En la mira de Estados Unidos

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En la mira de Estados Unidos

Andrés Mora Ramírez, desde San José de Costa Rica

Estados Unidos posa sus ojos sobre Centroamérica y esto debería llevarnos, despojados de toda ingenuidad, a comprender los peligros que históricamente ha entrañado su presencia activa en el devenir de nuestros pueblos y de nuestras repúblicas, y que ahora, de nuevo, nos emplaza para pensar nuestro lugar en el continente y en el mundo.

Five or none, las cinco o ninguna: tal era el lema que ondeaba en las banderas de los batallones de filibusteros que, al servicio del proyecto esclavista de los oligarcas del sur de los Estados Unidos y de la expansión del incipiente imperio, se lanzaron sobre Centroamérica a mediados del siglo XIX. El tiempo ha pasado –más de un siglo y medio-, y mucho ha cambiado el mundo desde entonces; pero aquella funesta expresión: las cinco o ninguna, sigue vigente como proclama de una voracidad insatisfecha en las entrañas del norte revuelto y brutal –al decir de José Martí-. Y también podría ser útil para comprender, en perspectiva histórica, el nuevo giro de la política exterior estadounidense para la región centroamericana, ahora encubierto bajo la retórica de la prosperidad y el desarrollo económico, pero con el mismo afán de apuntalar la dominación del istmo.

Está en marcha una reconfiguración de la política exterior estadounidense que, súbitamente, perfila a la subegión como prioridad, al mismo nivel de China, Rusia o los vectores de conflicto en el Medio Oriente. Para encontrar un antecedente similar de protagonismo de Centroamérica en el diseño de las políticas imperiales, sería necesario remontarnos a las décadas de 1970 y 1980, cuando el contexto de las guerras civiles centroamericanas sirvió de escenario –y acaso también de excusa- para el intervencionismo y la colisión de los intereses de los Estados Unidos y la Unión Soviética.

Las preguntas son inevitables: ¿por qué un espacio geográfico y humano marginal –desde la perspectiva de los poderes globales dominantes-, prácticamente invisibilizado en los informes y estudios de prospectiva estratégica que realizan las principales agencias de inteligencia estadounidenses (salvo por la preocupación ante el avance del crimen organizado y el narcotráfico), y relegada de los debates y discusiones en los principales foros mundiales, en cuestión de meses ha visto subir sus acciones geopolíticas?

¿Por qué el Departamento de Estado despliega una intensa campaña diplomática para posicionar la idea de que es preciso “construir un nuevo tipo de Centroamérica”, y que la responsabilidad de esa tarea, el deber ineludible por obra y gracia del destino manifiesto, recae en los Estados Unidos?

Washington parece actualizar sus lecturas geopolíticas y reconoce, con una alta dosis de realismo, la confluencia de otros competidores en el territorio ístmico, e incluso en el Caribe.

El proyecto del Gran Canal de Nicaragua, que concita el interés de China y Rusia en la eventual nueva ruta transoceánica; la continuidad de las relaciones China-Costa Rica y la profundización de la diplomacia asiática de inversión en infraestructura; la construcción de foros de integración latinoamericana y caribeña como la CELAC, desde los que se articulaban posiciones como bloque ante otros actores globales (Unión Europea, África, los BRICS).

E incluso la llegada tardía de los Estados Unidos al proceso de normalización de las relaciones con Cuba, cuando ya América Latina, China y Rusia han avanzado en acuerdos de inversión y cooperación con la isla, han obligado a los funcionarios del Departamento de Estado a replantear sus movimientos en el ajedrez del poder en el sistema internacional.

Si a esto se suma la posibilidad de que en los próximos 15 años Estados Unidos pierda su hegemonía frente a China, un escenario que proyecta el informe Global Trends 2030, elaborado por el Consejo Nacional de Inteligencia, resulta lógica la preocupación de la Casa Blanca por revertir estas tendencia y asumir el desafío estratégico que supone la presencia de otras potencias en su tradicional zona de influencia.

Construir un nuevo tipo de Centroamérica definitivamente es indispensable, y lo sabemos bien. ¿Pero esa tarea la emprenderán ellos, los imperialistas, o de una vez por todas la asumiremos nosotros, los centroamericanos y las centroamericanas? He ahí la cuestión de fondo.

