CELAC, OEA y una América de bloques – Por Rafael Correa

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

Por Rafael Correa, expresidente de Ecuador

Reflexiones de un testigo de la historia.

El Ministerio de las Colonias

La Organización de Estados Americanos -OEA- fue creada el 30 de abril de 1948 en la IX Conferencia Panamericana celebrada en Bogotá, con el propósito de ser un foro multilateral que asegure la paz, la seguridad, la democracia, y la solución pacífica de controversias entre los estados miembros. En realidad, por el peso hegemónico de EE. UU., el mayoritario financiamiento de ese país, así como el tener la sede de la organización en Washington, desde su inicio la OEA sirvió esencialmente para unificar al hemisferio detrás del liderazgo estadounidense y proyectar al mundo un consenso en la lucha contra el “comunismo” durante la Guerra Fría. Por ello, Cuba fue expulsada de la OEA en 1962 sobre la base de que “el marxismo-leninismo es incompatible con el sistema interamericano”. En contraste, ninguna de las dictaduras anticomunistas latinoamericanas -sangrientas y algunas hasta genocidas – fueron expulsadas de la organización, y en junio de 1976, en plena dictadura de Pinochet, se realizó la VI Asamblea General en Santiago de Chile.

Pese a ser todavía la principal organización regional, no existe en la OEA un espacio de toma de decisiones a nivel presidencial. Su principal órgano lo constituye la Asamblea General, integrada por Cancilleres. Su Consejo Permanente está compuesto por embajadores permanentes que muchas veces operan desde Washington al margen de las dinámicas políticas de la región, con más influencia del Gobierno estadounidense que de sus propios gobiernos.

Entre los acuerdos administrados por el Consejo permanente de la OEA está el Tratado de Asistencia Recíproca -TIAR-, que impone la unión continental frente a cualquier agresión extrarregional. En los últimos años, cuatro países -Venezuela, Nicaragua, Bolivia y Ecuador- han denunciado el Tratado, un texto que sólo sirvió para justificar las intervenciones militares norteamericanas en Guatemala en 1954, en Cuba en 1962, en Panamá en 1964 o en República Dominicana en 1965-1966, y que fue despedazado durante la Guerra de Las Malvinas en 1982, cuando Estados Unidos se puso del lado del Reino Unido, priorizando sus obligaciones derivadas del acuerdo de la Organización del Atlántico Norte -OTAN-, y no el objetivo fundamental del TIAR que era el evitar agresiones extrarregionales contra un país del continente. Cuando la OEA condenó la invasión a Panamá de diciembre de 1989, el estado invasor -EE. UU.- no prestó la más mínima atención a esta resolución, y actuó de forma absolutamente unilateral. Cualquiera de estos episodios debió hacer entender a Latinoamérica que la OEA era tan solo otro instrumento al servicio de los intereses de Estados Unidos.

Después del fin de la Guerra Fría con la disolución de la Unión Soviética en 1991, la OEA entró en una crisis profunda, ya que parecía no jugar ningún rol. Los latinoamericanos, entregados al Consenso de Washington y a los ajustes estructurales neoliberales, le prestábamos más atención al FMI, al Banco Mundial o al BID. En la resolución de conflictos entre países de la región, llegó incluso a pesar más el Vaticano que la propia OEA. En todo caso, siempre fue un absurdo que las controversias de los países latinoamericanos se fueran a ventilar a Washington.

En septiembre de 2001, en Asamblea General en Lima se aprueba la Carta Democrática Interamericana, cuyo objetivo es la preservación y fortalecimiento de la institucionalidad democrática en el continente. Cualquier cosa que afectara “gravemente” al orden democrático constituiría un obstáculo insuperable para la participación del respectivo Gobierno en las diferentes instancias de la OEA. En 2009 la OEA aplicó la Carta cuando suspendió a Honduras por el golpe de estado contra el Gobierno democrático de Manuel Zelaya, sin que hubiese podido restituir al legítimo presidente al poder. En Sudamérica, organismos regionales como UNASUR se mostraron más efectivos para enfrentar las crisis democráticas, como el intento de desestabilización en Bolivia en el 2009 o Ecuador en el 2010.

La OEA se superó a sí mismo en 2018, siendo secretario al tristemente célebre Luis Almagro, cuando la organización permitió -por primera vez en su tan contradictoria historia- que un supuesto Gobierno venezolano, autoproclamado y que no ejercía autoridad alguna, pudiera ocupar el lugar de un Estado soberano en el Consejo Permanente. Esta violación del derecho internacional sembró un precedente nefasto. Nunca un Gobierno en las sombras, en el exilio, o que no ejerciera el poder en el territorio, había sido reconocido como representante de un Estado ante la OEA.

