia, así como los excelentes antecedentes familiares. En marzo, recibió una carta de bienvenida firmada por el doctor Rafael T. Darricarrere, quien desde 1956 dirigía la Facultad de Medicina y había implementado una reforma del plan de estudios para introducir las ciencias sociales, la enseñanza de la medicina preventiva, un periodo de internado rural y un plan de medicina familiar y comunitaria: “La Universidad y la Escuela esperan que honre esta Casa y que, aprovechando la oportunidad que le brindan, usted llegue a ser, más tarde, un buen médico; más que eso, un hombre progresista y creador, un ciudadano que prestigie y sirva a su colectividad”.

Fueron siete años muy bien aprovechados. Tuvo un buen rendimiento académico e integró un amplio grupo de estudiantes que se formaron juntos políticamente y participaron en la fundación del MIR en agosto de 1965 y conquistaron su dirección nacional en diciembre de 1967. En aquellas aulas también trabó amistad con Beatriz Allende, quien cursaba entonces su segundo año de medicina y al concluir el siguiente regresaría a Santiago. Una década después, ella sería el principal vínculo entre el MIR y el presidente Allende. En octubre de 1974, “Tati” Allende señaló al diario cubano Juventud Rebelde: “Desde luego, era un buen estudiante de medicina, aunque yo diría no un estudiante típico: estudiaba las materias que quería, las que a él le interesaban, sobre todo de neurología. Sin embargo, sus estudios más frecuentes eran de otro tipo. Eran libros de historia, economía, marxismo y yo diría libros de literatura de carácter militar (…) Y a pesar de ser tan joven, inició un trabajo político junto a los obreros de los minerales del carbón de Lota, Coronel y Schwager y en una población marginal que se llamaba Costanera, en Concepción. Miguel organizó a esos pobladores y contribuyó a su desarrollo político”.

Fue en aquellos años cuando decidió el rumbo de su compromiso político. En 1962 y 1963 militó en la Juventud Socialista (llegó a ser su secretario regional y director de la publicación Revolución) y en 1964 suscribió junto con compañeros de Concepción, Santiago y otros puntos del país, el manifiesto “Insurrección socialista”, en el que anunciaron su abandono de la JS para incorporarse a la Vanguardia Revolucionaria Marxista.

En 1963, participó en la fundación del Movimiento Universitario de Izquierda (MUI), que inicialmente aglutinó al conjunto de la Izquierda en esta universidad. En 1965, el MUI levantó a Miguel Enríquez como candidato a la presidencia de la Federación de Estudiantes, pero socialistas y comunistas postularon a sus propios representantes y la JDC venció con 1.184 votos. Ya entonces eran la principal fuerza de la Izquierda universitaria en Concepción, puesto que su votación (810 sufragios) superó ampliamente la obtenida por el candidato comunista (198) y el socialista (162). En noviembre de aquel año, como dirigente de la FEC, protagonizó la conocida discusión con el senador Robert Kennedy, en la que le enrostró la agresión imperialista de su país a los pueblos del Tercer Mundo. A comienzos de 1966 viajó a China y, un año después, siendo aún estudiante, recorrió Perú y entrevistó para Punto Final a dos revolucionarios.

UNA OPCION DE VIDA
La documentación de Miguel Enríquez que se conserva en la Universidad de Concepción permite recorrer paso a paso el último año de sus estudios y las diferentes fases de su internado en el Hospital Clínico Regional: entre el 8 marzo y el 8 de mayo de 1967 estuvo adscrito al Servicio de Obstetricia; en los dos meses siguientes pasó al Consultorio Tucapel, en el barrio norte de la ciudad; entre el 9 de julio y el 9 de septiembre se formó en el área de pediatría del hospital.

Curiosamente, esta documentación permite precisar al máximo el periodo de su primer viaje a Cuba, puesto que en la página de su práctica en medicina interna el jefe de servicio anotó que la cumplió en dos etapas por ausentarse a partir del 9 de noviembre “por motivos particulares”. También resulta curioso conocer cuándo inició exactamente su internado en cirugía: el 9 de diciembre de 1967… solo 24 horas después de ser elegido secretario general del MIR en el III Congreso, celebrado en San Miguel. En el verano de 1968 concluyó esta etapa y realizó 216 horas en primeros auxilios, 84 de ellas en turnos nocturnos y el resto en jornadas vespertinas, feriados y fines de semana.

