En América Latina, la brújula política apunta (nuevamente) hacia la izquierda – Por Vijay Prashad y Taroa Zúñiga Silva

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

En nuestra región, cuatro golpes de Estado emblemáticos han sido sustancialmente revertidos: Chile (1973), Perú (1992), Honduras (2009) y Bolivia (2019). Cada uno de estos Golpes fue impulsado por fuerzas políticas de extrema derecha, con el respaldo de las fuerzas armadas y del Gobierno de Estados Unidos. Sin embargo, para marzo del 2022 (cuando Gabriel Boric, del pacto Apruebo Dignidad, se juramente como presidente de Chile) la izquierda ostentará el poder en todos estos países: en enero de 2022, Xiomara Castro asumirá como presidenta de Honduras, mientras que en Bolivia y Perú, el presidente Luis Arce y el presidente Pedro Castillo, respectivamente, ya están en el cargo. Arce, Castillo, Castro y Boric se enfrentaron durante la campaña a nefastas fuerzas políticas, todas cercanas al fascismo y con estrechos vínculos con el Gobierno de Estados Unidos. Queda completamente claro que Washington quería ver a estos casi-fascistas en el poder, para avanzar en su agenda de estrangular a la izquierda en toda América Latina. Pero Arce, Castillo, Castro y Boric salieron victoriosos sobre la base de amplias coaliciones de trabajadores y campesinos, el empobrecido precariado urbano y la decadente clase media. Las movilizaciones de masas definieron las campañas electorales desde el altiplano de Bolivia hasta las tierras bajas del Caribe de Honduras.

Desgaste del neoliberalismo

Después de que el golpe de Estado del general Augusto Pinochet derrocara el proyecto socialista del presidente Salvador Allende en 1973, Chile se convirtió en el laboratorio del neoliberalismo. Pinochet trajo a los Chicago Boys para brindar, rápidamente, el mejor trato posible a las empresas multinacionales con sede en Estados Unidos (en particular aquellas interesadas en el cobre chileno), permitir a la oligarquía chilena unas vacaciones fiscales prolongadas y privatizar la mayoría de los servicios y programas públicos esenciales (incluidas las pensiones). Lo que permitió al régimen golpista de Pinochet mantenerse en el poder hasta 1990 fue el uso de la fuerza bruta contra los sectores obreros y socialistas organizados, así como también unos precios del cobre razonablemente altos. El giro hacia la democracia después de 1990 se gestionó a través de un acuerdo entre liberales (la Concertación) que logró que el ejército se retirara a los cuarteles, siempre y cuando no se desmantelara el proyecto neoliberal.

El sometimiento de los liberales a las políticas de la época de Pinochet no fue un fenómeno exclusivamente chileno. La crisis de la deuda del Tercer Mundo en la década de 1980 y la desaparición de la URSS en 1991 estrangularon la posibilidad de proponer nuevos proyectos socialistas, incluso desde las fuerzas de izquierda. Fue durante este periodo cuando el Fondo Monetario Internacional (FMI) se convirtió en un factor importante en la política latinoamericana, presionando por imponer regímenes de austeridad a sociedades que no tenían capacidad para tolerar recortes en el sector público. Cuando el FMI exigió austeridad a Perú en 1992, Alberto Fujimori dio un autogolpe, desmantelando el Congreso y el Poder Judicial para mantenerse en el poder. En otros países no fueron necesarios Golpes de este tipo, en gran medida porque sus Gobierno (todos liberales) cedieron a las políticas del FMI sin un empujón. Unos meses antes del autogolpe de Fujimori, el presidente Carlos Andrés Pérez adoptó el paquete de medidas del FMI, cuyo núcleo eran los profundos recortes en las subvenciones a los combustibles. Este paquete dio lugar a un levantamiento de masas -el Caracazo- , reprimido con brutal violencia por Pérez, quien buscaba subyugar a la población bajo la política de austeridad del FMI. Estos eventos inspiraron a un joven militar, Hugo Chávez, a entrar en la vida políticadel país.

