Encajando las piezas: Reflexiones sobre el Nuevo Orden Mundial tras la pandemia – Por Celso Amorim

1.534

Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

Por Celso Amorim, ex canciller y ministro de defensa de Brasil

Aunque resulte muy difícil pronosticar cómo será el mundo post-Covid-19, parece haber consenso entre los principales analistas en que se producirán profundos cambios en el orden que vió la luz tras la Segunda Guerra Mundial y en las importantes transformaciones geopolíticas -menos estables de lo que se suponía- que se dieron con la caída del «socialismo verdadero» y a la disolución de la Unión Soviética.

Uno de los cambios más predecibles, sobre el que no parece haber mucho desacuerdo (al margen de los juicios de valor al respecto), es la adelantamiento de los Estados Unidos por China como la mayor economía del planeta. Este adelantamiento ya se ha producido en términos de poder adquisitivo, un criterio utilizado a menudo por instituciones financieras internacionales como el Fondo Monetario y el Banco Mundial, para depurar las fluctuaciones cambiarias a la hora de medir el peso económico de cada país. En unos pocos años más es probable que la economía china supere a la estadounidense en términos de PIB medido en precios de mercado.

Cabe señalar que el auge económico de China, como suele ocurrir, se refleja en el plano político y, en menor medida -pero de manera perceptible- en el terreno militar-estratégico. Incluso los pensadores occidentales, en particular los estadounidenses, señalan el crecimiento del llamado «poder blando» (soft power) de China, en contraste con la pérdida de atractivo de los Estados Unidos. Investigaciones recientes realizadas durante la pandemia han puesto de manifiesto esa pérdida de popularidad de la autodenominada «tierra de la libertad» en el imaginario de los países europeos, sobre todo en Alemania; y en los últimos años hemos sido también testigos de un incremento del atractivo de China gracias a programas como «La Franja y La Ruta», también llamado «Nueva Ruta de la Seda», que han llevado a los líderes de los países asiáticos a varias naciones desarrolladas. El atractivo de China, a pesar de las continuas reticencias de su régimen político, tenderá a acentuarse a corto y medio plazo por la percepción de que -mejor o peor- el país fue capaz de contener el virus, por su activismo diplomático en acciones de cooperación relacionadas con la pandemia, y por su mayor disponibilidad para realizar inversiones en otras zonas del mundo. Al mismo tiempo, la actitud de indiferencia o incluso de hostilidad de Donald Trump hacia otros países dará lugar, como señaló Joseph Nye (creador del concepto), entre otros, a un declive aún más pronunciado del «poder blando» estadounidense.

Una de las grandes incógnitas, que se aclarará en los próximos meses, es precisamente hacia dónde se dirige la política exterior de EE.UU. Obviamente, los intereses estructurales de los Estados Unidos seguirán siendo los mismos, empezando por el capital financiero, las grandes empresas de tecnología y las consideraciones estratégico-militares, aunque los intercambios internos derivados de la pandemia y la creciente agitación de la población afroamericana puedan modular sustancialmente la forma en que esos intereses se presentarán y defenderán en todo el mundo. En esencia, se trata de saber, a la hora de elegir entre Joe Biden y Trump, si Washington mantendrá una actitud de defensa agresiva de sus intereses económicos y estratégicos sin tener en cuenta otras posiciones o sensibilidades; o si, como ha ocurrido en gran medida desde la Segunda Guerra Mundial, tratará de modular su acción para evitar conflictos arriesgados y enfrentamientos innecesarios. Tendremos respuesta a esta pregunta en los primeros días de noviembre.

Este sorpaso EE.UU.-China podría indicar que el mundo pasará de la unipolaridad que sucedió a la Guerra Fría, que ya se había ido desvaneciendo en las dos últimas décadas, a una nueva bipolaridad (algunos analistas hablan de una «nueva Guerra Fría»). No hay que subestimar el potencial de conflicto y rivalidad entre las dos economías más grandes del mundo. Un respetado analista político que ha ocupado importantes cargos en la administración de los Estados Unidos, Graham Allison, acuñó la expresión «Trampa de Tucídides», relativa al riesgo (o la práctica certeza) de confrontación o guerra cuando una potencia emergente sorpasa o amenaza la supremacía de otra potencia hasta entonces dominante. Esto fue lo que pasó entre Atenas y Esparta en la Guerra del Peloponeso, cinco siglos antes de nuestra era.

