«Desarrollo» vs. Sustentabilidad, los desafíos desde América Latina – Por Horacio Machado Aráoz

3.320

Por Horacio Machado Aráoz*

El 21 de febrero de 1972, meses antes de que la ONU convocara la I Cumbre sobre el Medio
Ambiente Humano (Estocolmo), un líder político del Sur global advertía que “ha llegado la hora
en que todos los pueblos y gobiernos del mundo cobren conciencia de la marcha suicida que la
humanidad ha emprendido a través de la contaminación del medio ambiente y la biósfera, la
dilapidación de los recursos naturales, y la sobre-estimación de la tecnología […] El ser humano
ya no puede ser concebido independientemente del medio ambiente […] si continúa
destruyendo los recursos vitales que le brinda la Tierra, solo puede esperar verdaderas
catástrofes sociales para las próximas décadas” (Perón, 1972).

Hoy, casi 50 años después, vivimos la catástrofe. Somos habitantes de un mundo de
destrucciones socialmente producidas, pero políticamente naturalizadas. El año que pasó
–junto a temperaturas récord en el Ártico y la Antártida; descomunales incendios en la
Amazonía, en el Oeste norteamericano, en Siberia y en Australia– los humanos sufrimos la
primera pandemia verdaderamente global. Por primera vez, un virus –un elemento básico del
planeta– puso a toda la humanidad bajo la circunstancia de poder experimentar-nos como
comunidad biótica: integrantes de una misma especie que comparten iguales requerimientos
vitales e idénticos padecimientos y riesgos biológicos.

Irónicamente, en pleno siglo XXI, en la cumbre de una fenomenal carrera científico-
tecnológica, las sociedades más avanzadas se han visto igualmente vulnerables; forzadas a
recurrir a una tecnología medieval como único paliativo. Pero más irónico aún es “el origen
industrial del virus”, vinculado a la producción agroalimentaria global y su expansión
desproporcionada sobre los hábitats naturales que, a fuerza de monocultivos y mega granjas,
han operado como una aplanadora biológica, generando las condiciones de esta y otras
enfermedades zoonóticas (Wallace, 2016).

Vista en su etiología, la pandemia es fiel expresión del carácter contradictorio de nuestro curso
civilizatorio: un modelo de “desarrollo” que, procurando construir las condiciones del
bienestar humano, legitimándose en ideales que dicen querer poner fin a la escasez, al hambre
y a la desprotección humana ante los riesgos naturales, ha pasado a funcionar como
dispositivo estructural de degradación sistemática de la biósfera terrestre, justamente la que
provee las condiciones fundamentales de nuestra existencia.

Desde (por lo menos) 1970 a esta parte, las advertencias ambientalistas han sido desechadas;
de Estocolmo a Madrid (2020), las sucesivas cumbres de la Tierra han trazado un sarcástico camino: de la negación a la oficialización e institucionalización de la crisis ecológica global; y de
allí, a la fase actual de banalización y naturalización. Hoy, a diferencia de décadas atrás, “todo
el mundo sabe” y, al mismo tiempo, “nadie hace nada” (realmente conducente).

Las preocupaciones ambientales siempre han terminado sucumbiendo ante la prioridad
política excluyente del “desarrollo”. Y el problema del “desarrollo” es que, bajo la retórica
“bienintencionada” de sus promesas, subyace una maquinaria de “destrucción creativa”
(Joseph Schumpeter) diseñada para no parar; una maquinaria que no solo no tiene freno de
emergencia (Walter Benjamin), sino que además entra en crisis cuando apenas se desacelera.
La idea de desarrollo supone, subrepticiamente, una dinámica inmanente de crecimiento
incesante (de la producción y el consumo de mercancías) como condición sine qua non para el
(supuesto) logro de todos los objetivos políticamente deseables (de allí que el PBI sea
considerado acríticamente el medidor universal del grado de “desarrollo” de los países; acaso
también, de “felicidad” de las poblaciones). Incluso el “cuidado del ambiente” implicaría como
requisito la necesidad primero de “desarrollarse”.

Así, “el desarrollo ha llegado a ser una cuestión de vida o muerte”, pues “el crecimiento
industrial tiene un carácter fatal si continúa su curso exponencial, […] tiende a aniquilar el
ecosistema por una explotación insensata” (Morin, 1972: 61). En términos estrictamente
racionales, sabemos que no es posible el crecimiento indefinido en un planeta con taxativos
límites biofísicos. Crecimiento (ilimitado) y sustentabilidad son incompatibles; por tanto,
“desarrollo sustentable” es un oxímoron. Sin embargo, siendo una idea absurda, el “desarrollo
sustentable” sigue actuando como una política indiscutible. El crecimiento funciona en
nuestras sociedades como dogma sagrado y la acumulación de riquezas (financieras), como su
verdadera religión: lo que inmensas mayorías asumen y lo que determina el sentido de sus
vidas.

