El rol del artista en tiempos de transformación social – Por Yalitza Aparicio y Magalí Bucasich, especial para NODAL

Foto: Secretaría de Cultura México
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Por Yalitza Aparicio * y Magalí Bucasich **

Las transformaciones sociales no admiten titubeos ni medias tintas; por el contrario, implican, inexorablemente, mutaciones radicales en los modos en los que se configuran las relaciones al interior de una sociedad. Por supuesto que, lejos de ser estática, esta configuración es arena de disputas constantes por los sentidos, por la definición de lo legítimo, por la disposición de los espacios y de los cuerpos. Prueba de ello son las álgidas luchas pasadas, presentes y, con seguridad, futuras en materia de igualdad de género, no violencia, no discriminación, respeto a la identidad; luchas que, afortunadamente, han devenido en numerosas conquistas populares.

Si estamos de acuerdo en señalar que las relaciones sociales no son homogéneas, sino complejas y diversas, también coincidiremos en que una modificación profunda en el modo en que éstas se desarrollan no puede explicarse, y mucho menos darse, en base a un único factor, sea económico, político, o cultural. Las transformaciones son procesos en los que intervienen múltiples actores y fuerzas en movimiento, y en los que los sujetos se forman, se cuestionan, entran en conflicto, negocian. En este entramado, el arte tiene la oportunidad de cumplir un papel excepcionalmente poderoso. ¿Por qué? Gracias a su potencial reflexivo y a su capacidad de canalizar y dar voz y rostro a las emociones y sentires populares, las manifestaciones artísticas se posicionan como uno de los vectores del cambio social.

Sabemos que vivimos en un mundo en el que la mercadotecnia se erige triunfante: la comercialización del arte nos conduce a la idea de la necesaria creación de proyectos atractivos para la sociedad, donde el poder de atracción se define en función de parámetros preestablecidos asociados con el ocio y el entretenimiento. Relegado a esta posición, el arte corre el riesgo de contribuir, más o menos explícitamente, a la reproducción de estereotipos respecto de lo que debe ser visto y lo que no, de los relatos que vale la pena contar y los que no, de quienes merecen ser escuchados y quienes no.

En el caso de México, por ejemplo, a pesar de que el 21,5% de la población se autorreconoce como indígena, según los datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), la vida de los pueblos originarios ha tendido a ser o bien excluida de la pantalla grande, o bien traducida a los códigos culturales y comunicacionales hegemónicos. En efecto, los modos de representar cinematográficamente a las comunidades indígenas han sido correlato de las relaciones de dominación ejercidas por las hegemonías culturales y económicas en su afán por homogeneizar sus diversas identidades.

Sin embargo, y para no desanimarnos, el mercado no ha conseguido dar su golpe de gracia. Innumerables artistas dieron y dan batalla de la mano de creaciones que, tomando prestadas palabras de Jacques Rancière, “desplazan a los cuerpos del lugar que les estaba asignado (…), hacen ver lo que no tenía razón para ser visto, (…) hacen escuchar como discurso lo no era escuchado más que como ruido”. Si volvemos al ejemplo anterior, podemos encontrar producciones de realizadores indígenas y no indígenas que suponen esfuerzos por retratar a las comunidades de México propiciando representaciones más fidedignas sobre su cotidianeidad, su historia y sus luchas, respetando sus lenguas y reivindicando sus culturas.

Así, alejado de cualquier pretensión elitista o meramente mercantil, el arte comulga con su dimensión sociopolítica y, en consecuencia, con su potencial reflexivo y transformador. Ningún proyecto político con voluntad de cambio social debería ignorarlo. El Estado y sus instituciones, a través de leyes y políticas públicas de promoción, financiamiento y divulgación, tienen la facultad de operar como contrapeso para que las lógicas del mercado no sean las únicas en determinar las reglas de juego. Se trata de una oportunidad, entre otras, para construir una sociedad en la que todas las voces puedan hacerse oír en igualdad de condiciones.

Entonces, ¿puede el arte transformar la sociedad? Solo, no. Ya lo dijimos, un proceso de transformación social supone un cambio cabal en los modos en los que nos relacionamos; por ende, exige la intervención de todas y todos. Ahora bien, en sus múltiples manifestaciones, el arte nos invita a dar el primer paso: a reflexionar, a cuestionarnos, a conmovernos, a conocer al otro y reconocernos a nosotros mismos. Aceptemos la invitación.

* Yalitza Aparicio es actriz de cine y maestra mexicana. Fue nominada al premio Óscar a Mejor Actriz por su participación en Roma, de Alfonso Cuarón, en 2018.

** Magalí Bucasich es Licenciada en Ciencias de la Comunicación y estudiante del Doctorado en Ciencias Sociales en la Universidad de Buenos Aires (UBA). Se desempeña como docente en la misma casa de estudios.


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