Pero esto no será necesariamente así. En primer lugar, desde un punto de vista militar-estratégico, no se puede descartar a Rusia, cuyo potencial de armamento moderno altamente destructivo ha sido continuamente actualizado y mejorado; desde cohetes hipersónicos hasta torpedos de gran alcance con capacidad nuclear. Además, Rusia posee un vasto territorio, que va desde el corazón de Europa hasta las estepas árticas de un Lejano Oriente rico en recursos naturales, empezando por el petróleo y el gas, cuyo papel en la economía mundial no necesita ningún comentario. Por no mencionar el hecho de que, tras el período de «resaca yeltsiana» que sucedió a la disolución de la URSS, Moscú demostró de nuevo una gran firmeza en la escena internacional, ilustrada, entre otras cosas, por sus acciones en Crimea y Siria. Así, desde un punto de vista estratégico-militar, pero con evidente impacto político, sería quizás más correcto, en lugar de la bipolaridad, hablar, como mencioné antes, de un «trípode» en el que tres superpotencias buscarían un equilibrio variable.

Hoy en día, este equilibrio tiende a manifestarse mediante una alianza «euroasiática» entre Moscú y Pekín, frente a un gobierno estadounidense deliberadamente agresivo y muy imprevisible, como se ha demostrado en los conflictos de Siria y Afganistán y, en cierta medida, en su relación con Corea del Norte. Pero la estabilidad de esta alianza está lejos de ser permanente. Nada descarta la posibilidad de que, como en el pasado (¿quién no recuerda el conflicto chino-soviético de los años 60 y 70?), se produzcan choques de intereses entre las dos grandes potencias del continente euroasiático de los que, llegado el momento, pueda beneficiarse Washington. Una frontera común muy larga puede dar lugar a importantes acciones de cooperación, pero a menudo también es una fuente de fricción. Este no es el escenario más probable por el momento, dada la gran dependencia de Rusia de la inversión y el apoyo económico chino, pero no hay que descartarlo en un escenario a largo plazo.

Elste «trípode estratégico» no agota el marco de actores que conformarán el nuevo orden mundial post-virus, sin embargo. En un mundo reconstruido, la Unión Europea seguirá teniendo un peso relevante. Las decisiones recientes parecen indicar una voluntad renovada de sus miembros más importantes, en particular la Alemania de Angela Merkel y la Francia de Emmanuel Macron, de fortalecer la Unión, especialmente en lo que refiere a una nueva comprensión del papel de las instituciones europeas en materia de política fiscal. Además de los préstamos, los gobiernos europeos han acordado importantes incentivos directos, en forma de subvenciones, para impulsar la reconstrucción después de la pandemia. Obviamente, debemos esperar aún para ver cómo estas buenas intenciones anunciadas por la Comisión Europea se traducen en proyectos concretos en beneficio de las economías más afectadas por la crisis. En un sistema multipolar, en el que será necesario contrarrestar el ejercicio bruto del poder con actitudes de auténtica cooperación, no debe subestimarse la capacidad de iniciativa y negociación de la Unión Europea. Paradójicamente, a medio plazo, el Brexit, que siempre se ha señalado como un síntoma de debilidad, puede haber contribuido a reforzar el eje París-Berlín, con ramificaciones, sobre todo, en el sur de Europa. Por supuesto, la unidad europea seguirá enfrentándose a grandes desafíos, entre ellos la tendencia autocrática de algunos países de la antigua órbita soviética, que amenaza con debilitar la imagen democrática que el viejo continente desea proyectar. En cualquier caso, en las principales negociaciones sobre cuestiones globales como el clima, la inmigración, el comercio y los derechos humanos, Europa tenderá a actuar de manera coordinada. En un mundo de grandes bloques (los Estados Unidos, China y Rusia son bloques en sí mismos), la Unión Europea hará sentir su influencia.