Chávez, cuando decidió presentarse a la presidencia en 1998, no sólo le habló al pueblo venezolano: su voz llegó hasta la Patagonia y hasta la frontera entre México y Estados Unidos. Logró articular un fuerte movimiento en contra del neoliberalismo, que Chávez consideraba una política de hambruna masiva. La victoria electoral de Chávez sobre una plataforma antineoliberal y su articulación de una política bolivariana continental -que lleva el nombre del gran libertador de la América española, Simón Bolívar- inspiró a una serie de fuerzas políticas de toda América Latina y el Caribe. Es notable la rapidez con la que los países eligieron liderazgos políticos de izquierda: Haití (2001), Argentina (2003), Brasil (2003), Uruguay (2005), Bolivia (2006), Honduras (2006), Ecuador (2007), Nicaragua (2007), Guatemala (2008), Paraguay (2008) y El Salvador (2009). Puede que no todas estas liderazgos se inclinaran tanto a la izquierda como Chávez y la Revolución Cubana, pero ciertamente comenzaron a abrir nuevos rumbos a partir de un neoliberalismo que se desmoronaba. La combinación de la guerra ilegal de EE.UU. contra Irak (2003), la crisis financiera mundial (2007-08) y la fragilidad general del poder de EE.UU. a nivel mundial proporcionaron el contexto internacional para el ascenso de lo que se llamó «la marea rosa».

Una temporada de guerras híbridas

La fragilidad de la hegemonía estadounidense no significa que Estados Unidos vaya a permitir que estos proyectos se desarrollen sin problemas en lo que, desde la Doctrina Monroe de 1823, ha reclamado como su «patio trasero». La primera ofensiva contra la «marea rosa» tuvo lugar durante el 2004 en Haití, donde el presidente Jean-Bertrand Aristide fue destituido mediante un cruel golpe de Estado en 2004 (ya había sufrido un Golpe anterior respaldado por Estados Unidos en 1991, pero volvió al poder en 1994); Aristide fue efectivamente secuestrado por Estados Unidos y Francia y enviado a Sudáfrica, mientras las autoridades del país llevaban a cabo una purga de sus aliados políticos. Al Golpe de EE.UU. contra Aristide le siguió, cinco años después, un Golpe contra la presidencia hondureña del liberal Manuel Zelaya, que fue destituido violentamente y enviado a la República Dominicana. Ambos vinieron acompañados de una estrategia más silenciosa y dura de guerra híbrida, en la que Estados Unidos unió fuerzas con las oligarquías de América Latina para utilizar la guerra económica, la guerra diplomática, la guerra comunicacional y una serie de otros actos hostiles para aislar y dañar a sus adversarios.

Las técnicas de guerra híbrida ya se habían desarrollado contra Cuba desde la década de 1960: intento de aislamiento mediante la exclusión de Cuba de la Organización de Estados Americanos en 1962 (siendo México el que se mantuvo al margen), asfixia de la economía cubana mediante sanciones y un bloqueo (roto por el acto de solidaridad internacional de la URSS), una guerra de comunicación que incluía el descrédito de los dirigentes comunistas, y actos de violencia que incluían invasiones (en Bahía de Cochinos en 1961) y 638 intentos de asesinato contra Castro. Este fue el modelo para las guerras híbridas contra Bolivia, Nicaragua y Venezuela, con nuevas formas de lawfare (uso de la ley como arma) contra el proyecto de la izquierda en Paraguay (con la destitución de Lugo en 2012) y en Brasil (con la destitución de la presidenta Dilma Rousseff en 2016 y la detención maliciosa de Lula en 2018). El autogolpe de Estado en Ecuador por parte del presidente Lenin Moreno en 2016 vino acompañado de un terrible acuerdo: la retirada de los procesos judiciales contra las multinacionales petroleras estadounidenses y la entrega de Julian Assange a las autoridades británicas a cambio de una inyección de crédito por parte del FMI. La creación del Grupo de Lima -diseñado por EEUU y Canadá- contra la Revolución Bolivariana en Venezuela llegó en 2017, con el robo de los recursos venezolanos y la creación de un falso presidente para desafiar la legitimidad del proceso político venezolano. El Gobierno estadounidense abrió una guerra feroz contra los pueblos de América Latina y el Caribe camuflada detrás del lenguaje de los «derechos humanos» y la «democracia».