Aunque los principios fundacionales y la Carta Democrática de la OEA establecen el diálogo como mecanismo de solución de controversias, Almagro no dudó en apoyar una intervención directa de Estados Unidos en Venezuela, así como las ilegales sanciones estadounidenses impuestas unilateralmente a este país. En directa contraposición con su obsesión venezolana, la OEA de Almagro no se preocupó de los atropellos a la democracia y a los derechos humanos en varios otros países, tampoco le interesó el golpe contra Dilma Rouseff en Brasil, la cárcel de dirigentes políticos como Lula da Silva, la persecución a los dirigentes progresistas de la región, ni la brutal represión a las protestas populares de 2019 en Ecuador, Chile y Colombia. Por el contrario, Almagro felicitó a esos gobiernos por haber “defendido la democracia”.

Finalmente, en octubre 2019 la OEA nuevamente realizó algo sin precedentes, cuando no solo que permitió, sino que impulsó el derrocamiento de un Gobierno constitucional, el del boliviano Evo Morales Ayma, así como su reemplazo por un Gobierno a todas luces de facto. El argumento fue un supuesto fraude electoral jamás comprobado, fundamentado en el informe de la misión de observadores electorales (MOE) de la OEA, reporte que ha sido duramente cuestionado por diferentes instancias técnicas. Independientemente de aquello, nada justificaba la inconstitucional sustitución de un Gobierno popular y democrático, y que indudablemente había ganado la primera vuelta de las elecciones. En total contradicción con la Carta Democrática, el caso boliviano demostró cómo las MOE pueden convertirse en instrumento de desestabilización.

Aunque han existido diferentes grados de decencia y autonomía dependiendo de quién fuera el secretario general, la subordinación de la OEA a los intereses estadounidenses constituye un indudable neocolonialismo. Para ocuparse de sus colonias, el Reino Unido tuvo la Colonial Office y España la Secretaría de Estado para las Colonias. Francia todavía tiene el Ministerio de Ultramar, encargado de los asuntos de las colonias francesas como Martinica en el Caribe o Isla de la Reunión en África. Estados Unidos tiene a la OEA, por lo que acertadamente el canciller cubano Raúl Roa, luego de la expulsión de Cuba, llamó al organismo el “Ministerio de las Colonias Yanqui”. La diferencia es que se trata a lo sumo de un ministerio de segunda categoría -la importancia que le da Estados Unidos a la OEA es absolutamente marginal-, y a cargo de un representante de las propias “colonias”.

La pregunta no es si la OEA debe ser reemplazada, sino cómo América Latina la ha soportado tanto.

CELAC y el inexorable decreto del destino

El 1 de marzo de 2008 fue un sábado, y me encontraba temprano en la mañana en la Escuela de la Policía, muy cerca de lo que llamamos la “Mitad del Mundo”, grabando el informe sabatino que daba al país cada semana. El programa se emitía normalmente en vivo y en directo a las 10:00, pero como a esa hora tenía una importante ceremonia policial, decidimos hacerlo con anticipación.

La grabación se interrumpió por la llamada urgente del presidente de Colombia, Álvaro Uribe, para “informarme” que se había producido una persecución de una patrulla de la policía militar colombiana a una columna guerrillera de las Fuerzas Revolucionarias de Colombia -FARC-. En la persecución en caliente, habrían ingresado a territorio ecuatoriano y, supuestamente, la patrulla se hallaba rodeada de guerrilleros. Como no podía ser de otra manera, le respondí que entendía perfectamente la situación y le di mi total apoyo. Mi preocupación inmediata fue tratar de rescatar a los policías colombianos de la zona del combate, un sitio llamado Angostura a dos kilómetros de la frontera con Colombia y en plena selva amazónica. Ante la carencia de helicópteros que teníamos en aquel entonces, ordené al ejército ecuatoriano acudir por tierra lo más rápidamente posible.

Lo dicho por Uribe era mentira. La realidad es que Colombia, sin previo aviso, había bombardeado Angostura para destruir un campamento guerrillero de las FARC infiltrado en nuestro territorio y al mando del comandante Luis Édgar Devia Silva, alias Raúl Reyes, quien fue muerto en la incursión aérea junto con 21 personas más, entre ellos un ecuatoriano y cuatro estudiantes mexicanos. Luego tropas colombianas ingresaron por tierra para recoger las supuestas computadoras y el cuerpo de Reyes y su lugarteniente, dejando abandonadas en el lugar a tres mujeres heridas, dos colombianas presuntamente miembros de la guerrilla, y una estudiante mexicana.