Esto nos lleva, finalmente, a la pregunta: ¿cuál es el lugar de América Latina y el Caribe y, en particular, de Brasil en la construcción del Nuevo Orden? Una opción para los países de la región sería actuar de forma aislada, tratando cada uno de ellos de sacar el máximo número de ventajas individuales mediante alianzas preferenciales con algunos de los principales polos estratégicos. Esta opción por la «subalternidad», que de hecho ha sido practicada ya por algunos gobiernos, nos dejará rehenes de los intereses de una de las grandes potencias responsables del equilibrio mundial. Siempre que el interés de un país o de la región choque con el poder hegemónico, este o aquel poder tendrá que ceder. En cuanto a los valores, se dejarán de lado ideas como la solidaridad, la cooperación y el diálogo pacífico en favor del «destino manifiesto» del país líder. Parecería más lógico, en la nueva «multipolaridad» (aunque con trazas de bipolaridad) que se avecina, que las naciones de América Latina y el Caribe actúen lo más unidas posible, ya que como países en desarrollo, deben seguir preparándose para los grandes retos económicos y tecnológicos del futuro.

Por supuesto, se hace hasta difícil imaginar hoy día, con gobiernos tan dispares y con el mayor de los países de la región adoptando una política de sumisión explícita, que se pueda producir un escenario de mayor independencia. Pero es fundamental que mantengamos claridad al respecto, para poder implementar una verdadera política de integración y cooperación latinoamericana y caribeña (si es necesario, en nuestro caso, precedida de una mayor integración sudamericana), cuando las condiciones lo permitan.

Este sueño de una unidad sur/latinoamericana (y del Caribe), para ser efectivo, no puede prescindir de asociaciones con otros grupos de países en desarrollo. A pesar de su diversidad de situaciones y de inclinaciones políticas, África ha sabido mantenerse unida en las principales cuestiones mundiales, desde el cambio climático hasta el acceso a las vacunas, desde la oposición a las sanciones económicas hasta la promoción del multilateralismo. La cooperación con África, en el caso del Brasil una obligación histórica y cultural, es esencial para satisfacer los intereses de las naciones en desarrollo, como se ha puesto de manifiesto en más de una ocasión en los debates sobre medio ambiente, comercio o salud mundial. Algo similar ocurrirá con los países en desarrollo de Asia (además de China, que, en sentido estricto, no puede considerarse «en desarrollo»), comenzando por la India, cuya economía, medida por el poder adquisitivo, está entre las cinco más grandes del mundo. Hasta qué punto estas naciones lograrán una posición independiente sin caer en la subordinación o, por el contrario, en la hostilidad hacia China, es algo que tendrá que ser observado y sobre lo que no nos es posible hacer predicciones claras.

Cabe señalar aquí que la visión estratégica que prevalece hoy en Washington ya está tratando de subvertir la eficacia de este «arreglo multipolar». En mitad de la pandemia y bajo el liderazgo del Secretario de Estado de los EE.UU., los ministros de asuntos exteriores de siete países se reunieron por vía virtual. Además de los EE.UU., según noticiarios indios, estuvieron presentes los ministros de relaciones exteriores de Brasil, Israel, India, Australia, Japón y Corea del Sur. Este grupo, aparentemente heterogéneo, tiene un rasgo común: ya sea por razones ideológicas o por intereses y rivalidades regionales, se les considera aliados potenciales en una hipotética política de confrontación con China. Curiosamente, entre ellos no encontramos ningún país de Europa, cuyos gobernantes se han venido mostrando bastante pragmáticos respecto a Pekín. Aunque sería prematuro valorar la estabilidad de esta configuración, sí pone de manifiesto cómo el actual gobierno estadounidense prevé un eventual régimen de corte anti-chino, uno, por cierto, totalmente contrario a nuestros intereses como país y como región. Grupos como los Brics y los Ibas (India, Brasil, Sudáfrica), de los que Brasil forma parte, pueden y deben actuar para diluir esta visión de confrontación.

