Reforma agraria clásica y las transformaciones del capitalismo

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La cuestión agraria es un debate central para el desarrollo político y socioeconómico de cualquier país que proyecte una nación soberana y con igualdad social. El desafío es comprender la necesidad, en las sociedades capitalistas, de realizar una reestructuración profunda de las políticas agrarias, ambientales y de producción de alimentos y cultura.

El instrumento concreto de esa reorganización agraria se llama reforma agraria. Tal política, que implica una distribución masiva de tierras, fue ampliamente implantada en las sociedades capitalistas desde el siglo XVIII hasta el período de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). No faltan ejemplos de la distribución de tierras que llevaron a cabo las sociedades industriales, después de la Revolución francesa (1789) y la industrial (1760-1780), entre la burguesía emergente y el campesinado.

La transición hacia una economía más compleja con la Revolución industrial —a partir de la explotación del trabajo y de la internacionalización de capitales y mercados como forma de control y dominación— trajo la necesidad de integrar la economía agraria en las estrategias de desarrollo del capital. La cuestión agraria, por lo tanto, era un elemento crucial desde el punto de vista económico, del trabajo y de los bienes naturales para la necesidad capitalista de control productivo y explotación del trabajo y de la naturaleza, con el fin de convertirla en parte integrante de la producción de plusvalía.

Esa primera versión de la política masiva de distribución de tierras se conoce como reforma agraria clásica. La burguesía industrial optó por la democratización del acceso a la tierra debido a dos cuestiones. La primera fue la necesidad de ruptura, en todos los niveles, de la hegemonía de las antiguas clases propietarias rurales —que paralizaban cualquier desarrollo de las fuerzas productivas— y su reemplazo por la de las clases burguesas empresario-industriales nacientes.

El otro elemento está vinculado a las ideas de crecimiento y de desarrollo económico que pasaban, necesariamente, por un cambio en el eje productivo de la economía, relegando al sector primario al papel de sector subsidiario de la nueva estructura económica.

Con la centralidad de la acumulación del capital basada en el desarrollo industrial, se creaba la necesidad de tener fuerza de trabajo barata y abundancia de materias primas. La democratización del acceso a la tierra, integrada a las industrias capitalistas, cumplía la función de proveer las más diversas materias primas producidas en espacios agrícolas pequeños y medianos a precios menores. La llegada de alimentos más baratos a las ciudades, por ejemplo, permitía una reducción en el costo de la mano de obra, posibilitando que los capitalistas industriales pagaran salarios más bajos a lxstrabajadorxsurbanxs. Además, la consolidación de un campesinado sólido económicamente permitía a la recién creada industria ampliar su mercado consumidor.

De esta manera, los procesos de industrialización de esos países hicieron que el sector rural paulatinamente se sometiera al nuevo orden político, institucional y económico que emanaba del medio urbano industrial. O sea, la dinamización de vínculos estratégicos y comerciales cada vez más densos entre el campo y la ciudad se afirma con el advenimiento de la industria y, fundamentalmente, de la división del trabajo y de la consolidación de la clase obrera.

Así, diversos países de economías centrales realizaron reformas agrarias, empezando por Francia e Inglaterra. A lo largo del siglo XX, por ejemplo, Japón benefició a cerca de tres millones de personas con la posesión de parcelas de tierra. Turquía expropió áreas mayores a 500 hectáreas, e Italia realizó expropiaciones mediante indemnización a los antiguos propietarios, desarrolló infraestructura en el campo, recuperó áreas degradadas y construyó casas para los campesinos.

Además de la reorganización productiva y económica, las formas capitalistas de cooptación y control en el campo pasan por la homogeneización de la cultura, usurpando y negando la cultura tradicional campesina, sus formas de relación con el trabajo, la producción y la alimentación. El capitalismo impone otras reglas de juego. En estas, el trabajo no tendrá más el sentido práctico de organizar la vida comunitaria, que traía consigo valores más humanos de integración y cooperación.

El tiempo de trabajo y sus formas pasarían a ser determinadas por el modo de producción del capital y por la velocidad que la competencia capitalista exigía, teniendo como meta el lucro. El capital pasa a definir qué y cómo producir, cómo será la comercialización y cuánto recibirá el trabajador por lo que hace. Lxscampesinxs ya no tenían el control de sus medios de producción. En este sentido, la reforma agraria clásica forma parte de una política del Estado burgués, y fue realizada justamente por haber sido una necesidad de la fracción de clase hegemónica de aquel período: la burguesía industrial.

En Brasil, diversos elementos imposibilitaron que una reforma agraria clásica fuera implementada en el proceso de industrialización del país. El primero de ellos es la relación entre la oligarquía rural y la burguesía industrial. A diferencia del caso europeo, el reemplazo de las clases propietarias rurales por la nueva burguesía industrial no exigió una ruptura total del sistema por razones estructurales. En el caso brasileño, la concentración de la tierra no fue un obstáculo para el desarrollo del capitalismo, al contrario, se dio la unificación entre los latifundistas y el capital industrial, en una alianza entre capital y propiedad de la tierra intermediada por el Estado. Esa alianza posibilitó que la economía rural subsidiara el desarrollo industrial. Además, la alta concentración de tierra y, consecuentemente, el éxodo rural, garantizó la creación de un ejército industrial de reserva que abarataba la fuerza de trabajo en el medio urbano.

Por lo tanto, nunca hubo una política nacional concreta de reorganización agraria en Brasil. Lo que ocurrió fue apenas una importación del modelo estadounidense del agronegocio y de su trípode: latifundio extenso, mecanización pesada y agrotóxicos, por medio de la “Revolución Verde”. Fue a partir de este modelo que el campo brasileño se reorganizó, excluyendo por completo a lxscampesinxs del proceso.

A lo largo de la década de 1990, el espacio agrario brasileño pasó por grandes transformaciones estructurales en la forma de organizar la producción de las mercancías agrícolas. Estas transformaciones trajeron nuevas determinaciones a la cuestión agraria, que se complejizó a partir de la afirmación del agronegocio con la consolidación del modelo neoliberal. El antiguo latifundista, dueño de grandes extensiones de tierra, se alió a otras fracciones de la clase burguesa: a las empresas transnacionales del sector agrícola, al capital financiero representado en la figura de los bancos y a los medios de comunicación de masas. Este nuevo modelo de producción agrícola se conoce como agronegocio, y se inserta en un contexto mundial que se inicia en la década de 1970 y se acentúa sobre todo a partir del final de la década de 1990 y comienzo de los años 2000 en adelante.

En este sentido, el sistema capitalista en crisis en su búsqueda por formas de aumentar el valor, intensifica la destrucción ambiental, expande sus fronteras agrícolas sobre los bosques, aumenta las expropiaciones territoriales, va hasta las últimas consecuencias de la extracción mineral y potencia la proletarización en masa, separando aun más a lxs trabajadorxs de sus medios de producción.

Así como el agronegocio se vuelve más complejo a partir de los cambios en la naturaleza del capital, la reforma agraria, como alternativa real y necesaria, también debe cambiar radicalmente su naturaleza, para presentar un conjunto de determinaciones que alteren cuestiones centrales del control capitalista, a partir de la reorganización de los territorios agrarios y ambientales en búsqueda de una soberanía popular.


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