*Académico costarricente, Universidad Nacional de Costa Rica 


El Plan Alianza para la Prosperidad

Edición del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE)

Los presidentes de Guatemala, Otto Pérez Molina; Honduras, Juan Orlando Hernández; y de El Salvador, Salvador Sánchez Cerén, presentaron en Washington la iniciativa del plan Alianza para la Prosperidad del Triángulo Norte, con la que los tres gobiernos buscan generar más y mejores oportunidades de desarrollo para su población.

La iniciativa tripartita, que surge ante el incremento en la migración de niños, niñas y adolescentes no acompañados hacia los Estados Unidos, parte de un enfoque integral, con el que se reconoce la multicausalidad del problema y se apunta a atenderlo en todas sus dimensiones, con medidas en el mediano y largo plazo.

Los mandatarios indicaron que esta Alianza, construida con la colaboración del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), centrará su trabajo en cuatro pilares fundamentales: desarrollo productivo, inversión en capital humano, seguridad ciudadana y fortalecimiento de las instituciones locales.

Así, desde el primer pilar, se buscará la promoción de sectores productivos estratégicos y la atracción de inversiones; con el segundo se pretende fortalecer la formación técnica y vocacional para el trabajo, estrechando vínculos entre el sistema educativo y productivo, de manera que se creen mayores oportunidades laborales, de calidad e incluyentes para nuestros jóvenes, ayudando de manera sostenible a la reducción de la pobreza.

En el pilar de seguridad ciudadana, se reforzarán los programas de prevención de la violencia y la capacidad de gestión de las fuerzas policiales. Y, finalmente, en el de fortalecimiento institucional, se mejorará la capacidad financiera de los Estados, así como los mecanismos de transparencia y lucha contra la corrupción

Desde esas áreas estratégicas de acción, las tres naciones centroamericanas iniciarán entonces una labor que se concibe como complementaria de sus propios planes de desarrollo, pero focalizándose en aquellos territorios donde se identifican mayores flujos migratorios.

Este plan, señalaron los gobernantes, cuenta con la firme voluntad de los tres países por atender las raíces estructurales de la migración, así como con un compromiso de destinar los recursos financieros que sean necesarios para la implementación del mismo.

El acompañamiento de la comunidad internacional y del sector privado, subrayaron, será también vital para su puesta en marcha, por lo que exhortaron a los demás países, a organismos internacionales y empresarios a respaldar la iniciativa.

Los mandatarios manifestaron su complacencia por la atención que desde ya distintos actores han brindado al plan, reiterando la disposición de sus gobiernos para trabajar de manera conjunta en el tratamiento de este tema

El Triángulo Norte de Centroamérica es una de las zonas más violentas con un fuerte flujo migratorio hacia Estados Unidos, razón por la cual se puso en marcha este plan desde el año 2014, por el expresidente Barack Obama. Desde la elección de Trump, varios funcionarios estadounidenses dieron garantías del apoyo de EE.UU. al programa. Pero con la seguridad de la región como tema central, el enfoque inicial de este programa cambia.

¿Militarizar Centroamérica?

El hecho de que Washington convoque a los miembros del Triángulo Norte de Centroamérica a debatir en materia de seguridad supone el interés injerencista de militarizar la zona, bajo el pretexto de desalentar la migración y combatir el narcotráfico.

Varios ejemplos demuestran que a través de pactos similares al Plan de la Alianza para la Prosperidad se han instalado en la región bases militares estadounidenses. El Plan Mérida constituyó una estrategia de alianza para la seguridad de la frontera, que se concretó con la coordinación entre cuerpos militares y policiales mexicanos bajo control de Estados Unidos.

El Plan Colombia es otro ejemplo de intervencionismo político, económico y militar en la región Latinoamericana. Con el pacto se pretendió generar una revitalización social y económica, terminar el conflicto armado y crear una estrategia antinarcóticos. Lo que realmente fue: una pantalla para cubrir la implantación de fuerzas armadas estadounidenses en ese país.

América Latina es uno de los principales focos territoriales del mundo donde Estados Unidos pretende ejercer un control debido a que suministra 25 por ciento de todos los recursos naturales y energéticos que necesita. La instalación de fuerzas militares es el modo de ejercer control hegemónico en la región.