Sería muy simplista no considerar, en previsión de lo que podría ser un nuevo orden mundial, los cambios que se producirán en los países o transversalmente en ellos. Las impresionantes manifestaciones antirracistas que se han extendido desde los Estados Unidos al mundo, con fuertes connotaciones de prácticas colonialistas aún presentes en las políticas migratorias de los países europeos, exigirán reformas impresionantes, que se sumarán a otras ya exigidas por la pandemia, como mejores servicios de salud o la ampliación de la esfera pública en cuestiones sociales y culturales. Por otra parte, el agotamiento del neoliberalismo, que ha provocado protestas masivas en países como Chile, Colombia y Ecuador; tenderá a extenderse por toda la región tras la recesión y la llegada del desempleo, en la medida en que las políticas de austeridad miopes no den paso a la inversión pública y a una mayor participación directa del Estado. No puede descartarse que, en algunos países de instituciones frágiles o poco sólidas se produzcan grandes convulsiones sociales, que podrían, o bien apuntar hacia una verdadera democratización de la sociedad, o bien -hay que reconocerlo- despertar anhelos de seguridad y orden con connotaciones fascistas, más allá de las tendencias ya presentes en países como Brasil y Bolivia. Tales transformaciones internas, cuya dirección dependerá, en parte, de la capacidad de articulación de las fuerzas progresistas, no pueden ser ignoradas en el diseño del futuro orden internacional.

En definitiva, en los meses y años venideros los cambios internos y los propios del marco geopolítico mundial interactuarán para que un nuevo orden sustituya al actual. Esto debería tener lugar, en diversos grados, en instituciones oficiales, como las Naciones Unidas, y en instituciones oficiosas, como las diversas «G», en las que se debaten cuestiones mundiales y se teje un consenso que luego guiará decisiones nacionales e internacionales. Cuestiones como el clima, la pandemia y el empleo estarán en el centro de estos debates. El que se produzcan desde una perspectiva de solidaridad y cooperación o de egoísmo y conflicto dependerá de las formulaciones que puedan hacer los Estados nacionales y los grupos transnacionales, incluida la sociedad civil. Como siempre, la historia sólo plantea los problemas. Depende de los seres humanos, debidamente conectados, resolverlos.

*Traducción de Rafael Heibar para NODAL.


Reflexões sobre a geopolítica depois da pandemia

Por Celso Amorim*

Em vez de bipolaridade, deveríamos pensar em um “tripé” de poder mundial

Embora seja muito difícil prever como será o mundo pós-Covid-19, parece haver consenso entre os principais analistas que mudanças profundas ocorrerão no ordenamento vigente depois da Segunda Guerra Mundial, incluídas aí as importantes alterações geopolíticas – menos estáveis do que se supunha – que se seguiram ao fim do “socialismo real” e à dissolução da União Soviética.

Uma das mudanças mais previsíveis, sobre a qual não parece haver grande discordância (independentemente dos juízos de valor sobre ela) é a ultrapassagem dos Estados Unidos pela China como a maior economia do planeta. Essa ultrapassagem já ocorreu em termos de poder de compra, critério frequentemente usado pelas instituições financeiras internacionais, como o Fundo Monetário e o Banco Mundial, para expurgar flutuações cambiais da medição do peso econômico de cada país. Em mais alguns anos, a superação da economia norte-americana pela chinesa deverá, segundo toda probabilidade, ocorrer também no que se refere ao PIB medido em preços de mercado.

Note-se que a ascensão econômica da China, como costuma ocorrer, reflete-se no plano político e, em menor escala – mas de forma perceptível –, no terreno estratégico militar. Mesmo pensadores ocidentais, notadamente norte-americanos, apontam para o acréscimo do chamado “poder brando” chinês, em contraste com o declínio da capacidade de atração dos EUA. Pesquisas recentes, durante a pandemia, demonstram uma perda de popularidade da autointitulada “terra da liberdade” no imaginário de países europeus, muito especialmente na Alemanha. Nos últimos anos, assistiu-se a uma maior atratividade chinesa, em virtude de programas, como o “Um Cinturão, uma Rota”, que levaram ao país asiático líderes de diversas nações desenvolvidas. A força de atração da China, apesar de continuadas reticências com relação ao seu regime político, tenderá, a curto e médio prazo, a acentuar-se em virtude da percepção de que, bem ou mal, o país foi capaz de conter o vírus, do ativismo diplomático em ações de cooperação em relação à pandemia, da maior disponibilidade para investimentos em outras áreas do mundo. Ao mesmo tempo, a atitude de indiferença ou mesmo de hostilidade de Donald Trump para com outros países resultará, como apontou, entre outros, Joseph Nye (o criador do conceito), em declínio ainda mais acentuado do “poder brando” (soft power) norte-americano.