La referencia más detallada a sus excelentes cualidades como médico procede del breve informe que el 8 de julio de 1967 suscribió el doctor Jorge Sanhueza Cruz, jefe del Consultorio Tucapel, en el que funcionaba un innovador plan de medicina comunitaria con la participación de la municipalidad, el Servicio Nacional de Salud, la universidad y las organizaciones sociales. Valoró como “muy bueno” el trabajo clínico desempeñado por Miguel Enríquez: “Seguro y muy bueno en todas las clínicas. Conocimientos teóricos muy buenos. Práctica acertada y eficiente”. Calificó de “sobresaliente” su trabajo con la comunidad: “Interesado en todos los aspectos y en especial educación y conexión del consultorio con la población. Trabajó mucho y bien en este rubro”.

Tras concluir su periodo de internado el 31 de marzo de 1968, se desplazó a Santiago para rendir sus exámenes de pregrado y grado en la Universidad de Chile a fin de revalidar el título que la Universidad de Concepción le había otorgado con fecha 10 de enero de 1968. En el examen de pregrado de obstetricia, según escribió don Edgardo en sus memorias, le correspondió como examinador un profesor muy amigo del presidente Eduardo Frei Montalva. Debió atender a una embarazada durante cerca de media hora y posteriormente, ingresar al auditorio donde le haría preguntas… y se había congregado un público numeroso entre alumnos y profesores. El examinador le preguntó por su diagnóstico, y MiguelEnríquez sentenció que había sufrido un aborto. El profesor revisó la historia clínica, a la que el alumno no podía tener acceso, e intentó corregirle. “Amenaza de aborto, dirá usted…”. “Eso debe haber sido a su llegada anoche, a las 22 horas”, rebatió Miguel Enríquez. “Cuando a mí me la entregaron el aborto ya se había producido”. El profesor se enojó y le imputó habérselo causado. No obstante, el joven estudiante le explicó lo sucedido con argumentos profesionales y le detalló el tratamiento que hubiera recetado, sin prescribir un medicamento tradicional que acababa de ser suprimido para aquellos casos según se había concluido, le aclaró, en el reciente Congreso de Ginecología y Obstetricia celebrado en Montevideo. Y con ironía sentenció: “Veo, por sus preguntas, que usted no asistió a ese Congreso…”. No dudó tampoco en citarle la revista científica que había publicado las conclusiones. Recibió sobresaliente en aquella prueba y el auditorio le brindó una sonora ovación.

Una de las asistentes fue la doctora Beatriz Allende, quien entonces trabajaba en el Hospital San Juan de Dios: “La reacción no quería aprobarle y le pusieron pruebas muy difíciles, pero, ante el asombro de todos, sorteó todas las dificultades e incluso obtuvo una beca de neurocirugía. Solo trabajó cuatro meses, porque enseguida se dedicó a la lucha de lleno”. Con legítimo orgullo, don Edgardo registró que el menor de sus tres hijos varones también superó la última prueba académica: “En el examen de grado, ante la comisión presidida por el decano y el secretario general de la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile, obtuvo también la nota máxima. Esta no corresponde solamente a la calificación de ese examen, sino que es el resumen de todas las calificaciones obtenidas por el candidato a lo largo de todos los años de Escuela de Medicina, de los exámenes de pregrado y de la tesis o trabajo especial exigido antes de dar el grado”.

Muy pronto la lucha revolucionaria, que le exigía una dedicación absoluta, le apartó de su carrera. Nunca ejerció profesionalmente su profesión, para la que se había formado durante siete años. Pero Miguel Enríquez siempre conservó a su lado, como un tesoro, los libros de medicina

MARIO AMOROS (*)
(*) Historiador y periodista. Autor de Miguel Enríquez. Un nombre en las estrellas. Biografía de un revolucionario (Ediciones B, 2014). Prologado por el presidente de Bolivia, Evo Morales

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Miguel Enríquez: juramento y profecía
“Juro que viviré sin temor ni pusilanimidad, siguiendo sólo los dictados de mi conciencia, sin temor al ridículo, al qué dirán o a la opinión ajena. Si no fuera constitucionalmente valiente, me haré valeroso por la vía racional”. Lo prometió en un cuaderno privado que nunca pensó publicar. La anotación es del primero de enero de 1962. Miguel Enríquez tenía entonces 17 años.

Ya vivía conforme a lo que le dictaba su conciencia y por eso, fue a juntarse con otros, también muy jóvenes, entre los alumnos de la Universidad de Concepción. Querían hacer de Chile una tierra de justicia, libertad y solidaridad. Se acercaron a los trabajadores, a los pobladores, a otros jóvenes cuyas familias no podían costearles estudios superiores. Y en 1965 crearon el Movimiento de Izquierda Revolucionaria que pronto se convertiría en instrumento indispensable para la causa popular.

En 1967 Miguel asumió la secretaría general de la organización y la dirigió hasta el día que libró su último combate.

