La democracia, la costumbre y la nación – Por Gibrán Ramírez Reyes, especial para NODAL

Foto: Secretaría de Cultura México
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Por Gibrán Ramírez Reyes *

Democracia es el régimen de la soberanía del pueblo. Ese es su rasgo definitorio. Incluso cuando las ciencias sociales contemporáneas hayan decidido precisar sus formas concretas enumerándolas hasta hacer desaparecer al componente “pueblo” y, en su lugar, referir fundamentalmente a fórmulas electorales, participación y procesos administrativos.

Es cierto, para existir concretamente, la democracia se desdobla en dos componentes: un principio de legitimidad y un dispositivo tecnológico que da forma concreta a esa entidad llamada pueblo. Como éste no existe en tanto colectivo humano en el que se comparten opiniones, características y voluntades de manera unánime, la tecnología por excelencia desde el siglo XIX para dar existencia al pueblo y lograr gobiernos representativos han sido las elecciones; así, el que haría las veces del todo, del pueblo, sería la mayoría.

Sin embargo, el problema es que eso nunca ha bastado: la representación del pueblo no es nunca “el pueblo”, y la representación política siempre contribuye a la formación de lo representado. En ese sentido, el reclamo de que la representación es espuria ha existido desde que la democracia moderna es tal; es decir, desde que existen juntos el principio de la soberanía del pueblo y la tecnología de la elección (antes los métodos típicamente democráticos eran el sorteo o la rotación); pues, desde ese momento, ambos fueron contenidos en la palabra democracia.

El populismo, en cambio, se caracteriza por suplementar la tecnología electoral: forma mayorías populares culturalmente y hay, en ello, dos componentes que deben discernirse. Primero: la gestión y la reproducción de las costumbres en los procesos de modernización, lo cual reordena una realidad en cambio, que asigna lugares y hace inteligible el orden social. Segundo: la cuestión de los derechos (en particular la de su ampliación efectiva), que funda la idea de comunidad nacional. Como puede apreciarse, ambos elementos están íntimamente relacionados, pues el reclamo a la democracia realmente existente permite articular, difundir y organizar las tensiones inherentes a estas dos dimensiones.

Sobre el problema de la cultura, Thompson recuerda cómo, en el siglo XVIII, la costumbre –en ese entonces, medio para legitimar cualquier uso, práctica o derecho exigido– era arena de contienda y enfrentamiento de intereses opuestos. Con base en esta observación, nos invita a ser precavidos respecto al uso de generalizaciones a la hora de hablar de “cultura popular”, ya que existe el riesgo de sólo mirar al fenómeno con los ojos del consenso; es decir, “como sistema de significados actitudes y valores compartidos, y las formas simbólicas (representaciones, artefactos) en las cuales cobran cuerpo”. Sin embargo, la cultura es movimiento, un “fondo de recursos diversos” que pone en evidencia las contradicciones sociales, las fracturas, el disenso al interior del conjunto.

Mi ejemplo es siempre el cardenismo, el viejo populismo mexicano que tuvo lugar en un tiempo en el que la comunidad nacional era casi imposible y del cual heredamos tres grandes ejes –fruto del encuentro entre costumbres y derechos– que estructurarían durante el siglo XX a ese pueblo al que la democracia debió otorgar soberanía. En primer lugar, a lo largo de este período histórico, la mexicanidad se asoció a la propiedad colectiva del desarrollo nacional; es decir, de la empresa de Petróleos Mexicanos (Pemex). Además, es necesario contemplar, por un lado, la propiedad comunal y campesina del territorio mediante el intenso reparto agrario y el fortalecimiento del ejido; por otro, la posesión colectiva de derechos a partir del trabajo, con el primer proyecto de seguridad social que realizaría el sucesor de Cárdenas: Ávila Camacho.

Cuando la negociación entre las costumbres familiares y comunales encuentran esas formas de existencia en el imaginario social, el pueblo es posible; y es ahí cuando puede empezar a tomar forma y sistematizarse, sea con Ávila Camacho y su Unidad Nacional, sea con Miguel Alemán y la doctrina de la mexicanidad. Se trata de un esqueleto en el que confluyeron y sobre el que se montaron los imaginarios de la familia, la comunidad y la nación; una especie de infraestructura del entramado simbólico sobre el que suele discurrirse cuando se habla de la nación como formación ideológica. El populismo es así una insensata apuesta cultural por ordenar las contradicciones para hacer posible al sujeto de la democracia.

* Doctor en Ciencia Política por la UNAM-Colmex. Es Secretario General de la Conferencia Interamericana de Seguridad Social (CISS). Articulista en periódicos de circulación nacional, así como conductor y panelista en programas de debate político en televisión.


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