Em vez de bipolaridade, deveríamos pensar em um “tripé” de poder mundial

Uma das grandes incógnitas, a ser esclarecida nos próximos meses, é justamente saber para onde vai a política externa dos Estados Unidos. Obviamente, os interesses estruturais norte-americanos continuarão a ser os mesmos, a começar pelo capital financeiro, pelas grandes empresas de tecnologia e por considerações de natureza estratégico-militar, ainda que câmbios internos, derivados da pandemia e da crescente revolta da população de origem africana, possam modular substancialmente a forma com que esses interesses são apresentados e defendidos mundo afora. Essencialmente, trata-se de saber, por ocasião da escolha entre Joe Biden e Trump, se Washington manterá a atitude de defesa agressiva dos seus interesses econômicos e estratégicos, sem levar em consideração outras posições ou sensibilidades, ou se, como ocorreu em larga medida desde a Segunda Guerra Mundial, buscará modular sua ação de modo a evitar conflitos arriscados e confrontações desnecessárias. A resposta a esta pergunta teremos nos primeiros dias de novembro.

A anteposição EUA-China poderia indicar que o mundo transitará do arremedo de unipolaridade pós-Guerra Fria, que vinha esmaecendo nas duas últimas décadas, em direção a uma nova bipolaridade (alguns analistas falam em “nova Guerra Fria”). Não há que menosprezar o potencial de conflito e rivalidade entre as duas maiores economias do mundo. Um respeitado analista político, que exerceu cargos importantes na administração norte-americana, Graham Allison, cunhou a expressão “Armadilha de Tucídides”, a propósito do risco (ou quase certeza) de confrontação ou guerra quando uma potência emergente ultrapassa ou ameaça a supremacia de outra, dominante até então. Foi o que ocorreu entre Atenas e Esparta na Guerra do Peloponeso, cinco séculos antes da nossa era.

Mas não é necessariamente assim. Em primeiro lugar, do ponto de vista estratégico-militar, não há como descartar a Rússia, cujo potencial em armamentos modernos, de alto poder destrutivo tem sido constantemente atualizado e aprimorado, de foguetes hipersônicos a torpedos de longuíssimo alcance com capacidade nuclear. Além disso, a Rússia detém um vastíssimo território, que vai do coração da Europa às lonjuras árticas do Extremo Oriente, rico em recursos naturais, a começar por petróleo e gás, cujos papéis na economia mundial dispensam comentários. Sem falar no fato de que, após o período da “ressaca” yeltsiana, pós-dissolução da URSS, Moscou voltou a demonstrar grande assertividade no terreno internacional, ilustrada, entre outras, pelas ações na Crimeia e na Síria. Assim, do ponto de vista estratégico-militar, mas com óbvio impacto político, seria talvez mais correto, em vez de bipolaridade, falar-se, como já me referi, de um “tripé”, em que três superpotências buscariam equilíbrios variáveis.

Hoje, esse equilíbrio tende a se realizar com uma aliança “eurasiana” entre Moscou e Pequim, em face de um governo norte-americano voluntariosamente agressivo e com alto grau de imprevisibilidade, o que ficou demonstrado nos conflitos da Síria e do Afeganistão e, até certo ponto, com relação à Coreia do Norte. Mas a estabilidade dessa aliança está longe de ser um dado permanente. Nada exclui que, como no passado (quem não se lembra do conflito sino-soviético dos anos 60 e 70?), choques de interesse venham a ocorrer entre as duas grandes potências do continente eurasiano e que, eventualmente, Washington possa beneficiar-se. Uma extensíssima fronteira comum pode ensejar importantes ações de cooperação, mas frequentemente é também fonte de atritos. Não é um cenário provável, por ora, dada a grande dependência da Rússia em relação a investimentos e apoio econômico da China, mas não é de se descartar em um cenário de mais longo prazo.