El MIR había nacido en el centro de una década caracterizada por la prodigiosa rebeldía juvenil que en todos los rincones del planeta se empeñó por transformar el mundo y hacerlo a su manera, sin dogmas ni estereotipos, con la vitalidad, la frescura y el optimismo de quienes se sabían dueños del futuro. Eran tiempos en que muchos entonaban un nuevo himno revolucionario: “All you need is love”. Sólo necesitas amor, coreaban multitudes que se imaginaban capaces de conquistar el cielo.

El mundo era complejo y contradictorio. La guerra fría con su amenaza de aniquilación universal y la erección de bloques sometidos a rígidos patrones sectarios; las disputas entre dos potencias que reclamaban para sí la paternidad del socialismo y contaminaban con su antagonismo a las fuerzas progresistas; la rebelión de pueblos largamente silenciados que en Africa y Asia iluminaban la senda hacia una Humanidad nueva.

El imperio estadounidense, entonces en el cénit de su hegemonía, mantenía indiscutido dominio sobre América Latina aunque enfrentaba el insólito desafío de una pequeña isla del Caribe. La Revolución Cubana impactó con fuerza en un continente que Washington trataba cual traspatio seguro. En la Izquierda tradicional, Cuba encontró cuestionamientos y sospechas; en la derecha y su amo foráneo, el odio vengativo; en la nueva generación, a émulos románticos y altruistas. Diseñar una estrategia propia y forjar instrumentos capaces de hacerla realidad era una misión tan difícil como riesgosa y necesitaba de una estirpe de constructores diferentes, capaces de pensar por sí mismos y actuar siempre guiados por auténticos sentimientos de amor. Así fue Miguel y así fue el MIR.

El MIR fue ejemplo de búsqueda perseverante de una ruta certera en aquel entorno enmarañado. Nació luchando contra la represión de un engendro demagógico fabricado por Washington para privar al pueblo chileno de una victoria que pareció cercana aun antes del 59 cubano. Creció, convencido de que el socialismo no sería “calco ni copia” sino “creación heroica”, bregando junto a los explotados. Con ellos, estuvo después, defendiendo el triunfo popular que llevó a La Moneda a Salvador Allende y esforzándose por hacer avanzar su proyecto renovador.

El presidente mártir tuvo en Miguel siempre al aliado más sincero y desinteresado. Supo ver los riesgos que afrontaba el gobierno legítimo y advirtió los peligros provenientes de la traición y la inconsecuencia. Anticipándose a la tragedia que se acercaba convocó al pueblo a la resistencia y a marchar “adelante con toda la fuerza de la historia”.

A partir del golpe militar del 11 de septiembre de 1973 fue alma y motor de la resistencia a un régimen que no conoció límites en su atrocidad. En la más dura clandestinidad, afrontando el terror y el desánimo, agrupó fuerzas dispersas y durante más de un año dirigió personalmente la lucha armada. Su hazaña, síntesis del heroísmo colectivo, fue prueba suprema de fidelidad perenne a los ideales y sueños que animaron su vida desde la más temprana juventud.

Los fascistas lo señalaron como a su peor enemigo. Contra él y su partido crearon destacamentos especiales que los persiguieron con saña perversa. “El MIR no se asila”. Así de simple fue su respuesta.

La tiranía desató contra él una verdadera cacería. Finalmente, valiéndose de la tortura, la desaparición y muerte de militantes, el 5 de octubre de 1974 lograron ubicar la vivienda en la comuna de San Miguel donde había hallado precario refugio. No era una fortaleza, pero el lugar fue sitiado por un nutrido contingente de agentes, fuertemente armados, incluyendo una tanqueta y un helicóptero, que atacaron sin cesar la casa donde resistía un hombre solitario. Sólo se atrevieron a entrar cuando ya Miguel no podía defenderse. Yacía con diez balazos en el cuerpo.

Miguel, sin embargo, seguía causando pavor a sus cobardes asesinos. Secuestraron su cuerpo y sólo accedieron a entregarlo a su familia, que lo reclamó con insistencia, dos días después. Lo acompañaron al cementerio ocho familiares y un ramo de flores. Y centenares de esbirros, uniformados o con atuendo civil, mostrando, temblorosos, sus ametralladoras.

Se escuchó allí, entonces, la voz de una mujer valerosa: “Miguel Enríquez Espinosa, hijo mío, tú no has muerto. Tú sigues vivo y seguirás viviendo para esperanza y felicidad de todos los pobres y oprimidos del mundo”.

Cuarenta años después, nadie lo dude, Miguel sigue presente y estará con nosotros hasta la victoria siempre.

RICARDO ALARCON DE QUESADA

En La Habana