Estabilizar Centroamérica neoliberal, desestabilizar Suramérica progresista

Ollantay Itzamaná, desde Ciudad de Guatemala

Los últimos teatros simultáneos de “acciones ciudadanas” en los últimos tres años en la Centroamérica neoliberal y en la Suramérica posneoliberal tienden a confundir a “actores” y espectadores, incluso a los/as de “pensamiento progresista”.

Sin desparpajo, en Tegucigalpa (Honduras), como en la ciudad de Guatemala, los embajadores estadounidenses estuvieron protestando, en medio de las multitudes que ocupaban plazas y calles, en contra de los gobiernos neoliberales corruptos.

Ambos embajadores arengaron (desde los medios corporativos) y cofinanciaron (mediante Usaid) las multitudinarias protestas citadinas con la finalidad de reestabilizar social y políticamente la región para la continuidad del régimen neoliberal, y desactivar/desinflar cualquier posibilidad de articulación de las resistencias comunitarias frente al despojo neoliberal.

Aunque en dichas acciones colectivas hubo actores conscientes que, ahora, no saben cómo explicar lo ocurrido. En la contienda geopolítica (Norte versus Sur), Centroamérica se constituye en la frontera viva geoestratégica cuyo destino presagiaría el resultado de esta contienda.

El gobierno de EE.UU. sabe que éste, “su territorio de enclave”, está en juego. Además, sabe que el enemigo interno regional a sus intereses ya no es el comunismo de antaño, sino los movimientos indígenas-campesinos en defensa de sus territorios que, inspirados en los idearios emancipatorios de Unasur-Celac, podrían disputarles el poder político a sus predilectas oligarquías nacionales en Centroamérica neoliberal.

Por eso, esta vez, alternó por la “vía pacífica” apaciguar los ánimos caldeados de la indignación creciente. Mientras se exorciza a Guatemala y a Honduras del inevitable surgimiento de indeseados sujetos sociopolíticos insumisos, y reinstaura en la región la gobernabilidad neoliberal, en Venezuela, Ecuador, Bolivia, Argentina, Brasil, Nicaragua, etc., los mismos sectores y actores (mediante sus ONG, iglesias, partidos políticos, relacionistas públicos, analistas, periodistas, centros académicos, etc.) emprenden una guerra sin cuartel para desestabilizar a los gobiernos progresistas (con éxitos y frracasos).

Desde los medios masivos de información se intenta desprestigiar a estos gobiernos acusándolos de “autoritarios”, “dictadores”, “antidemocráticos”, etc., aunque en estos países hay más mecanismos de participación democrática que en toda Centroamérica y los EE.UU. juntos. La economía se democratiza hacia las capas populares mediante la redistribución de las ganancias.

La educación superior y la ciencia se universalizan como nunca en la historia latinoamericana. Pero, con estos y otros históricos impactos positivos en beneficio de los “parias” de las repúblicas bicentenarias, las minorías acostumbradas a los privilegios y/o al servilismo euronorteamericano no dan tregua en sus acciones desestabilizadoras.

Incluso actores y agentes de la clase media progresista (“intelectuales”) frecuentan la Centroamérica neoliberal para difamar y desinformar sobre los gobiernos progresistasdel Sur, como si en estos lares ignorásemos lo que está ocurriendo en otras partes del mundo.


Los movimientos ciudadanos y EEUU

Edición del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE)

Hay quienes se preguntan si los grandes movimientos ciudadanos que han surgido en Honduras y Guatemala representan la posibilidad de una revolución y, en tal caso, qué género de revolución. Ante la aparición de fenómenos de esa envergadura y los procesos que a partir de ahí podrán desatarse (o ser desviados, o dejarse de continuar) ¿cuáles son las reacciones de Estados Unidos, el otro gran actor regional?

Contestar tales preguntas amerita una breve disquisición previa. Los países del Triángulo Norte, como la mayoría de sus vecinos, están entrampados entre un conjunto de obstáculos al desarrollo. Sobre todo, las desigualdades y rezagos de su estructura de relaciones sociales, de donde derivan las deficiencias  institucionales que hemos mencionado.

