Entre el negacionismo y la naturalización – Por Daniel Feierstein, especial para NODAL

Foto: German Sánchez Arias
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Daniel Feierstein *

El fenómeno de la negación (en tanto proceso psíquico) y el negacionismo (en tanto constructo ideológico) han sido comunes en numerosas crisis humanitarias, en guerras, procesos genocidas, desastres naturales o epidemias.

Algunos testimonios al respecto resultan desgarradores cuando se escuchan años más tarde, como la narración de Filip Müller en el documental Shoah de Claude Lanzmann, donde narra la inacción de un contingente de judíos en los barracones de Auschwitz ante los gritos desesperados de una de ellos que les informaba acerca de su destino de aniquilación. O las crónicas de Jaika Grossman sobre las estrategias desarrolladas para quebrar el negacionismo de las poblaciones judías en los guetos de Bialystok, Vilna o Varsovia, requisito fundamental para poder encarar acciones de resistencia.

También se vivió en la Argentina de la última dictadura, con el intento de autoconvencerse de que los desaparecidos estaban en Europa, que habían sido enviados a granjas de recuperación en el sur o que no podían ser tantos.

Minimizaciones, relativizaciones, falsas equivalencias, distorsiones, teorías conspirativas. Variadas y numerosas formas de no querer confrontar con el dolor que produce la muerte cuando llega de modos inesperados, disruptivos, novedosos.

En distintos puntos del globo y con diversas formas estamos asistiendo también a un masivo proceso de negación a propósito de las muertes generadas por el COVID 19.

La discusión sobre las cifras, sobre su impacto en la población, las falsas equivalencias con otros conjuntos de muertos (producidos por enfermedades respiratorias, accidentes de tránsito, paros cardíacos, desnutrición), las numerosas teorías conspirativas. Pero, también, la invisibilización de los nombres y rostros de los fallecidos y sus familias, los obstáculos para despedir a los seres queridos en un contexto de distanciamiento obligatorio, las dificultades para tramitar el duelo cuando no se quiere hablar de esos muertos porque podrían poner en cuestión la instalación de un clima de “hartazgo”, de “necesidad de apertura”, de “insoportabilidad del encierro”.

Resulta llamativo que el vocabulario del “hartazgo” o el “cansancio” se reproduce idéntico en ciudades que han tenido meses de restricciones y en otras que casi no han implementado medidas de cuidado. La incertidumbre ante el contagio o la muerte se traducen en hartazgo ante las medidas de cuidado. Esta “necesidad” de retomar la vida previa a la pandemia en situaciones de altísimo nivel de contagio y muertes (Argentina, Colombia, Brasil, México, entre otros) parecen constituir formas de escapar o evitar un duelo necesario no solo en relación a las miles de vidas perdidas sino a los proyectos personales y colectivos tal como existían a comienzos de 2020, antes de la llegada de la pandemia.

Si en un primer momento en muchas sociedades primó por un tiempo corto un sentido comunitario, la renovación de la confianza en la posibilidad del cuidado estatal, el reconocimiento al personal de la salud o a otras profesiones esenciales, el reclamo del cuidado a quienes circulaban de modo innecesario, hoy en toda la región latinoamericana se ha invertido la escena. Aquellos que insisten en sostener medidas de cuidado son tildados de obsesivos y exagerados, el tema va desapareciendo del interés mediático pese a que los sistemas de salud van llegando al nivel del colapso y las muertes siguen una curva incremental y las propias autoridades en gran parte de los Estados lo van relegando a una cuestión de segundo o tercer orden.

Existen distintos modos de naturalizar los fenómenos sociales. En el caso de crisis profundas, esas naturalizaciones pueden implicar la incorporación de nuevos hábitos y rutinas que den cuenta de las transformaciones necesarias para actuar ante la nueva realidad, comprender que dichas transformaciones han llegado para quedarse por un tiempo y permitir su incorporación como parte de nuevas rutinas. O, por el contrario, la naturalización puede basarse en una insistencia maníaca en el retorno a la vida previa como si la situación de crisis no existiera, lo cual acrecienta el odio (y el “hartazgo” y el “cansancio”), al confrontarse con la omnipresencia de la muerte y al imposibilitar cualquier forma de duelo, tanto por las vidas como por los proyectos perdidos.

El riesgo de esta segunda modalidad, que parece dominante en la mayor parte del mundo occidental, no solo radica en el nivel de muerte generado (basta comparar las tasas de USA, gran parte de Europa o América Latina con las de los países orientales) sino un riesgo igualmente grave: que la frustración y la incapacidad de duelo se transformen en formas de proyección, que comiencen a buscar al responsable de nuestro sufrimiento en un sector de la población (los inmigrantes, los habitantes de barrios populares, las personas mayores, los judíos, los gitanos, entre otros grupos siempre disponibles para la estigmatización), en un Estado al que declararle la guerra (el “virus chino” o la “amenaza china” de Trump) o en las propias autoridades, el personal de salud o en los medios de comunicación que continúan informando sobre la pandemia, como parece ser el caso en Alemania o Argentina, entre otros países.

Las crisis pueden sacar a la luz lo mejor y lo peor de los pueblos. Quizás todavía estemos a tiempo de reflexionar sobre qué tipo de comunidad estamos construyendo con nuestras respuestas ante la pandemia y preguntarnos si una forma más humana no podría ayudarnos a lidiar también con otras injusticias (la desigualdad extrema, la desnutrición, el hacinamiento) que venimos naturalizando desde hace varias décadas. La alternativa a este proceso de elaboración sería aceptar sin resistencia el quiebre de los escasos lazos sociales que subsistían entre nosotros y la configuración de un mundo donde el egoísmo y la crueldad sean los determinantes fundamentales de las prácticas sociales.

Quizás ya vivíamos en ese mundo en América Latina y la pandemia solo lo ha puesto de modo más transparente ante nuestros ojos. Quisiera creer que todavía no es demasiado tarde para animarnos a resistir ese resultado.

* Investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), de la Argentina. Profesor de la Universidad Nacional Tres de Febrero y la Universidad de Buenos Aires y juez del Tribunal Permanente de los Pueblos.


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