Pesimismo a inicios del siglo XXI – Por Rafael Cuevas Molina

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Por Rafael Cuevas Molina *

Es difícil no ser pesimista en nuestro tiempo. Por doquier nos acechan los malos augurios. No sé trata de un pesimismo gratuito, sino de las conclusiones a las que se llega sin mayor esfuerzo cuando se ve lo que sucede en nuestro mundo, y la forma como reaccionamos todos, poderosos y simples mortales, subidos en la misma barca, sin que nadie parezca reaccionar ante lo que se nos presenta con evidencia.

Lo primero, tal vez lo más importante, es el deterioro constante, cada vez más veloz, de nuestro medio ambiente, que cada día avanza hacia el no retorno. El inmenso globo azul en el que vivimos, el que nos da cobijo y, al mismo tiempo, nos lleva como prisioneros en el espacio, está herido gravemente.

Lanza señales constantes y terribles de su estado, incendios, huracanes, deshielos, pandemias, como aullidos de dolor de una bestia herida. Pero nosotros, los humanos, implacables, lo seguimos cabalgando como en un rodeo mortal en el que el corcoveo desesperado no logra desembarazarse de nosotros.

Los grandes intereses económicos, insaciables aún en la agonía, ya hacen cálculos de cómo sacarán provecho de la catástrofe que estamos provocando. Ya se pelean los pasos que se han ido despejando en el polo ante el calentamiento global, y sacan cuentas de lo que ganarán cuando sus naves encuentren atajos a través de ellos.

El más grande pulmón del planeta arde, incontrolablemente, mientras las transnacionales agrícolas se frotan las manos con fruición sacando cuentas de cuántas hectáreas han ganado para el cultivo, y los ganaderos ponen manos a la obra transformando el territorio, otrora cubierto por la selva, en inmensos pastizales.

En California, un Estado norteamericano rico, con recursos materiales más que suficientes, se propalan incendios que aún con muchos esfuerzos no pueden ser detenidos, que destruyen poblados enteros, dejando tras de sí un desierto calcinado. Por doquier se suceden pequeñas tragedias derivadas del cambio climático, de la ya evidente subida del nivel de los mares, que irrumpen en las costas.

Vueltos de espalda ante la evidencia, en antiguas zonas lejanas casi deshabitadas, desérticas, apenas cubiertas de rastrojos en el confín de los desiertos, se erigen urbes plagadas de rascacielos que dependen totalmente de los suministros que les llegan desde lejos, a veces desde miles de kilómetros de distancia. Son la admiración del mundo y sus nombres, Dubai, Las Vegas, son repetidos con admiración, como si su destino en unos cuantos años no fuera a ser el mismo de las pirámides de Egipto, enterradas en la arena, objeto de curiosidad de turistas y diletantes esnob que consideran que fotografiarse junto a la certidumbre de la precariedad humana les dará prestigio entre sus mediocres congéneres.

Ciudades que derrochan energía dispendiosamente para calentarse o refrigerarse, para iluminarse. Ciudades como Tokio, Shangai, Nueva York o Londres, que fagocitan lo que medio mundo necesitaría, aunque fuera para sus necesidades más básicas, un bombillo para iluminar una habitación maltrecha, una conexión para echar a andar una planta eléctrica, una bomba para sacar agua de un pozo. Un hemisferio iluminado como si se tratara de una fiesta, mientras la otra no logra ni siquiera que alguien conecte un calentador a un enchufe para poner a calentar una taza de agua.

Nosotros mismos, los de a pie, contribuimos con nuestra pequeña parte cada uno. Los más pobres, porque no tienen alternativa. Los demás, llevados por el tren de la sociedad de consumo que parece no dar oportunidad para bajarse de él, poniendo paños tibios a la conciencia cuando ponemos a reciclar los envases de plástico de lo llevado hasta el hogar, los periódicos que llegan cotidianamente y se amontonan con sus páginas repletas de anuncios, el escaso vidrio en el que vienen algunos de los alimentos que compramos.

Mientras tanto, como en un final de fiesta caótico, aparecen por doquier imbéciles que se encaraman en los puestos más relevantes del poder. Pareciera que están en competencia para ver quién gana el trofeo universal a la estupidez. Cuando más necesitamos sensatez y buen juicio, lo que aparece son impresentables cuya sola presencia parece negar la presunción de que somos una especie que se encuentra en continuo y creciente rumbo de perfeccionamiento.

Lo peor es que somos nosotros los que los ponemos ahí, los que nos dejamos obnubilar por las volteretas que hacen en el escenario, por sus ridículas poses de sabelotodos de pacotilla. Somos nosotros los que nos reímos de sus espectáculos circenses mientras el mundo se derrumba alrededor. No hay show que nos llame tanto la atención como los gestos de orangután de quien comanda la nave mayor, y amenaza con quedarse per secula seculorum columpiándose en el escenario central del circo.

No pudimos soportar unos meses de enclaustramiento para evitar que la pandemia que nos asola remitiera. Ni la amenaza de la muerte es más fuerte que nuestra pueril necesidad de hacer lo de siempre. En cuanto hemos podido, nos hemos saltado, vociferando, las reglas, y ni siquiera la contundencia de la multiplicación de las muertes nos detiene. Con la risa bobalicona en los labios, y a ritmo de reguetón, salimos a contagiarnos, como si de una gracejada se tratara.

¿Será que los humanos nos merecemos este destino?

* Historiador, escritor y artista plástico. Licenciado en filosofía y magíster en Historia por la Universidad de La Habana. Catedrático, investigador y profesor en el Instituto de Estudios Latinoamericanos (IDELA), adscrito a la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional (UNA), Costa Rica. Presidente de AUNA-Costa Rica.


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