La política ante los crímenes eclesiales – Por Juan Pablo Cárdenas S.

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Por Juan Pablo Cárdenas S. *

Las proyecciones y las verificaciones indican que al menos un seis por ciento de los sacerdotes católicos del mundo han demostrado ser pederastas y tienen un largo historial de menores abusados en todo el mundo. No son cientos, sino miles los que han sido detectados en algunas diócesis como la de Boston, en Estados Unidos, y cuya impunidad se explica en la complicidad de sus superiores jerárquicos que ocultaron sistemáticamente sus crímenes, obstaculizaron la acción de la justicia y compraron el silencio de muchas de sus víctimas.

Aunque por largos años se sospechaba de la conducta de sacerdotes y religiosas, la sociedad chilena de múltiples formas escondió también la realidad de estos delitos, lo que ahora por fin tiene en entredicho a los más altos miembros de la jerarquía eclesiástica investigados por las fiscalías y tribunales, aunque en tantos casos sus delitos hayan prescrito y/o fallecidos muchos de sus malhechores. En los últimos meses han golpeado la conciencia del país denuncias en contra de conocidos clérigos que, incluso, gozaban de un alto prestigio social, bien por sus innegables obras de caridad o valiente solidaridad con quienes fueron conculcados en sus Derechos Humanos por nuestra última dictadura militar.

Es público y notorio que el Pontífice Romano finalmente ha asumido la realidad de estos escándalos y cómo a éstos le les dio un manto de protección e impunidad desde el propio Vaticano. A pesar de que los propios evangelios establecen que el abuso a los menores es uno de los pecados más graves en que puede incurrir la condición humana. Es cierto que ahora el Papa Francisco ha tomado el “toro por las astas” en un asunto que ha remecido al conjunto de su Iglesia y tal ha aprometido cambios “efectivos y ejemplificadores” dentro de esta institución.

Sin embargo, la alta complejidad de esta lacra dificulta la rápida y drástica sanción que merecen los culpables. Así como tampoco se puede asegurar con total certeza que sus reemplazantes vayan a demostrar una conducta apropiada en el futuro. El mal, como ya se sabe, está muy extendido en el seno de Iglesia y la mafia pederasta existe, se sabe poderosa y cuenta con cómplices en la sociedad civil, las autoridades civiles y los propios jueces encargados de investigar el alcance de los horrores cometidos. El caso Karadima en nuestro país es prueba contundente de lo que aseguramos.

En Chile las denuncias y la acción de la prensa están constatando que existen obispos y cardenales cómplices y encubridores de estos graves delitos, por lo que el propio Francisco ha prometido una renovación de gran alcance en la Conferencia Episcopal. Además de instar a los católicos a hacer todas las denuncias que correspondan para transparentar esta situación, aunque todavía hay fiscales y jueces que siguen inconformes con la colaboración de los obispos, párrocos y de los propios sacerdotes de la institución.

El verdadero milagro en esto es que la convocatoria católica en nuestra sociedad, si bien ha evidenciado una disminución sensible en el número de los feligreses activos, sigue siendo la más masiva en un país tradicionalmente creyente y de alto fervor popular. No hay partido político, líder o institución civil que pudiera competirle en prosélitos a la Iglesia Católica; para ello solo basta constatar la presencia dominical y cotidiana de millones de fieles en misa, cuanto en las diversas festividades de la fe. A lo que se suma, el arraigo que han ido consolidando las iglesias evangélicas en los últimos años a lo largo del país.. No hay duda que la existencia de Dios y de sus “intermediarios” en la Tierra es un asunto que no se ha debilitado tanto como pudiera suponerse, después de estos ominosos episodios.

Tratándose, por lo mismo, de acontecimientos de alto impacto social es que los estados y sus gobiernos no debieran permanecer tan confiados en que la verdad y los correctivos van a surgir de la propia iglesia Católica. En este sentido, la magnitud de los escándalos debiera inducir a nuestros países a respaldar la acción de los Tribunales y exigir de la Iglesia Católica toda la colaboración con las investigaciones, así se trate de hechos e infractores del pasado que, incluso, hayan alcanzado la más alta veneración de parte de los chilenos. Bien podría ser que ahora una nueva Vicaría de la Solidaridad, o alguna instancia similar, llevara a los miembros de la Iglesia Católica a comprometer la verdad, la justicia y la reparación que se merecen los abusados. Así como brillantemente fue el desempeño de esta institución en tiempos de dictadura y frente a los horrores cometidos por los militares y sus “cómplices pasivos”, como los denominara el propio presidente Piñera.

