La masacre de El Tarra – El Tiempo, Colombia

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

La masacre, el lunes pasado, de nueve personas en El Tarra, uno de los municipios de la zona del Catatumbo más afectados por los cultivos ilícitos, representa un doloroso recorderis de cómo la firma de la paz con las Farc está lejos aún de significar el fin de la violencia armada en el país.

A la peor usanza de los ‘paras’ que irrumpieron en esa abandonada región a finales de los 90, desconocidos armados con fusiles dispararon indiscriminadamente contra un grupo de personas que se encontraban en un sitio de esparcimiento. Los móviles de esta sanguinaria acción todavía no han sido establecidos por las autoridades, pero la presencia de casi 4.000 hectáreas de narcocultivos (poco menos del doble de los que había hace tres años) será, sin duda, un factor clave para entender la lógica de los asesinos.

La explicación es sencilla: en tanto sigan existiendo cultivos de coca –y, por ende, narcolaboratorios y rutas del narcotráfico, mucho más en municipios tan cercanos a una frontera–, continuarán apareciendo bandas que pretendan manejar el criminal y millonario negocio. Eso, de hecho, es lo que está pasando desde hace ya casi dos años en Norte de Santander, donde ‘los Pelusos’ (antigua disidencia del Epl) y la guerrilla del Eln, además de algunas disidencias de las Farc, están en abierta confrontación por la coca, sin importar los discursos ideológicos con que pretenden enmascarar sus acciones delictivas.

La situación es aún más compleja porque, aparte de los cultivos (que en todo el departamento superan las 25.000 hectáreas, la octava parte del total nacional) y de la endémica ausencia de Estado, se junta allí la cercanía de Venezuela, cuyo territorio es utilizado como retaguardia estratégica por todos los grupos ilegales, sin que, al menos a corto plazo, se adviertan signos de preocupación de las autoridades vecinas.

Entre las víctimas de la masacre hay dos excombatientes de las Farc que dejaron sus armas. Aunque la investigación apenas empieza, las autoridades no descartan que –como sucedió en la época del proceso de paz con los paramilitares, hace una década– los desmovilizados que se niegan a escuchar los cantos de sirena de las viejas bandas y de las nuevas, producto de las disidencias, estén sintiendo las represalias por su decisión de jugarle a la paz. Este año ya van 26 asesinatos de desmovilizados. En apenas siete meses, ya son dos casos más que en todo el 2017.

Garantizar la seguridad de los que cumplieron los acuerdos es, así, un nuevo reto para el posconflicto. Pero esa misión implica, de nuevo, resolver el círculo vicioso en el que se mueven muchas regiones hace más de tres décadas: mientras siga habiendo coca, habrá violencia. Y la violencia es funcional para los interesados en que Colombia siga siendo el principal cultivador de coca y productor de cocaína en todo el mundo. De los poco más de 6.800 homicidios registrados en el país hasta el 18 de julio de este año, 2.382 ocurrieron en los 264 municipios del país más afectados por la presencia de bandas, Eln y disidencias. Municipios que coinciden en niveles superiores al 95 por ciento con el mapa de la coca. El diagnóstico es contundente.
Urge pasar a la acción.

El Tiempo


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