Chile: nuestra vergonzosa xenofobia – Por Esteban Vilchez Celis

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Por Esteban Vilchez Celis*

Las imágenes son desoladoras. “Y verás cómo quieren en Chile al amigo cuando es forastero”, reza una canción que, hoy por hoy, seguramente es el mayor sarcasmo imaginable.

Entre cuatro y cinco mil personas marchando en Iquique para expulsar de la ciudad a venezolanos ingresados ilegalmente a Chile. Gente rabiosa culpando, sin pruebas, a esos inmigrantes de ser delincuentes. ¿Hay niños pequeños? Delincuentes. ¿Hay mujeres que cuidan de esos niños? Delincuentes. ¿Hay ancianos? Delincuentes. ¿Que no hay pruebas y ninguno de los que estaban en la Plaza Brasil ha sido siquiera denunciado y menos aún formalizado por delito alguno? Una minucia, un detalle.

Los desesperados que se auto destierran para emigrar con lo puesto en busca de una vida algo mejor para sí mismos y para sus hijos, son odiados en esta nueva tierra por una turba de sujetos con problemas para la sinapsis. Los más abandonados, los más marginados, escogieron como destino una tierra en la que los herederos de los odios dictatoriales y los hijos del individualismo enfermizo del neoliberalismo salvaje se reúnen para vaciar su bilis de odio y amargura, incapaces de conectarse con el dolor del inmigrante, ciegos para ver las caritas hambrientas de tantos niños que siguen a sus padres en una aventura terrible, sordos a los llantos por el frío de las noches, insensibles ante el hambre de los viejos, inconmovibles ante esas madres angustiadas, anestesiados ante la tristeza que sobrevuela esas carpas donde duermen tantas esperanzas absurdas de encontrar acogimiento y protección. ¿Quién les dijo que los chilenos éramos gente buena, cariñosa, compasiva? Esos marchantes, en número de entre cuatro y cinco mil personas, no detienen sus pasos siquiera un segundo para tratar de imaginar cuál debe ser el grado de desesperación y hasta qué punto no debe haber alternativas como para salir a caminar con niños cruzando medio continente. No. Son seres básicos, odiosos, sin argumentos, pero con suficiente odio, rabia y frustraciones como para buscar al chivo expiatorio representado por los más débiles, hoy representados por inmigrantes a los que nadie dará protección. Una turba de seres patéticos, envalentonados para marchar en contra de los desprotegidos, de los débiles, de los que no tienen más que una carpa, un puñado de cosas y niños que cuidar.

La maldad humana puede tomar formas diversas. Un desalojo ordenado por un gobierno que no se ha preocupado de que exista un lugar donde recibir a esas personas, donde abrigar a esos niños, donde contener tanta angustia. Ejecutado por carabineros que golpean niños y empujan ancianos y mujeres embarazadas. La orden es perversa; la ejecución, cobarde. Simplemente se trata de expulsarlos y lanzarlos de dónde están, pero ¿a dónde? A nadie le importa. ¿Entraron ilegalmente? Sí. ¿Se pregunta este gobierno por qué alguien haría algo así? Ciertamente, no. Pero, ya estando estas personas ilegalmente en Chile, ¿es que el carácter de indocumentados o ilegales les quita precisamente el carácter de personas? ¿Sus derechos humanos han desaparecido porque ingresaron ilegalmente?

Ya puestos en la situación de encontrarnos con estos inmigrantes ilegales acampando en la Plaza Brasil de la ciudad de Iquique, ¿simplemente debemos considerarlos menos que personas, menos que niños, menos que mujeres, menos que ancianos? ¿Debemos olvidarnos de que pasan hambre, de que tienen frío, de que padecen angustias?

Pero la maldad humana puede tomar todavía formas más bochornosas y despreciables: un grupo de sujetos, animados por un odio difícil de entender y sintiéndose líderes proactivos de estos manifestantes escasos de neuronas, toman las carpas y las poquísimas pertenencias de estos pobres entre los pobres, arrastrándolas hasta un punto común en donde les prenden fuego y las queman, para satisfacción de la turba irracional que pretende hacer justicia por sus propias manos. Por entremedio de ella, apenas protegidos por Carabineros que ya mostraron sus habilidades para desalojarlos, se escurren silenciosos y asustados estos grupos familiares, cuyos niños no entienden estas lógicas adultas, estos odios viscerales derivados sólo del hecho de ser nosotros venezolanos y ellos chilenos y hablar el español con acentos diferentes. Lo dijo hace ya bastante tiempo Antoine de Saint Exupéry: los niños tienen que ser pacientes para tratar de entender a los adultos. Quizás, alguna pequeña debe haber preguntado a su madre: “Mamá, ¿por qué esos señores están tan enojados con nosotros y queman nuestras cosas y los juguetes que había traído?”. Prender fuego debe ser más fácil para estos mamíferos mentalmente desaventajados que intentar contestar preguntas de esta clase…

Siento vergüenza, profunda vergüenza, de mi gobierno y de mis compatriotas, porque, aunque no he elegido como gobierno al que lidera el señor Piñera ni como compatriotas a los que marcharon en Iquique con el odio como estandarte y la estupidez como enseña, siguen siendo el gobierno de mi país y personas que comparten mi nacionalidad. Por eso me avergüenza su maldad, su insensibilidad y que la desplieguen asilándose en el hecho de ser chilenos. Su xenofobia es chabacana, prejuiciosa e ignorante: ¿cómo no avergonzarme?

La nacionalidad es importante por muchas razones, pero se transforma en una estupidez si se trata de iniciar guerras o dar rienda suelta al odio al extranjero. La violencia nacionalista es estúpida, como toda violencia. Jamás debemos olvidar que, ante todo, y más allá de cualquier nacionalidad, compartimos la misma naturaleza humana. Todos nos enfermamos, sentimos hambre y dolores, padecemos frío, tenemos miedos, amamos a nuestros hijos, nos compadecemos de nuestros padres ancianos. Todos buscamos un poco de paz y felicidad en un mundo cuya crueldad a veces es superlativa y que en Iquique se tradujo en nuestra terrible xenofobia hacia aquellos que provienen de un país que nos acogió sin reservas, condiciones, preguntas ni exigencias cuando hubo que escapar de las garras siniestras de la dictadura militar de Pinochet y sus cómplices civiles.

¿Debemos discutir la manera de poder absorber una ola inmigratoria importante? Sin duda. Pero no nos mintamos diciendo que no hay espacio, que no hay trabajo, que no podemos. Y, de cualquier modo, los desalojos, las deportaciones y las piedras para quemar las pertenencias de quienes no tienen casi nada, sólo revelan una bajeza moral que roza la abyección. Los problemas y desafíos humanos requieren soluciones humanas. Vergüenza tengo. Vergüenza deberíamos tener. Y debemos ofrecer, como país y sociedad, una respuesta humanitaria inmediata y eficiente si no queremos adormecer esa vergüenza y transformarnos en una tropa de sinvergüenzas. Y, de paso, pedir perdón, sobre todo a los niños y niñas inmigrantes que nos miran sin entender.

El Desconcierto


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