América Latina: Reconquista y fractura – Por Andrés Mora Ramírez

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Por Andrés Mora Ramírez*

América Latina sí le importa a Trump y sus secuaces, pero sólo como espacio de dominación, como patio trasero que se exhibe como posesión y al que se gobierna con la ley del imperio. Para reconquistar, fractura lo que tomó más de una década articular.

América Latina sufre una nueva escalada de la presencia militar de los Estados Unidos en la región. Al amparo de la retórica de la cooperación en materia de seguridad y la lucha contra el narcotráfico, Washington lleva adelante un plan de reposicionamiento en América Latina que va de la mano de las distintas expresiones que asume la restauración neoliberal: la de la judicialización de la política y los golpes blandos, la de la guerra mediática como estrategia de desinformación y como mecanismo de control de la opinión pública, la de las nuevas alianzas instrumentales entre la derecha y las iglesias pentecostales afines a la teología de la prosperidad.

Algunos acontecimientos de los últimos meses dan prueba de la reconquista imperial que está en curso: la reciente firma de un convenio de cooperación en seguridad entre Ecuador y los Estados Unidos para la creación de una Unidad de Investigaciones Criminales Transnacionales, y la visita de militares y asesores del Comando Sur a Quito para conversar con las autoridades ecuatorianas para “escuchar las ideas y preocupaciones de las autoridades de defensa civiles y militares”, alerta sobre un retroceso del gobierno de Lenin Moreno en comparación con la política soberana desplegada por el expresidente Rafael Correa, que tuvo como punto referencial el cierre de la base militar aérea estadounidense de Manta.

En Argentina, la DEA instalará una “fuerza de intervención” (task force) en Misiones, al norte del país, con el argumento de la lucha contra el narcotráfico y el terrorismo, según lo anunció el pasado mes de febrero la ministra de seguridad Patricia Bullrich, en el marco de una visita oficial a Washington. Y no olvidemos que, actualmente y hasta el mes de junio, Estados Unidos desarrrolla en Panamá los ejercicios conocidos como operación Nuevos Horizontes, con la presencia de 415 militares en el istmo; y en noviembre del año pasado, en la frontera entre Brasil, Colombia y Perú, se realizó la operación América Unida (Amazonlog 17) en coordinación con los ejércitos de esos tres países y las fuerzas estadounidenses. Tanto en Panamá como en la Amazonia, la acción militar se desplegó bajo el supuesto de una intervención multinacional organizada para atender una “crisis humanitaria”, casualmente, como la que se invoca una y otra vez para azuzar la situación política en Venezuela.

Todo esto ocurre mientras contemplamos la crisis de la UNASUR, desatada por la decisión de seis gobiernos de derecha -Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Perú y Paraguay- de suspender su participación en el organismo suramericano; una crisis que, a su vez, es un capítulo de otra crisis mayor, a saber, la del proceso de integración regional múltiple, diversa y soberana, que se empezó a forjar en la primera década del siglo y que permitió dar pasos hacia la construcción de una nueva arquitectura de las relaciones latinoamericanas y caribeñas, basadas en principios de complementariedad, solidaridad y reconocimiento de las asimetrías, reconocimiento de las diversidades culturales y sociales, democratización de la vida social en todos sus ámbitos, soberanía y autodeterminación de los pueblos.

La ausencia del presidente Donald Trump en la Cumbre de las Américas celebrada en Lima el pasado mes de abril, y el desaire protagonizado por la delegación estadounidense al abandonar intempestivamente las sesiones de ese foro panamericanista, justamente el día que se ordenó el nuevo bombardeo a Siria, llevó a algunos analistas a afirmar que América Latina no le interesa a Washington. A la luz de los elementos y tendencias que configuran la actual coyuntura regional, sería preciso un matiz a tal afirmación: América Latina sí le importa a Trump y sus secuaces, pero sólo como espacio de dominación, como patio trasero que se exhibe como posesión y al que se gobierna con la ley del imperio.

Para reconquistar, fractura lo que tomó más de una década articular. Divide para vencer, porque Estados Unidos no quiere socios ni aliados en nuestra América -como lo llegó a insinuar el expresidente Barack Obama, con su retórica y su praxis del smart power-; Estados Unidos no pretende una relación de iguales, porque jamás ha sido ese su objetivo: la Casa Blanca solo admite vasallos. Esa es la realidad. Esperar otra cosa sería ingenuo.

Por eso, la posibilidad de que América Latina se constituya en una región más soberana e independiente, pasa por la unidad y la integración plenas. Una integración necesariamente contrahegmónica y sin tutelas externas. Como bien lo dice el historiador cubano Sergio Guerra Vilaboy, “la integración y la unidad de América Latina y el Caribe, en su enorme pluralidad, riqueza y matices, sigue siendo hoy, como ayer, todavía un hermoso sueño, al mismo tiempo que una apremiante necesidad histórica ante los desafíos del nuevo milenio. Ahora, más allá de cualquier diferencia secundaria, es la lucha común por la supervivencia, frente a un mundo cada día más injusto, lo que debe hermanar a todos los países de América Latina y el Caribe en busca de la total soberanía y su completa independencia”.

(*) Académico e investigador del Instituto de Estudios Latinoamericanos y del Centro de Investigación y Docencia en Educación, de la Universidad Nacional de Costa Rica.

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