Los dilemas de Dilma (Brasil) – Por Agustín Lewit

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A esta altura una cosa parece clara en Brasil: la política de austeridad y ajuste implementada por Dilma Rousseff ni bien comenzó su segundo mandato hace ocho meses -lo cual supuso alejarse tanto de los lineamientos ideológicos del PT como del rumbo de las tres gestiones anteriores de dicho partido- resultó un fracaso -como mínimo- en un triple sentido.

Primero: lejos de los argumentos que sostenían que el ajuste era compatible con el crecimiento, dichas medidas no lograron en absoluto reactivar la economía: Brasil terminará el 2015 con la mayor tasa de inflación de los últimos doce años, con una caída en picada de la inversión privada, un índice de desocupación récord en el último lustro y con una contracción del PBI estimada en 1,24%, lo que significa, en suma, el peor desempeño económico desde 1990.

Segundo, y contrariando cálculos ingenuos, las medidas ortodoxas no lograron frenar la presión de los sectores concentrados, que, por el contrario, vienen profesando un odio creciente hacia el PT. Desde el 2003, en ningún otro momento como ahora -ni siquiera en los turbulentos tiempos del Mensalao, el caso de corrupción que golpeó a Lula allá por el 2005- el gobierno del PT se encontró tan fuertemente jaqueado por la oposición política y mediática y con un serio riesgo de una salida anticipada. Es más, si el impeachment contra Dilma no prosperó hasta ahora fue -apenas- porque la oposición no logró congeniar una posición común sobre el mismo: hay sectores, como el que comanda el excandidato presidencial del conservador PSDB, Aécio Neves, que insisten a toda costa porque Dilma se vaya cuanto antes, y otros, encabezados por el gobernador paulista Geraldo Alckim y el senador y excandidato presidencial Jose Serra, que entienden que es mejor que la crisis se extienda cuanto se pueda para que barra toda chances del candidato oficialista en las elecciones presidenciales de 2018, donde todo el mundo da por descontado que será Lula da Silva.

Tercero, y fundamental: la aplicación del ajuste y la designación de un personaje como Joaquim Levy al frente de la cartera de Hacienda, medidas notoriamente contrarias a lo que el propio PT prometió en campaña, han provocado profundos cortocicuitos con una importante cantidad de movimientos sociales que históricamente fungieron como aliados al partido de Dilma y Lula, tal como el Movimiento Sin Tierra (MST) o la Central Única de los Trabajadores, como así también una fuerte pérdida de legitimidad en un grueso sector de los votantes petistas. Ello, sumado a que el PT tampoco destinó muchos esfuerzos a lo largo de estos doce años por reforzar su apoyo orgánico, han debilitado mucho su poder de resistencia.

En suma, descartando una salida anticipada del Palacio de Planalto, cuesta imaginar una situación peor para el gobierno: crisis económica sin prontas mejoras a la vista, una oposición con una actitud cada vez más desestabilizadora y una base social tan debilitada como poco motivada. Para colmo, la por ahora inevitable alianza del PT con el difuso y zigzagueante PMDB -el partido político más grande de Brasil- se presenta desde hace tiempo siempre a punto de estallar, lo cual -en un presidencialismo de coalición como el brasileño y con la escasa tropa legislativa con la que cuenta el oficialismo (69 diputados sobre 513 y 12 senadores sobre 81)- indefectiblemente marcaría el final para la gestión de Dilma.

Ahora bien, ¿tiene restos el gobierno brasileño para salir del atolladero? Siempre es mejor creer que sí. La pregunta es por dónde, lo que, en política, supone también preguntar con quién. Las posibilidades no parecen muchas para Dilma y los suyos: o se decide continuar cediendo a la ortodoxia neoliberal y a una agenda definidamente conservadora, aún cuando se sepa que eso no calmará a las fieras ni por asomo pero sí profundizará cada vez más la soledad del gobierno, o bien, se puede intentar al menos recuperar la memoria y tratar de volver a alinearse con lo que el PT supo ser tanto dentro como fuera del poder, tal como numerosos movimientos sociales y políticos vienen reclamando hace tiempo y lo han vuelto a hacer con fuerza ayer en distinto estados. Esta última opción, aunque tiene sus riesgos, al menos parece la más digna. Lo cual no es poco.

 

*Investigador del Centro Cultural de la Cooperación. Periodista de Nodal.

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