Un decreto que nos aleja del futuro – Por La Nación, Argentina

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

A pesar de que la Constitución nacional solo admite los decretos de necesidad y urgencia para aquellos casos en que resulte imposible seguir el trámite parlamentario para la sanción de las leyes, el presidente Alberto Fernández ha vuelto a usar esa herramienta excepcional para arrogarse nuevamente una facultad propia del Congreso de la Nación. Dispuso declarar servicios públicos a los que brindan las tecnologías de la información y las comunicaciones y se atribuyó a sí mismo la facultad de regular sus precios. Nada de eso revestía necesidad ni mucho menos urgencia: el Poder Legislativo está funcionando y, obviamente, el asunto nada tiene que ver con la crisis sanitaria provocada por la pandemia.

No existe acuerdo entre los especialistas sobre qué debe entenderse por servicio público, un concepto que nació en Francia y que reservaba al Estado ciertas actividades industriales que este prestaba por sí mismo o «concedía» a privados. Si por servicio público se entiende hoy una actividad que los gobiernos desean someter a especiales autorizaciones y regulaciones, esas notas ya están presentes en los sectores alcanzados por la nueva norma. Lo que agrega esta calificación es que el Gobierno aprobará los precios de la telefonía fija, móvil, del acceso a internet y de la televisión paga, y de cualquier otro servicio de telecomunicaciones que hasta hoy no estuviera regulado y obedeciera a la dinámica competitiva.

Se trata de una norma que, además de inconstitucional, es difícil de comprender. Califica a todos los servicios audiovisuales y de comunicaciones como «públicos, estratégicos y en competencia», lo que resulta algo contradictorio. El mundo parece bastante de acuerdo en que la regulación tarifaria solamente se justifica en situaciones de monopolio, o al menos cuando no existe competencia efectiva. También, que si la competencia no fuera suficiente, lo que correspondería hacer es fomentarla para que aumente y no eliminar la existente. Declarar servicio público a una prestación simplemente porque está muy generalizada, o porque se considera esencial, carece de toda justificación. Comer es «más esencial», si cupiese semejante expresión, que conectarse a la TV y, sin embargo, la producción de alimentos no es un servicio público. En el caso de la televisión paga, existe la alternativa de la televisión digital abierta, de recepción gratuita, en la que el Estado ha invertido más de 1100 millones de dólares.

Si una inversión dependerá de las decisiones de un gobierno, el peligro es que las empresas no deseen correr semejante riesgo. La suspensión de la ley de economía del conocimiento fue una pésima señal

Paradójicamente, en los considerandos del decreto, el Gobierno cita el artículo 42 de la Constitución nacional, que reconoce como un derecho de los consumidores, esto es un beneficio para ellos, «la defensa de la competencia contra toda distorsión de los mercados». A renglón seguido, establece un mercado que eliminará de cuajo la competencia y dejará la decisión sobre los precios y otras características de los servicios en manos de una oficina administrativa dirigida por personas que, a tenor de los antecedentes publicados en el sitio del Ente Nacional de Comunicaciones (Enacom), en casi su totalidad carecen de idoneidad técnica, a diferencia de lo que sucede en organismos similares de los países que son modelo en la materia.

La medida puede ser electoralmente efectista en el corto plazo porque incluye un congelamiento de precios, pero desde la perspectiva del interés del consumidor no hace falta demostrar qué ocurrió en el país cuando el Estado monopolizó determinados servicios en comparación con los resultados de una oferta abierta a la competencia. Esta medida golpea a las empresas. No como un castigo porque hayan fracasado, sino todo lo contrario, porque han sido exitosas en difundir sus servicios, lo que a su vez ha sido posible precisamente porque pudieron actuar en régimen de competencia y sin regulación tarifaria. Así llegaron la telefonía móvil y la televisión paga e internet a la población (a la totalidad, en el primer caso y a una alta proporción, en el segundo). Sus contribuciones como herramientas de inclusión quedaron a la vista durante la pandemia. En contraste, nadie duda de calificar como servicio público la provisión de agua potable y cloacas, reiteradamente desatendida por administraciones de distinto color, y el porcentaje de hogares que disponen de ese servicio es inferior al de los que están conectados a internet o cuyos habitantes tienen teléfonos móviles.

Si la competencia no es suficiente, corresponde fomentarla para que aumente, no eliminarla

Fijar los precios es gestionar indirectamente las operaciones de las empresas que requieren de fortísimas inversiones y que presentan un dinamismo que las obliga a «reinventarse» permanentemente para acompañar los vertiginosos cambios tecnológicos. Basta señalar la aparición de la tecnología 5G en comunicaciones móviles, o el simple hecho de que buena parte de las comunicaciones y del consumo de televisión ocurren a través de plataformas como WhatsApp, Skype, Netflix, Amazon Prime, y muchas otras; es decir, que las empresas telefónicas y los canales de televisión no tienen el mismo rol que hace pocos años en esa cadena de valor. Si la suerte de una inversión dependerá de las decisiones de un gobierno, el peligro es que las empresas no deseen correr semejante riesgo y terminen con tecnologías obsoletas sin invertir siquiera en mantenimiento. En otras palabras, que los argentinos volvamos a tener serias dificultades para comunicarnos y para acceder a información y entretenimiento precisamente en la era de la información. En un plazo no tan largo, pagarán las consecuencias el usuario y la economía de todo el país. Desgraciadamente, la experiencia que recordarán los potenciales inversores privados es el congelamiento de las tarifas de telefonía fija durante una década por decisión del sector político que hoy vuelve a gobernar. La falta de inversión abrirá el camino a declarar otra «necesidad pública» para que el Estado crea que deba hacer lo que los privados no harán y las condiciones estarán dadas para que reaparezca la empresa pública gestionada por políticos, creada al efecto o como consecuencia de haber estatizado alguna de las que operan actualmente. Nada autoriza a pensar que ese experimento sea diferente de los anteriores.

Tampoco es suficiente para semejante medida la invocación de las necesidades sociales y el loable fin de permitir el acceso a los servicios de grupos más vulnerables. En materia de telecomunicaciones, esas llamadas «fallas de mercado» son corregidas a través del llamado Fondo Fiduciario del Servicio Universal. Todas las empresas aportan un porcentaje de su facturación para financiar servicios que serían para ellas deficitarios si fueran prestados en condiciones de mercado. Ese fondo ya existe en la Argentina desde 2001.

Más allá de que medidas como esta disuaden a actuales y potenciales inversores en sectores dinámicos que requieren, precisamente, de mucha inversión, y que podrían además afectar derechos adquiridos por ciertas licencias, en cualquier caso someter a un control político a las empresas de las que depende que circule la información abre la puerta a oscuras tentaciones autoritarias de censurar los contenidos.

Es notable cómo una sola decisión presidencial puede involucrar tantos ataques: a la división de poderes, a la seguridad jurídica y al bienestar de los consumidores en el mediano plazo. Evidentemente, la vocación del Gobierno por abrir nuevos frentes de conflicto con la sociedad solo confirma su incapacidad para tomar las medidas racionales que la situación demanda. Pretender imponer su férreo control también en este terreno, en desmedro de la seguridad jurídica que podrá acercarnos las necesarias inversiones, solo vuelve a alejarnos del futuro.

La Nación

 


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