La amenaza a las instituciones – Diario El Mostrador, Chile

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

No es ni un mal momento económico ni una conflictividad social más allá de lo habitual lo que mantiene la sensación de crisis en la actual coyuntura política del país. Es la crisis de la elite política la que marca la agenda y provoca esa percepción y esa realidad. Ella, con una falta de talento y claridad de ideas digna de subrayarse, se empecina de manera obtusa en armar un puzle de acuerdos políticos transversales que se orientan a dejar sin responsables la corrupción del financiamiento de la política, creando de facto un cerco de protección de los poderes corruptores, más allá de toda consideración por la salud institucional del país.

Tal atmósfera no es algo de generación espontánea ni menos una infeliz coincidencia de hechos luctuosos para la democracia. Ha sido alimentado lenta y sostenidamente por una manera de hacer política en nuestra democracia, que mezcló de manera indebida el interés privado con el público, que ocultó el origen de las decisiones al escrutinio público, y desarrolló un juicio vulgar acerca de lo que son un Gobierno y un Estado en forma. En tal contexto, la política, como instrumento en manos de oligarquías partidarias sin doctrina ni convicción republicana, se transformó en un emprendimiento de audaces, cuyas acciones han instalado un deterioro institucional progresivo del país, quizás sin retorno para el actual ciclo democrático.

El proceso ha ido en paralelo a una enorme brecha de legitimidad entre la política y la ciudadanía, y es precisamente esa distancia, la que le impide a la elite política percibir que la transparencia y la responsabilidad en lo público que la gente exige, son derechos de nueva generación a los cuales no está dispuesta a renunciar. Es esa convicción la que puede transformar esa distancia ciudadana en un acicate para el surgimiento de caudillismos por fuera del sistema o, simplemente, para originar brotes de resentimiento o ingobernabilidad que alteren la vida institucional del país.

Por ello parece tan urgente la búsqueda de una solución que reoriente estrategicamente al país. Las sugerencias generales sobre la necesidad de diálogo y acuerdo político, como la forma ideal para encauzar el nuevo rumbo, con resguardo de la fortaleza institucional y la paz social del país, indudablemente son el marco adecuado. Pero a la hora de concretar contenidos y hacer específicos los acuerdos, surge la presión y el uso del miedo como los mecanismos preferidos, enervando las dificultades económicas y presentando el cambio como una amenaza al crecimiento y la paz social. Esto no solo por parte de quienes son oposición al Gobierno, sino también de sectores internos del propio oficialismo.

Así, mientras el Gobierno sigue preso de sus propias contradicciones internas y su incapacidad de armonizar posturas y vocerías, la mayoría de los actores políticos se dedican a instalar el tema de la estabilidad institucional como rehén de los actuales poderes constituidos, que siguen insinuando que cualquier solución que acuerde estará lo más lejos posible del control, la transparencia y la responsabilidad.

La política es por esencia dialógica y la estabilidad política y el desarrollo en un país plural como Chile depende, en gran medida, de la propensión al diálogo y de los acuerdos políticos entre todos los sectores y fuerzas. Nadie puede estar en desacuerdo con algo tan obvio y, cada vez que ha existido, al país le ha ido bien. Pero el contenido específico de los acuerdos es fundamental, pues el no puede disolver o demoler la base institucional del Estado, volver instrumental todos sus procedimientos, ni menos poner el interés particular de algunos por encima de la igualdad ante la ley. La responsabilidad de los que fueron elegidos por la ciudadanía es representarla en sus intereses y no transformarse en gestores autónomos de intereses particulares.

El fracaso del Gobierno hasta ahora para orientar de manera clara una rectificación política de los problemas que aquejan al sistema, entre ellos los que acabamos de señalar, no debe hacernos olvidar que la línea de base de toda recomposición política es la institución Presidencia de la República, la que no es solo el gran mecanismo e instrumento político al que aspiran todas las fuerzas que pugnan o ejercen el Gobierno, sino también el eje sobre el cual pivotea toda la institucionalidad de la República.

Por lo mismo, la demanda de transparencia que se hace a La Moneda en cuanto a sus orientaciones estrategicas debe ser interpretada como una justa condición para un desarrollo estable y normal del país. Ni cabe aquí ni el autoritarismo ciego ni la ambigüedad como mecanismo para desorientar o someter a adherentes y adversarios, ni menos son instrumentos adecuados en momentos de crisis.

Tampoco corresponde, ya sea por omisión o acción, manipular o presionar para que las instituciones de la administración del Estado se transformen en una arena política donde se enfrentan los poderes en pugna. Su funcionamiento es para todos los ciudadanos como garantía de igualdad ante la ley, de legalidad y no discrecionalidad en las decisiones. Cualquier acto tendiente a lesionar estos principios agrede políticamente al Estado y es, eventualmente, un delito.

Menos aún, entonces, los poderes políticos constituidos –sean partidos políticos, Gobierno o poderes económicos– podrían poner en el centro de sus acuerdos de manejo actual de la crisis, circunstancias o condiciones que lesionaran el carácter esencial de las instituciones públicas, como se viene insinuando en torno al Servicio de Impuestos Internos (SII), la Corfo o el propio Ministerio Público, ya sea privándoles de su autonomía, presionando sus condiciones financieras o negociando las designaciones de su dirección superior más allá de los requerimientos profesionales que tienen.

En la actual crisis, lo peor que podría ocurrir es que –aprovechándose de los vacíos de dirección institucional de muchos altos cargos en organismos del Estado, entre ellos de algunos que tienen un papel muy activo en las investigaciones en curso sobre corrupción en el financiamiento de la política, como la Fiscalía Nacional o el SII– alguien tuviera la tentación de someterlos a criterios que contradigan la intangibilidad institucional de la República.

En medio de una crisis de elite como la actual, signada por la falta de confianza, de transparencia y acciones de dudosa probidad, resulta más necesario que nunca la plena vigencia de los valores de orientación del sistema político democrático, como son la transparencia, la igualdad ante la ley y el derecho social a la información y a la libertad de expresión. Al mismo tiempo, se impone la mayor austeridad de lenguaje y una sensibilidad adecuada en relación con los gestos y acciones simbólicas en cuanto a su significado político. En momentos de crisis los gestos hablan más que las palabras y eso no debe ser olvidado por una elite política golpeada tan fuertemente en su prestigio.

No es la primera vez que el país debe enfrentar una crisis de esta naturaleza, ni que sus elites busquen en negociaciones soluciones que no les afecten en su posición de fuerza. Pero esta vez ello está ocurriendo en un ambiente social y cultural diverso, con libertad de prensa y la construcción permanente y activa de una memoria colectiva manejada desde la ciudadanía, que impide que tales abusos se transformen en realidad histórica. Esta vez existe un verdadero escrutinio ciudadano del poder y una prensa que informa.

El Mostrador

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