Ahora bien, tal credo solo resulta eficaz a condición de restringir la noción de “riqueza” a
meras formas abstractas, pues únicamente los valores financieros podrían crecer de forma
indefinida. El economista rumano Nicholas Georgescu-Roegen (también a inicios de los 70)
señaló como un error grave confundir riqueza con dinero y pensar la economía abstraída por
completo de los flujos de materiales y energía provenientes de los ecosistemas. Pues, el velo
del dinero encubre el empobrecimiento real que supone la destrucción y agotamiento de
recursos bajo la fachada del crecimiento del PBI. Para el fundador de la economía ecológica,
una economía centrada en el dinero no solo ocluye el costo ambiental del crecimiento, sino
también su costo social: el hecho de que la expansión económica se logra a expensas del
aumento de la tasa de explotación, de la naturaleza externa (suelo, agua, energía, minerales,
etcétera) y de la interna (cuerpos de trabajadores).1

Para ser más precisos, el crecimiento de la economía supone no solo el aumento de la tasa de
explotación de los recursos, sino también la profundización de las desigualdades históricas en
la apropiación diferencial de la naturaleza (incluido el trabajo humano). Esto es clave para
nuestro país y para toda América Latina. El patrón de división internacional del trabajo (y de la
naturaleza) que venimos arrastrando desde la época colonial funciona como un mecanismo
estructural de transferencia sistemática de riquezas naturales hacia los países
“industrializados”. Solo a condición de ese fenomenal subsidio ecológico, la maquinaria
industrial del mundo ha podido seguir funcionando (hasta ahora).

Desde hace por lo menos 50 años sabemos que “las mal llamadas ‘sociedades de consumo’
son, en realidad, sistemas sociales de despilfarro masivo” que funcionan en “los paísestecnológicamente más avanzados mediante el consumo de ingentes recursos naturales
aportados por el Tercer Mundo” (Perón, 1972). Cada ciclo de crecimiento de la economía
mundial ha estado basado en lo que el historiador ambiental Jason Moore llama
“apropiaciones de frontera”: mecanismos político-económicos a través de los cuales los países
periféricos “envían vastas reservas de trabajo, alimento, energía y materias primas a las fauces
de la acumulación global del capital” (Moore, 2013: 13).

Desde que iniciamos como pueblos nuestro camino en busca de la independencia, a principios
del siglo XIX, lo hicimos por la senda equivocada de suplir el gobierno externo con élites
internas, pero manteniendo y profundizando la misma plantilla económica y socioterritorial
impuesta. Las ciencias sociales en América Latina nacieron de la crítica a esa historia, la de la
conformación de sociedades fundadas en la apropiación oligárquica de la tierra para la
organización y administración de economías primario-exportadoras. Para lxs economistas fue
la causa de nuestro subdesarrollo y dependencia; para lxs sociólogxs, las raíces de las
desigualdades extremas y el autoritarismo.

La ecología política ve en ese modelo un esquema insustentable de depredación creciente, de
injusticia y violencia (económica, política y socioambiental) estructural. Eso que llamamos
“extractivismo” no es solo una cuestión ambiental; es un concepto político que da cuenta de
las interrelaciones existentes entre sobreexplotación de recursos, concentración económica y
autoritarismo político. Así, reconocer las ineludibles conexiones entre sustentabilidad, equidad
y democracia implica que, si queremos apuntar a ellas, debemos empezar por abandonar el
extractivismo.

Desde esa óptica, como región y como país, tenemos un gran desafío y oportunidad para hacer
una contribución crucial al principal problema político que afrontamos como especie: salirnos
de la matriz extractivista heredada de la colonia es reducir nuestra cuota de subsidio ecológico
a los sistemas sociales de despilfarro masivo. Es la base para buscar otras alternativas al
desarrollo; procurar matrices socioeconómicas, políticas y ecológicas donde sea posible
conjugar salud de la Tierra, salud de los cuerpos y de la sociedad.

En esa dirección parece oportuno retomar viejos consejos: “Debemos cuidar nuestros recursos
naturales con uñas y dientes de la voracidad de los monopolios internacionales que los buscan
para alimentar un tipo absurdo de industrialización y desarrollo en los centros […] De nada vale
que evitemos el éxodo de nuestros recursos naturales si seguimos aferrados a métodos de
desarrollo, preconizados por esos mismos monopolios, que significan la negación de un uso
racional de aquellos recursos. […] El problema básico de la mayor parte de los países del Tercer
Mundo es la ausencia de una auténtica justicia social y de participación popular […] La
humanidad debe ponerse en pie de guerra en defensa de sí misma”. En pleno siglo XXI no nos
está permitido recaer en las necedades del XIX: no podemos seguir buscando la independencia
ni profundizando lo que nos hace esclavos. No podemos continuar pensando el bienestar
humano de espaldas a la Madre Tierra.

*Investigador del Conicet, coordinador del Grupo de Ecología Política del Sur (CITCA), director
del Doctorado en Ciencias Humanas de la UNCa.

Notas:

1. El planteo de la economía ecológica no supone oponerse absolutamente al crecimiento de la
producción, ni a la innovación tecnológica, sino que plantea la necesidad de establecer límites
y regular el ritmo y sentido de los procesos productivos, tanto para adecuar las tasas de
extracción y consumo de materia y energía a las condiciones ecosistémicas, como para
orientarlos prioritariamente a la satisfacción universal e igualitaria de las necesidades vitales.
Bibliografía:
– Moore, J. (2013), “El auge de la ecología-mundo capitalista”. Laberinto N° 38.
– Morin, E. (1972), “Conciencia ecológica”. En Ecología y Revolución. Nueva Visión, Bs. As.
– Perón, J. D. (1972), “Mensaje ambiental a los pueblos y gobiernos del mundo”.
– Wallace, R. (2016), “Big farms make big flu”. En Monthly Review Press.


VOLVER

Más notas sobre el tema