Tanto la delincuencia organizada –ya sea de cuello blanco o de cuello sudado– como la corrupción gubernamental y privada son indicios visibles de un iceberg de mayor magnitud y complejidad que los genera. Sin embargo, unos indicios capaces de provocar dinámicas adicionales e incidir sobre otros aspectos de la realidad.

No cabe recapitular aquí la acumulación histórica de formas de explotación y represión –así como de resistencia y rebelión–, ni sus efectos socioculturales, que están tras las cifras regionales de desempleo e informalidad, pobreza, insalubridad, etc. Pero sabemos que eso se corresponde con una estructura de las relaciones de poder, del Estado, la política y la gestión pública que no sólo dejan de corregir de raíz esos males, sino que viabilizan su existencia y reproducción, dado que son el poder, la política y la gestión estatal que resuelven lo que les interesa a quienes dominan esas estructuras.

En gran parte del mundo, pero sobre todo en el subdesarrollado, esas desigualdades e injusticias estructurales continuamente arrojan población fuera de las actividades más rentables de la economía. Generan trabajo depreciado, desempleo e informalidad, población desplazada y “sobrante” y, con ello, disgusto social y emigración.

Un estudio reciente del PNUD y la FAO en el Triángulo Norte desdijo al acostumbrado discurso norteamericano, al demostrar que el hambre es la mayor causa de emigración hacia EE.UU., más que la violencia o la inseguridad.

Antaño emigrar fue una esperanza; hoy es el modo de fugarse para sobrevivir. Y su expresión más dramática se presentó en 2014, cuando millares de menores sin compañía de adultos intentaron llegar a ese país, en una saga amarga que a muchos nos recordó la medieval Cruzada de los Niños. La sumisión de las otras clases sociales tiene un límite, como los jóvenes, la clase media y sectores populares aún desorganizados lo están demostrando.

Por otro, el desenvolvimiento del capitalismo incluso en el subdesarrollo no puede repetir indefinidamente las formas primarias de acumulación primitiva del capital. Su progreso y globalización requiere renovar las fuerzas productivas –incorporar nuevas tecnologías, reactualizar técnicas de gestión y crear otros mercados–, donde no encajan las viejas formas de explotación.

No solo el pueblo desposeído y la clase media necesitan darle vuelta a la situación y encontrar opciones programáticas y organizativas para lograrlo. En los países del Triángulo del Norte, ese desarrollo también desgaja al capital entre los explotadores aferrados a los viejos métodos y quienes buscan invertir en alternativas de nueva efi ciencia.

Se rivaliza entre rudos y técnicos por el control de las manijas del gobierno y la ley. Los primeros, enfrentando creciente resistencia popular; los segundos, reconociendo la necesidad de capacitar y motivar trabajadores más calificados.

En Guatemala y Honduras, esa disyuntiva entre antiguas y nuevas formas del desarrollo capitalista también explica que algunos grupos empresariales –tanto locales como transnacionales– secunden las movilizaciones ciudadanas, jugando una carta de dos caras. Una procura determinados cambios, como buscar una gestión gubernamental más racional y fiable, sanear los órganos del Estado e instituciones, para obtener servicios más eficientes y lograr una administración de Justicia, donde litigar con transparencia las querellas que interesan al capital nacional y foráneo.

Y, finalmente, establecer un sistema electoral y un Parlamento representativos donde quepa concertar acuerdos en los que el capital pueda confiar a largo plazo. A la par, su otra cara busca que los acontecimientos no desborden los límites de la racionalidad capitalista y evitar que puedan darse izquierdazos que desborden ese objetivo o lleven al caos y el retorno al despotismo militar. Aunque este progreso acotado es mucho menos de lo que los dirigentes populares desean.

Así las cosas, en el horizonte inmediato no estamos ante revoluciones sino frente a rebeliones ciudadanas por el saneamiento cívico de la nación, en contextos de crecida inseguridad ciudadana y violencia criminal, tanto delictiva como política. Ni ética ni políticamente, ninguna opción progresista o de izquierda puede sustraerse de un movimiento de masas contra la corrupción. Quienes alegan que eso no basta deben asumir la responsabilidad de organizar y darle viabilidad a algo mucho mayor.


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