El ejército colombiano es uno de los más poderosos y tecnificados de la región, gracias a los miles de millones invertidos por Estados Unidos en el Plan Colombia, programa supuestamente orientado a la lucha contra el narcotráfico. El ataque, llamado Operación Fénix, había sido cuidadosamente planificado utilizando tecnología de punta; fue efectuado en la obscuridad de la noche; y se utilizó por primera y única vez en América Latina bombas guiadas o inteligentes. El 22 de diciembre de 2013, el diario The Washington Post, después de decenas de entrevistas con miembros del ejército colombiano, confirmó las sospechas de que la CIA había apoyado la operación.

Cuando se supo la verdad del bombardeo, Ecuador rompió relaciones diplomáticas con Colombia, y de igual manera lo hicieron Venezuela, cuyo Gobierno también era acusado por Uribe de apoyar a las FARC, y Nicaragua, la cual mantenía un conflicto con Colombia por la presencia de fragatas militares colombianas en aguas territoriales nicaragüenses. Venezuela incluso movilizó tropas a la frontera colombo-venezolana. Los argumentos que posteriormente utilizó Uribe para justificar la incursión no hicieron más que empeorar la situación, ya que absurdamente sostuvo que la presencia de ese campamento guerrillero era una prueba de la complicidad del Gobierno ecuatoriano con las FRAC, grupo guerrillero que no había podido ser vencido en medio siglo. Con ese argumento, el principal cómplice debía ser entonces el Gobierno de Colombia, ya que las FARC tenían decenas de campamentos en el propio territorio colombiano.

El Consejo Permanente de la OEA se reunió el 4 y 5 de marzo, sacando unánimemente una tibia declaración apoyando las tesis ecuatorianas de respeto al Derecho Internacional; ordenando una comisión investigadora que verifique los hechos in situ; y convocando a una reunión extraordinaria de cancilleres que finalmente se dio el 4 de abril. No se condenó frontalmente el ataque, y la crisis diplomática quedó intacta.

Felizmente, el 7 de marzo estaba previamente programada la XX Reunión del Grupo de Río, con la presencia de los presidentes latinoamericanos y caribeños. Creado el 18 de diciembre de 1986 en la ciudad de Río de Janeiro, este espacio se definía como un “mecanismo permanente de consulta y concertación política”, y fue el heredero del Grupo de Contadora, conformado por Colombia, Venezuela, México y Panamá, instancia que había sido crucial para la pacificación de Centroamérica, particularmente el cese de los conflictos armados en El Salvador, Nicaragua y Guatemala.

Tuvimos la fortuna de que la reunión se realizara en Santo Domingo, República Dominicana, y que el anfitrión fuera el presidente dominico Leonel Fernández, un latinoamericano demócrata y talentoso. Aunque el tema central de la Cumbre era la energía, Fernández cambió el orden del día para tratar exclusivamente el grave conflicto regional. La crisis se superó cuando después de largas horas de tensa polémica, un Uribe acorralado ante la abrumadora evidencia tuvo que reconocer la injustificada violación a la soberanía ecuatoriana y presentar las debidas disculpas, aunque posteriormente se retractaría de aquello en varias ocasiones. Simultáneamente Colombia y Nicaragua decidieron restablecer relaciones y buscar por medio del diálogo una solución a su conflicto, y, a pedido de Honduras, Uribe se comprometió a retirar la demanda que por supuesto financiamiento a las FARC había presentado contra el presidente Hugo Chávez en la Corte Penal Internacional de La Haya.

El éxito de la reunión sorprendió a todos. El Grupo de Río había logrado lo que pocos días antes no había alcanzado la OEA. La reunión terminó con una ovación de pie por todos los presentes. Hablando al más alto nivel en forma franca y directa, en un solo día se resolvieron o mitigaron tres serios conflictos regionales, aunque todos tenían como denominador común el Gobierno de Álvaro Uribe. Esto sirvió para entender que debíamos institucionalizar con mayor fortaleza un espacio latinoamericano y caribeño para procesar nuestros problemas.