Hace ya unas tres o cuatro décadas se constató que más de la mitad de los sacerdotes que han asumido el celibato eclesiástico vulneraban esta exigencia, ya fuera en razón de la poderosa fuerza de la libido, la necesidad de vivir en pareja e incluso tener hijos. Se sabe, asimismo, que la abstinencia sexual carece de sustento evangélico y que en la historia del Catolicismo hubo apóstoles y pastores padres de familia, tal como también hubo pontífices que tuvieron vida marital, amantes y descendientes. Bien sabido es que la institución del celibato no fue a la postre acertado y que, muy por el contrario, sirvió para alimentar las aberraciones y escándalos que hoy se destapan abiertamente en todo el mundo.

Si bien los escándalos también comprometen a otras denominaciones religiosas, es indudable que allí donde no se impone el celibato y los guías espirituales tienen derecho a tener cónyuges e hijos todo se hace más normal. En este sentido, habría que agregar que el celibato eclesiástico es un serio impedimento al derecho humano de formar una familia y practicar la sexualidad. Que lo natural es que se les reconozca a los religiosos esta posibilidad y, con ello, se mitiguen los extravíos provocados por esta auto castración. No hay duda que ante la reconocida disminución de las vocaciones sacerdotales, la Iglesia Católica pudiera reclutar muchos servidores que, pese a la fortaleza de su fe, se resisten a cumplir con un voto sacerdotal tan absurdo.

Desde luego, los estados debieran desahuciar algunas o todas las disposiciones del derecho canónigo que obligan a sus tribunales y otras autoridades. Entre éstas, ciertos privilegios y fueros que ya no se toleran para sus mismos gobernantes y legisladores. Por algo la misma iglesia acepta a sus sacerdotes vivir en matrimonio en aquellos países en que la soltería es mal vista y pone en sospecha, por cuestiones culturales, la condición moral y el ascendiente de los religiosos. No parecen razonables, por esto, las excepciones que existen al respecto.

La crisis provocada por la denuncias que surgen día a día debiera instar a nuestro gobierno e instituciones éticas e intelectuales a demandar con ahínco los cambios prometidos por el papa Francisco, exigir la rápida destitución de los obispos y cardenales imputados, así sea que las diócesis y arquidiócesis extiendan la vacancia de sus titulares. Quizás si una acción mancomunada de nuestros gobiernos en el principal continente católico de la Tierra pudiera servir de acicate al respecto, sin desconocer la legitimidad que ganaría una acción de esta naturaleza cuando la amplia mayoría de sus ciudadanos declara su fe religiosa.

Cuando la exigencia actual es la democratización en todos los niveles de la sociedad, y no solo de su sistema político, lo apropiado sería que los estados exigieran también de la iglesia la adopción de prácticas democráticas al interior de las mismas. Tan simple como que sus autoridades sean refrendadas por los feligreses y éstas puedan ser removidas por sus bases, cuando sea preciso, sin esperar las siempre tardías reacciones de la curia vaticana. A esta altura de la evolución de la humanidad, es completamente absurdo imputarle a Dios responsabilidad por el nombramiento de sus pastores y ministros. Menos todavía por sus despropósitos.

Es hora que los estados también velen por la dignidad e integridad de los fieles y las parroquias avancen seriamente en su consolidación democrática, la elección de sus representantes y la toma de sus decisiones. Basta ya de que los creyentes se asuman como un rebaño a disposición de las jerarquías eclesiásticas. No creemos que ello tenga, tampoco, algún sustento teológico, toda vez que consta como el mismo fundador del Cristianismo se reveló contra los líderes religiosos de su tiempo y los trató de “sepulcros blanqueados” y otros epítetos. Actitud que con los siglos se refrendara con los reformadores protestantes. Con un Lutero, en particular.

Estamos seguros que, con una democratización de sus instituciones, la fe se vería reforzada y los vicios dejarían de conspirar en contra de las evidentes y extendidas creencias populares.

* Periodista y escritor chileno, exdirector de Radio UdeChile


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