O “tripé estratégico” não esgota o quadro de atores que conformarão a nova ordem mundial pós-vírus. Em um mundo reconstruído, a União Europeia continuará a ter peso relevante. Decisões recentes parecem indicar uma renovada disposição de seus mais importantes integrantes, notadamente a Alemanha de Angela Merkel e a França de Emmanuel Macron, em reforçar a União, em particular com uma nova concepção do papel das instituições europeias na política fiscal. Para além de empréstimos, governantes europeus acordaram estímulos diretos de grande vulto, na casa do trilhão de euros, sob a forma de subsídios, para impulsionar a reconstrução pós-pandemia. Obviamente, é necessário aguardar para ver como essas boas intenções anunciadas pela Comissão Europeia se traduzirão em projetos concretos em benefício de economias mais atingidas pela crise. Em um sistema multipolar, em que será necessário contrabalançar o exercício cru do poder com atitudes de autêntica cooperação, a capacidade de iniciativa e de negociação da União Europeia não deve ser subestimada. Paradoxalmente, a médio prazo, o Brexit, sempre apontado como um sintoma de fraqueza, pode ter contribuído para um reforço do eixo Paris-Berlim, com ramificações, sobretudo, na Europa Meridional. Claro está que a unidade europeia continuará a enfrentar grandes desafios, entre eles a tendência autocrática de alguns países da antiga órbita soviética, que ameaça tisnar a imagem democrática que o Velho Continente deseja projetar. Seja como for, nas grandes negociações sobre temas globais, como clima, imigração, comércio e direitos humanos, a Europa tenderá a atuar de forma coordenada. Em um mundo de grandes blocos (Estados Unidos, China e Rússia são blocos em si mesmos), a União Europeia fará sentir sua influência.

Isso nos leva, finalmente, à pergunta: qual é o lugar da América Latina e do Caribe e, em particular, do Brasil na construção da Nova Ordem? Uma opção para os países da região seria a atuação isolada, cada um buscando retirar o máximo de vantagens individuais de alianças preferenciais com algum dos grandes polos estratégicos. Essa opção pela “subalternidade”, que na verdade tem sido praticada por alguns governos, nos deixará reféns dos interesses de uma das grandes potências responsáveis pelo equilíbrio global. Sempre que o interesse do país ou da região se chocar com a potência hegemônica, este ou esta terá de ceder. No plano dos valores, ideias como solidariedade, cooperação e diálogo pacífico serão postas de lado em deferência ao “destino manifesto” do país líder. Pareceria mais lógico, em uma nova “multipolaridade” (ainda que com traços de bipolaridade) que se avizinha, que as nações da América Latina e do Caribe atuem de forma tão unida quanto possível, países em desenvolvimento que são e que necessitam ainda se capacitar para os grandes desafios econômicos e tecnológicos do futuro.

Naturalmente, é até difícil imaginar nos dias de hoje, com governos tão díspares e com o maior dos países da região abraçado a uma política de submissão explícita, que um cenário de maior independência possa produzir-se. Mas é essencial que tenhamos clareza a esse respeito para implementar uma verdadeira política de integração e cooperação latino-americana e caribenha (se necessário, no nosso caso, precedida por maior integração sul-americana), quando as condições permitirem.

