Sacar el aborto del armario, ponerlo en la red – Por Raquel Rero

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Por Raquel Rero

—Alguien necesita golosinas para tres semanas.

La primera línea en un chat para aliviar la presión de la válvula interna, el inicio del camino de un aborto en uno de los países más restrictivos de América Latina y el Caribe. Con un mensaje en clave, Berta Padilla (nombre ficticio) ha hecho muchas veces de puente entre las mujeres que buscan interrumpir sus embarazos y la red feminista que les ayuda. Es una red clandestina, porque en Honduras se prohibe el acceso al aborto en todas sus formas, así como la anticoncepción de emergencia. Padilla encontró el contacto de una persona que formaba parte de la red a través de una institución que trabaja por los derechos de las mujeres en el país. “Yo era una cara pública, en mis redes sociales defendía el aborto libre. Empezaron a escribirme para ver si tenía acceso al medicamento y yo les remitía a la red”, explica.

A través del correo o el teléfono –mediante aplicaciones de mensajería cifradas y seguras– se pide un ultrasonido para comprobar el tiempo y tipo de embarazo. La red proporciona las pastillas abortivas (misoprostol y mifepristona) a cambio de una cantidad de dinero, aunque también se ofrecen rebajas o el medicamento gratis según la condición de la mujer. A partir de ahí se les explica el proceso y, si ellas lo piden, se les acompaña telefónica o presencialmente.

“Se trae el medicamento desde otros países donde el aborto es legal. Les damos las instrucciones de cómo tomarlo y compaginarlo con analgésicos, antieméticos y antidiarreicos. Recomendamos cuatro pastillas de miso bajo la lengua. Si se lo ponen en la vagina y llegan a necesitar atención médica se las pueden encontrar y procesarlas por aborto”, detalla la activista. Ella misma se quedó embarazada e interrumpió su embarazo en dos ocasiones, ambas con seis semanas de gestación. Consiguió la medicina (Cytotec de Pfizer) a través de la red y en una farmacia pequeña que hizo la vista gorda.

No hay cifras exactas de cuántas mujeres y niñas se someten a abortos clandestinos en Honduras, pero estimaciones de algunas organizaciones calculan que se realizan al año más de 50.000. La Organización Mundial de la Salud y Guttmacher Institute denuncian que tres de cada cuatro abortos practicados en América Latina no tienen condiciones de seguridad y cada año unas 760.000 mujeres reciben tratamiento por complicaciones derivadas de ello. Latinoamérica es una de las regiones del mundo con mayores restricciones legales a pesar del reconocimiento de esta problemática de salud pública.

Será Ley en todo el territorio. Lo dice la marea verde que tiñe de color toda la región. Pero en el intermedio, y ante el acceso a derechos dilatado en el tiempo, sigue haciendo falta la ayuda en paralelo. Lo decía la diputada argentina del Frente de Todos, Daniela Villar, en el debate por la media sanción del proyecto de ley presentado por el Gobierno de Alberto Fernández: “Las mujeres abortan ante la ausencia del Estado y esa ausencia las suplen las redes feministas”.

Abortar al margen del sistema

En ese hueco se encuentra la tela de araña que desde hace años tejen estas organizaciones. Más de 22 agrupaciones forman parte de la Red Feminista Latinoamericana y Caribeña de Acompañamiento y Aborto. Hay muchas más.

Maria José Tirao es partera en el Hospital José Ingenieros de La Plata y participante de la Red de Profesionales de la Salud por el Derecho a Decidir. Más de 2.000 profesionales hacen “activismo dentro del sistema de salud”. Realizan interrupciones legales con la bandera del causal salud, entendido desde una concepción biopsicosocial: “Si yo no tengo dinero para poder solventar una gesta, si no tengo trabajo o simplemente no se ajusta a mi proyecto de vida una gesta, eso sería un causal de interrupción legal”.

Quienes no quieren o no pueden acceder al ámbito hospitalario, son acompañadas por las Socorristas. Dan información siguiendo los protocolos de la OMS y acompañan a las mujeres y personas gestantes con prácticas seguras. El vínculo de cooperación entre ambas redes se ha incrementado por el aislamiento derivado de la pandemia. “Tuvimos que absorber la demanda del socorrismo y ahí se vio mucho el volumen de gente que aborta por fuera del sistema de salud. Hicimos que esas consultas llegaran a nosotras. Muchas se resolvieron por teléfono y la persona venía a retirar medicación y firmar el consentimiento informado, pero también hubo que tener en cuenta a quienes estaban aisladas o tenían situaciones complejas, como interrumpir viviendo en el mismo lugar con alguien que las violentaba. Ahí la labor de las socorristas fue estar en comunicación con la persona en el momento”, cuenta Maria José Tirao.

A la dificultad en el acceso, se suma el incremento de casos que trajo la pandemia en muchos países. Vanessa Jiménez cree que se cuadriplicó el número de abortos: “Una cosa que noté es que muchos embarazos estaban planeados y decidieron interrupirlos por la situación actual”. Desde el norte de México, en Nuevo León, trabaja de forma voluntaria con otras 19 mujeres en Necesito Abortar. Proponen “sostener una plática segura donde escuchar sus miedos y dudas, brindar escucha activa, dar información legal y científica”. La legislación mexicana ha creado un campo de difícil acceso con causales legales e ilegales según el Estado. A ello se añade el estigma social: “Pesa la idea de que aunque puedan acceder al derecho está mal que lo ejerzan. Buscamos transformar la vivencia y, en lugar de que lo vivan como un delito, que lo vivencien como un derecho”. Parte de la labor es darle la cara al Estado. Decirles: “Nosotras no estamos equivocadas, son ustedes quienes han incumplido el derecho de las mujeres”.