Con esta inspiración se decidió crear lo que posteriormente llamaríamos la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe -CELAC-. El 16 de diciembre del 2008, por iniciativa de una gran integracionista, el presidente Ignacio Lula da Silva, 33 países latinoamericanos y del Caribe nos reunimos en la Costa de Sauípe, en Salvador de Bahía, en la I Cumbre América Latina y el Caribe sobre Integración y Desarrollo (CALC), donde se pusieron los cimientos para nuestra nueva comunidad de estados.

Como anécdota, me había trasladado en helicóptero por la costa desde el aeropuerto hasta el lugar de la cumbre, impresionado por una fila interminable de mansiones repletas de piscinas y amplios jardines a orillas del mar, reflejo de la absurda opulencia de las élites latinoamericanas. Al llegar al lujoso resort donde nos alojaríamos y se desarrollaría el evento, me sentí muy incómodo ya que lo primero que vi fue un gran letrero de Odebrecht, la gigantesca empresa brasileña que había construido el complejo hotelero. Apenas unas semanas antes había expulsado a Odebrecht del Ecuador y tenía enjuiciado penalmente a sus principales directivos, por no haber asumido su responsabilidad en las fallas constructivas de una importante hidroeléctrica. Por el impasse, Brasil había incluso llamado a consultas a su embajador en Quito. No llegaba en el momento de mejores relaciones diplomáticas con mi buen amigo Lula.

Sauípe fue la primera Cumbre a la que asistió Raúl Castro como nuevo presidente de Cuba. De las cosas que más disfruté del evento, al igual que en varias ocasiones en el futuro, fue cuando una noche nos regaló a la representación ecuatoriana su amena e interminable conversación. Uno de los principios de vida que he tratado de mantener desde joven es callar cuando habla el que más sabe, y callé durante horas… No conocía a Raúl, y más que un guerrillero o comandante de ejército, parecía un abuelo afable, con una paciencia infinita y con la sabiduría de saber ocupar el tiempo en lo verdaderamente importante. Desde ese momento siento un profundo cariño y respeto por él.

El 22 y 23 de febrero del 2010 nos volvimos a reunir en la Rivera Maya 32 países -Honduras se hallaba suspendida por el golpe de estado contra Manuel Zelaya-, coincidiendo la XXI Cumbre del Grupo de Río y II Cumbre CALC, donde, con el importante apoyo de Felipe Calderón, el presidente anfitrión, se decidió definitivamente crear una solo foro latinoamericano y caribeño. Invitados por otro gran latinoamericanista, el presidente Hugo Chávez Frías, nos citamos el 2 y 3 de diciembre de 2011 en Caracas, para constituir definitivamente CELAC, cuya primera cumbre se celebró en Santiago de Chile, en enero de 2013, donde el anfitrión sería el presidente conservador Sebastián Piñera.

La integración no era una cuestión de ideologías. Gobernantes de izquierda y derecha entendíamos que, como dijo el gran Simón Bolívar, “la unidad de nuestros pueblos no es simple quimera de los hombres, sino inexorable decreto del destino”.

Hacia una América de bloques

En la declaración de Caracas se establece que CELAC será el espacio latinoamericano y caribeño de integración política, económica, social y cultural. No se decidió una oficina permanente para el organismo, pese a que el presidente Ricardo Martinelli propuso a Panamá como la sede de CELAC. Fue un error mayor. La experiencia nos dice que, sin sede y personal permanentes, los avances son muy pocos. En el fondo, todo se reduce a cuestiones financieras sobre quién asume los costos. Una instancia mucho menos importante como la Cumbre Iberoamericana tiene una secretaría con sede en Madrid, dedicada especialmente al seguimiento de proyectos de desarrollo, pero su costo es cubierto por España.

La visión estratégica que Ecuador tenía sobre CELAC, aunque probablemente no fue entendida ni compartida, era la de sustituir a la OEA como ese espacio para procesar los conflictos regionales y buscar la paz, seguridad y democracia en la región.

¿Tiene sentido que un conflicto fronterizo como el de Costa Rica y Nicaragua en el 2010 se discuta en Washington? Y si el conflicto fuera con el propio Estados Unidos, como los bombardeos a territorio nicaragüense en 1983 y 1984, ¿qué probabilidad tiene un país pequeño latinoamericano en Washington y frente a Estados Unidos, de que la OEA actúe independientemente? Y no por olvidado menos importante: ¿cómo se puede mantener en Washington la sede de una organización internacional supuestamente panamericanista, después de 60 años de embargo comercial, económico y financiero estadounidense a Cuba -y ahora también Venezuela-, bloqueo que incumple abiertamente la carta fundacional de la Organización?

