Los migrantes malditos de Haití – Por Maximiliano Sbarbi Osuna, especial para NODAL

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

Por Maximiliano Sbarbi Osuna*

Las relaciones entre Haití y el resto de América Latina nunca fueron muy activas. El país caribeño se comportó como una pieza aislada en un continente cuya identidad histórica y cultural parece ser común.

Doscientos años sin contactos oficiales importantes separan a Haití de la llamada Patria Grande. El último acercamiento de relevancia sucedió cuando el entonces presidente Alexandre Pétion asiló a Manuel Dorrego y además le prestó un ejército a Simón Bolívar para la liberación de la gran Colombia.

Recién en 2004, un contingente de tropas latinoamericanas bajo la misión de la ONU denominada MINUSTAH arribó al territorio haitiano con la misión de poner orden tras el derrocamiento del presidente constitucional Jean-Bertrand Aristide.

Guerrillas armadas por el gobierno norteamericano de George W. Bush y de Francia, con apoyo logístico de la República Dominicana se sublevaron contra Aristide, cuyas políticas comenzaban a resultar molestas para el neoliberalismo.

Aun faltaban seis años para que el violento terremoto, que dejó más de 300 mil muertos, destruyera casi todo lo que quedaba en pie en este país agredido por las deudas postcoloniales, los golpes militares, la degradación medioambiental y las habituales intervenciones militares norteamericanas.

El negocio de la ayuda humanitaria

Los Cascos Azules latinoamericanos de la MINUSTAH, liderados por Brasil, pusieron orden en el país y permitieron la llegada de ONG y de programas humanitarios de varios Estados del mundo.

Sin embargo, allí estaba el objetivo principal de la desestabilización de Haití: en la pacificación, dado que la Fundación Clinton, Oxfam y otras ONG fueron las beneficiarias directas de las donaciones internacionales. Esta política se acentuó con el terremoto de 2010, mediante el cual la MINUSTAH aumentó su presencia, mientras que Estados Unidos envió, por su lado, 16 mil soldados en lugar de médicos, enfermeros, rescatistas y personal civil que actúe ante una tragedia natural.

En tanto, el Club de París canceló las obligaciones contraídas por Haití y anunció la creación de un fondo de ayuda a largo plazo – por US$ 10 mil millones – que se financió con el pago de la deuda del resto de los países latinoamericanos. Un claro ejemplo de que los organismos de crédito realizan donaciones siempre y cuando sean con dinero ajeno.

En tanto, Brasil se ha beneficiado de su papel de comando de las fuerzas adjudicándose casi la totalidad de las obras de infraestructura financiadas por organismos internacionales. Por su lado, empresas mineras canadienses y norteamericanas explotan 18 minas, la mayoría de ellas de oro, estando eximidas de impuestos y de respetar la legislación local.

Por otro lado, los Cascos Azules están acusados de haber inducido, por negligencia, una mortífera epidemia de cólera y además de decenas de casos de abusos sexuales.

Migrantes malditos

Mediante las miserables condiciones de vida que sufren, los haitianos parecen estar pagando el haber encabezado los procesos de liberación del siglo XIX, ya que Haití fue el primer país latinoamericano en independizarse y también en acoger la primera revuelta exitosa de esclavos de América, en 1804.

Históricamente, los migrantes haitianos se refugiaron en la vecina República Dominicana, pero en 2017 unas 150.000 personas emigraron hacia Argentina, Brasil y Chile.

Cuando las obras de construcción de los Juegos Olímpicos de Río de 2016 finalizaron, los migrantes haitianos iniciaron un peligroso viaje por todo el continente con destino a Estados Unidos.

La mayoría se encuentra estancada en México, dado que tras la llegada de Donald Trump al poder, Haití se transformó en mala palabra para los que deciden a quiénes permitir el ingreso de extranjeros a su país.

Sin embargo, unos 100 mil haitianos se establecieron en Chile, hasta que pocos días atrás el presidente Sebastián Piñera decidió cortar lazos migratorios con este país.

Previamente, gran parte de la sociedad chilena comenzó a rechazar a los haitianos, fácilmente reconocibles por su piel negra, pese a que constituyen –en número- el sexto colectivo migratorio que recibe este país, muy por debajo de peruanos y bolivianos.

A partir del 16 de abril pasado, quienes provengan de Haití deberán tramitar en el consulado chileno en su país una visa turista que durará 30 días, «sin propósito de inmigración, residencia o desarrollo de actividades remuneradas», según el nuevo proyecto de Ley del presidente Piñera.

Chile esgrime el mismo argumento que durante años expuso Dominicana: los haitianos emigran con altos porcentajes de portadores de HIV, enfermos de tuberculosis y hasta casos de lepra.

Es muy difícil que regresen los dos millones de ciudadanos, que viven en el exterior si primero no resultan exitosas las políticas que se están implementando para revertir la desertificación del suelo.

Por su parte, los gobiernos de América Latina fueron cómplices del saqueo y el neocolonialismo militar que sufre Haití desde 2004, de abusos sexuales, del control de las donaciones internacionales y del negocio de la reconstrucción tras el terremoto y el Huracán Matthew -2016-.

A cambio, los países de la llamada Patria Grande contribuyen a la marginación de los haitianos, incrementando el estigma que les impusieron las potencias, al financiar golpes militares y cobrarles deudas fraudulentas durante los últimos doscientos años.

(*) Periodista, Autor del libro Nueva Guerra por los Recursos. Director de Panorama Mundial. Twitter: @bruixland

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