A diferencia de otros países, en México el misoprostol está disponible en las farmacias aunque depende mucho el acceso de quién esté detrás del mostrador. Compartir información sobre el aborto tampoco es delito y aún así la clandestinidad es una realidad.

Para Vanessa Jiménez el acompañamiento dura lo que la mujer necesita. Es presencial, es telefónico o, incluso, en su propia casa: “Hay chicas que no tenían otro lugar. Son procesos que antes no imaginaba porque yo también tuve mucho estigma. Creo que la experiencia me hizo entender que nunca se trata de mí un aborto, sino de la vida de quien lo está viviendo”. En plena pandemia, una chica de 15 años y su madre acudieron a ellas después de recibir la negativa de dos hospitales. ”Vino la madre, la hermana y la chica; pidieron comida y ella estaba bien. Fue un acompañamiento más para la mamá, ella lloraba… Si algo he aprendido es que el aborto además de un derecho es para muchas mujeres también un acto de justicia, de cierre. Simboliza también amor”, afirma emocionada.

El aislamiento ha sacado a la luz otra realidad: el aborto se hace en casa. Las Parceras de Colombia es la primera red de acompañamiento pública del país. Apuestan por descriminalizar el aborto, “sacarlo del closet”, según Eliana Riaño. Su enfoque es la entrega de información constante. Las Parceras no dan medicación –requiere receta médica– pero a quienes no consiguen acceder a ella les ayudan mediante alianzas con el sector sanitario. “La clandestinidad ha sido la salida para muchas, solo el 1% de las mujeres que abortan en Colombia lo hacen en la institucionalidad”, cuenta.

El reto de estas redes es llegar a la mayor cantidad de mujeres. Para ello es necesario tener acceso a internet o a una red telefónica, y en Colombia todo se complica en regiones rurales o en acompañamientos en lenguas locales. Eliana Riaño denuncia que “el rostro del aborto inseguro es un rostro de mujeres jóvenes, indígenas, campesinas, negras, empobrecidas… No son mujeres de clase alta. Por eso la lucha del aborto es una lucha de clases, para dar cuenta también de los privilegios que tenemos unas sobre otras”.

La parcera da en la diana. Le sigue una compañera de Ecuador, Veronica Vera: “Todo dependerá del recurso económico, de la clase que les atraviese. Un porcentaje muy bajito se hace por vías legales y solo la clase media o alta accede a abortos seguros en hospitales”. Forma parte de Las Comadres. Trabajan en un país donde hay tres causales de aborto legal, “uno de los protocolos más progresistas de la región sobre el papel”, pero no en la práctica y en Ecuador se persigue la interrupción como un delito. Denuncia que no hay información clara: “Los médicos no saben que el aborto es un derecho y el acceso queda pendiente de sus creencias o de la información que tengan”. En esa laguna actúan desde 2014 Las Comadres: “Nos dimos cuenta de que era necesario ir un paso más allá, queríamos vernos y darnos información, por ello el encuentro grupal es la forma en la que nosotras acompañamos”. Frente a la criminalización, el rostro: “Nuestra apuesta es por el encuentro, sacar el aborto de lo ilegal y lo clandestino; estar antes, durante y después de todo el proceso”. Desde marzo han tenido que reinventarse utilizando las llamadas, pero espera poder volver pronto al encuentro: “Para nosotras es lo que da la posibilidad de despenalizar el aborto socialmente y constatar que es una realidad”.

Ponerle el cuerpo, la cara, y también darle la mano

La integrante de Las Comadres cree que acompañar abortos es una apuesta también por la autonomía: “Una mujer que decide abortar a pesar de un contexto tan complejo como estar en aislamiento por ejemplo, y que aún así esté determinada, es una lucha por ella misma. Y nosotras debemos seguir ahí, porque lo nuestro es hacer que esta autonomía sea posible”.

Sacar el tabú del armario y colocarlo bajo la luz. “Por eso elegimos la visibilidad”, concluye Vanessa Jiménez, “para recordarles que no son ellas las equivocadas sino que ha sido el Estado quien les ha fallado y darnos cuenta de nuestra capacidad de cambiar el contexto”.

Acompañar es también desaprender. Eliana Riaño lo reconoce: “Todas tenemos prejuicios. Antes, por ejemplo, pensaba que el aborto solo era la última opción. Para mí el acompañar significó cambiar muchas cosas en mi percepción del tema. Me enseñó los límites que nos pone el Estado, las leyes y la medicina hegemónica occidental. Acompañar es romper esos límites también. Estar con ellas nos hace pensar más herramientas, en cómo seguimos avanzando”. Es aprendizaje transnacional en la lucha de acompañarse unas de otras, dándose respuesta mutua para salvarse de los huecos del sistema. Por eso Eliana cree que la tela debe crecer: “Seguir enredándonos para protegernos y colectivizar este saber que debe ser de todas”.

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