La CELAC debe ser el foro para las discusiones latinoamericanas, y la OEA se convertiría en el espacio en el que CELAC y América del Norte procesen sus coincidencias y sus conflictos. Necesitamos un nuevo sistema interamericano. Tenemos que entender que las américas al norte y al sur del río Bravo son diferentes, y que debemos encontrarnos como bloques.

Esto debería también convenir a Estados Unidos, si la OEA fuera importante para ellos y en los hechos no la dominaran. Estados Unidos es una unión de 50 estados. Los países de la Comunidad del Caribe -CARICOM- miembros de la OEA tienen el 6% de la población, 5% de la superficie, y 0.6% del PIB de Estados Unidos. Sin embargo, Estados Unidos tiene un voto en el Consejo Permanente y Asamblea General, mientras que el CARICOM tiene 14. Se perjudica a los estados unidos norteamericanos, 50 estados con un solo voto, y se premia a los estados desunidos latinoamericanos y caribeños, 33 estados con un voto cada uno.

El mundo del futuro será un mundo de bloques. El riesgo del independentismo, inevitable en ciertos lugares del mundo, no afecta esta tendencia, y será menos traumático al interior de bloques que constituyan unidades políticas más amplias y flexibles que los estados nacionales. Una Cataluña independiente dejaría España, mas seguiría siendo parte de la Unión Europea.

El sentido de pertenencia a un bloque, y con ello su solidez, lo dan los principios y fines comunes, pero, especialmente, las similitudes culturales e identidad que se compartan. Lo alcanzado por Europa -la unidad de 28 países extremadamente diversos- es extraordinario y un ejemplo para Latinoamérica, si bien el costo es que, pese a décadas de construcción, la identidad europea todavía está en ciernes, como lo demostró el Brexit.

En el caso de Estados Unidos, el mayor riesgo para la Unión se dio en 1861, cuando por la cuestión de esclavitud el país sufrió la secesión de 7 estados esclavistas que en febrero del 1861 constituyeron un nuevo país llamado Estados Confederados de América, al cual posteriormente se unirían 4 estados más. Luego de una guerra de cuatro años y que costó más de 600.000 vidas, la rendición definitiva de los Estados Confederados en abril de 1865 volvió a unificar el país. Desde entonces la Unión no ha hecho más que consolidarse, convirtiéndose en la más perfecta federación de estados de la historia de la humanidad, gracias a la construcción de una indisoluble identidad nacional que incluye Alaska y Hawái, dos estados no contiguos a los demás estados continentales.

Para apuntalar CELAC se necesita consolidar esa identidad latinoamericana. Hispanoamérica tiene todo en común, y Brasil y Haití historias muy similares y cultura latina, sin embargo, el Caribe no latino es totalmente diferente. Bolivia es un país mediterráneo sudamericano, con mayoría de población indígena andina, religión católica, hispanófona, cuyo deporte nacional es el fútbol, y organizado como república presidencialista donde el jefe de Estado es un presidente democráticamente electo. Barbados es un país insular caribeño, con casi la totalidad de su población afrodescendiente, religión protestante, anglófono, con el criquet como deporte nacional, y organizado como monarquía parlamentaria donde el jefe de Estado es la reina Isabel II del Reino Unido. Lo único parecido entre Bolivia y Barbados es que ambos empiezan con “b”. El contraste es aún mayor que dentro de la Unión Europea, donde además sería impensable que existiera un miembro con un jefe de Estado no europeo.

Esto refleja un error recurrente en el concepto de panamericanismo y en los procesos de integración regionales: el creer que la proximidad geográfica crea una identidad común y coincidencia de intereses. Con ese criterio Siberia y Alaska deberían formar una sola unidad geopolítica. Ocurrió con la OEA, y sucede en menor medida con CELAC. Con todo el inmenso cariño y respeto que tengo hacia nuestros hermanos caribeños, considero que, para consolidar como Comunidad una identidad latinoamericana, el Caribe no latino debe formar su propio bloque de países.

Europa unió 28 países con historia, idioma, religión y sistema político diferentes, naciones que hasta hace unas décadas atrás se mataban por decenas de millones. Latinoamérica somos 20 países con casi todo en común. Mientras Europa tendrá que explicar a sus hijos por qué se unieron, nosotros tendremos que explicar a los nuestros por qué nos demoramos tanto.

La Jornada


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