Em um mundo reconstruído, a União Europeia continuará a ter peso relevante

Esta sonhada unidade sul/latino-americana (e caribenha), para ser eficaz, não poderá dispensar parcerias com outros grupos de países em desenvolvimento. A África, apesar da variedade de situações e de inclinações políticas, tem sabido manter-se unida nas grandes questões globais, das mudanças climáticas ao acesso a vacinas, da oposição às sanções econômicas à defesa do multilateralismo. A cooperação com a África, no caso do Brasil uma obrigação histórica e cultural, é essencial para lograr interesses das nações em desenvolvimento, como se revelou em mais de uma oportunidade, em discussões ambientais, comerciais ou relativas à saúde global. Algo semelhante se dará em relação aos países em desenvolvimento da Ásia (afora a China, que, a rigor, não pode ser considerada “em desenvolvimento”), a começar pela Índia, cuja economia, medida pelo poder de compra, está entre as cinco maiores do mundo. Até que ponto essas nações lograrão um posicionamento independente sem cair na subordinação ou, contrariamente, na hostilidade em relação à China é algo que terá de ser acompanhado e sobre o que não é possível fazer prognósticos claros.

Cabe aqui um parêntese para assinalar que a visão estratégica hoje prevalecente em Washington procura desde já subverter a efetividade desse “arranjo multipolar”. Em plena pandemia, sob a liderança do secretário de Estado norte-americano, reuniram-se virtualmente os ministros das Relações Exteriores de sete países. Além dos EUA, estavam presentes, segundo noticiário indiano, os titulares das pastas do Exterior de Brasil, Israel, Índia, Austrália, Japão e Coreia do Sul. Esse grupo, aparentemente heterogêneo, tem um traço em comum. Seja por motivos ideológicos, seja por interesses e rivalidades regionais, são vistos como potenciais aliados em uma política de enfrentamento com a China. Curiosamente, nenhum país da Europa, cujos governantes se têm mostrado bastante pragmáticos em relação a Pequim. Embora seja prematuro julgar a estabilidade dessa configuração, ela não deixa de indicar como o atual governo norte-americano vislumbra uma eventual arregimentação antichinesa, totalmente contrária aos nossos interesses, como país e como região. Grupos como os BRICS e o IBAS (Índia, Brasil, África do Sul), dos quais o Brasil faz parte, podem e devem atuar para diluir essa visão de confronto.
Seria altamente simplificador não considerar, na antevisão do que poderá ser uma nova ordem mundial, as mudanças que ocorrerão nos países ou transversalmente dentro deles. As impressionantes manifestações antirracistas que se estenderam dos EUA para o mundo, com fortes conotações de práticas colonialistas ainda hoje presentes nas políticas migratórias de países europeus, exigirão reformas de fôlego, que virão a se somar a outras demandadas pela pandemia, como melhores serviços de saúde, expansão da esfera pública em questões sociais e culturais. Por outro lado, a fadiga com o neoliberalismo, que havia provocado protestos de massa em países como Chile, Colômbia e Equador, tenderá a alastrar-se por toda a região, na esteira da recessão e do desemprego, na medida em que políticas míopes de austeridade não cedam lugar a investimentos públicos, com maior participação direta do Estado. Não se pode excluir que, em alguns países, de instituições frágeis ou fragilizadas, ocorram grandes convulsões sociais, que tanto podem apontar no sentido de uma verdadeira democratização da sociedade, como – há que se admitir – suscitar anseios por segurança e ordem com conotações fascistoides, para além das tendências presentes em países como Brasil e Bolívia. Tais mudanças internas, cuja direção vai depender, em parte, da capacidade de articulação das forças progressistas, não podem ser desconsideradas no desenho que se queira fazer da futura ordem internacional.

Em suma, nos meses e anos que virão, mudanças internas e no quadro geopolítico mundial vão interagir para que um novo ordenamento substitua o que aí está. Isso deverá, em graus diversos, acontecer em instituições formais, como as Nações Unidas, e nas informais, como os variados “Gs”, onde se debatem os temas globais e se elaboram consensos que depois orientarão decisões nacionais e internacionais. Questões como clima, pandemia e emprego ocuparão o centro desses debates. Se eles se realizarão sob uma ótica de solidariedade e cooperação ou do egoísmo e do conflito é algo que vai depender de articulações que possam ser feitas por Estados nacionais e grupos transnacionais, inclusive da sociedade civil. Como sempre, a História apenas coloca os problemas. Cabe aos seres humanos, devidamente conectados, resolvê-los.

*Ex-chanceler e ex-ministro da Defesa.

Carta Capital


VOLVER
Más notas sobre el tema