Una salida humanitaria – El Tiempo, Colombia

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

En el complejo escenario de guerra que se ha planteado del lado venezolano de la frontera con Colombia, a la altura de Arauca, por la ofensiva de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana (FANB) contra supuestos grupos escindidos de la disidencias las Farc, hay algo que no se puede perder de vista: las comunidades que han quedado entre los dos fuegos.

Desde el 21 de marzo, familias de venezolanos, colombianos y colombovenezolanos han tenido que abandonar sus casas, sus cultivos y animales y cruzar el río que sirve de límite natural, para refugiarse en Arauquita con el único objetivo de sobrevivir.

Al menos 5.000 personas, con la vida en una maleta, se han visto forzadas a esa errancia dolorosa y trágica en una zona donde durante años han confluido múltiples factores de violencia y delincuencia, pero que nunca, como hasta ahora, había permitido ver tan claramente sus costuras como una extensión del conflicto y el narcotráfico colombianos mezclados con la devastación sociopolítica y económica en la que la dictadura madurista ha hundido a Venezuela.

Porque durante años, décadas quizás, estos habitantes de Apure habían convivido forzosamente con guerrilleros que tienen en ese estado su área de operaciones delictivas relacionadas con las rutas del narcotráfico y explotación ilegal minera, y su retaguardia estratégica para cuando las cosas se ponen feas del lado colombiano. Todo ello ante la vista gorda de las autoridades del país vecino, cuya simbiosis con los fenómenos del conflicto colombiano ya no sorprende, sino que aterra.

De ahí que más de 60 ONG colombianas y venezolanas y personalidades a ambos lados de la frontera hayan solicitado a Naciones Unidas que sea designado un enviado especial que permita adelantar tareas prioritarias para la población desplazada por la violencia. Su clamor ha sido respaldado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que pide un poco más: que las autoridades de los dos países se coordinen para proteger y atender a la población civil; y luego de que pase la ola, garantizar su regreso. El problema es que Caracas y Bogotá ajustan dos años sin relaciones diplomáticas, y menos consulares, y cualquier trabajo conjunto en la frontera parece una misión imposible, hasta el punto de que hay temores de que las tensiones lleven a escaramuzas entre los dos ejércitos nacionales, dada la retórica inflamada de Nicolás Maduro y sus muchachos.

Es obvio que en el área de La Victoria, los derechos humanos son lo que menos importa. Los pobladores denuncian saqueos e incendios, y campesinos asesinados hechos pasar por guerrilleros, un lamentable remedo de los ‘falsos positivos’ colombianos. Y con la declaratoria de zona de conflicto se teme que entre a operar una especie de derecho de guerra en la zona, una patente de corso para los abusos y las violaciones.

Y si a esto se le suma el registro de la presencia en la zona de las Faes, cuerpos de la policía venezolana señalados de ejecuciones de opositores y cuya barbarie originó el pedido de disolución de parte de la alta comisionada de DD. HH. de la ONU, el panorama empeora. Por eso, más allá de las diferencias e ideologías, hay que buscar la salida humanitaria sí o sí.

El Tiempo

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