El retorno de la izquierda

La izquierda en América Latina nunca ha sido uniforme. Las viejas corrientes habían sido muy dañadas por las dictaduras de los años 70 y 80, con miles de cuadros y simpatizantes asesinados y desaparecidos, con tradiciones enteras de pensamiento y praxis perdidas para las nuevas generaciones. Lo que se recuperó en la década de los noventa surgió de la resistencia de la Revolución Cubana, del liderazgo visionario de Chávez y de los nuevos movimientos sociales que surgieron en oposición a la austeridad y al racismo (especialmente contra las comunidades nativas del hemisferio), así como por la ampliación de los derechos sociales (especialmente los derechos de las mujeres y de las minorías sexuales) y por una mejor relación con la naturaleza. Se desarrollaron diferentes tradiciones de pensamiento de izquierda, incluyendo diferentes referencias de lo que se considera izquierda (incluyendo una fuerte corriente inspirada en el ejemplo de los zapatistas en México y su surgimiento en 1994).

La importancia de Chávez radica en que fue capaz de aglutinar estas distintas corrientes y superar las suspicacias políticas entre los partidarios de la actividad política a través de los partidos y de los movimientos sociales. Fue a raíz del inmenso avance político de Chávez en Venezuela y en el continente cuando empezaron a surgir otras formaciones sociales de izquierda. El punto álgido de la gran unidad de todas las fuerzas de izquierda del hemisferio se produjo en Mar del Plata (Uruguay) en 2005, durante la IV Cumbre de las Américas, en la que Chávez llevó a las naciones latinoamericanas a rechazar el Área de Libre Comercio de las Américas, respaldada por Estados Unidos. En una «Anticumbre de las Américas» cercana, Chávez estuvo junto al candidato presidencial boliviano Evo Morales, la leyenda del fútbol argentino Diego Maradona y el cantante cubano Silvio Rodríguez para condenar el Consenso de Washington. Dado que Brasil, la mayor economía de la región, se unió a Argentina y Venezuela para oponerse al ALCA, parecía probable otro camino.

Pero, con el colapso de los precios de las materias primas desde 2010 y la muerte de Chávez en 2013, la agenda imperialista de Estados Unidos tomó ventaja. El golpe de Estado contra Evo Morales en 2019 se hizo en nombre de la «democracia», extrañamente respaldado por las fuerzas liberales que se sentían cómodas junto a los racistas y fascistas adoptados por el gobierno de EE.UU. como los «demócratas» de Bolivia. Al presentar a Cuba, Nicaragua y Venezuela como la ‘troika de la tiranía’, Estados Unidos pudo abrir una brecha dentro de la izquierda, apartando a los sectores que ahora se sentían incómodos al ser aliados de estos procesos revolucionarios. La victoria de la guerra híbrida al sembrar estas divisiones retrasó el regreso de la izquierda en muchos países y permitió que los neofascistas -como Bolsonaro en Brasil- tomaran el poder. Las divisiones permanecen intactas, con las fuerzas progresistas de Chile, Colombia y Perú deseosas de distanciarse de Cuba, Nicaragua y Venezuela utilizando el vocabulario proporcionado por la propaganda estadounidense.

Sin embargo, las condiciones objetivas de la imposibilidad fatal de la austeridad permanente permitieron a las fuerzas de izquierda reagruparse y contraatacar. El Movimiento al Socialismo (MAS) de Morales no se derrumbó, sino que resistió al régimen golpista con valentía y luego luchó para celebrar elecciones durante la pandemia, volviendo al poder en 2020, con apoyo de las grandes mayorías bolivianas. Aunque las fuerzas de izquierda y liberales de Honduras fueron azotadas tras el golpe de 2009, lucharon con fuerza en las elecciones de 2013 y 2017 (perdiendo -según los expertos- por el fraude electoral generalizado); Xiomara Castro, que perdió en 2013, finalmente ganó -prácticamente por goleada- en 2021. Una coalición muy frágil se aglutinó en torno a la candidatura de un líder sindical de los maestros, Pedro Castillo, que obtuvo una ajustada victoria frente a la candidata de la derecha en Perú (la hija de Alberto Fujimori, quien dio el autogolpe en 1992). Mientras que en Bolivia las raíces del movimiento de construcción del socialismo son profundas y se han ahondado con los logros alcanzados bajo el liderazgo de catorce años de Evo Morales, estas raíces son mucho más superficiales en Honduras y Perú. Pedro Castillo ya ha sido aislado en gran medida de su propio movimiento y la agenda que ha podido impulsar ha sido decididamente modesta.

Los precios de las materias primas siguen siendo bajos, y sus ingresos fueron los que proporcionaron el combustible para la «marea rosa» de hace veinte años. Pero ahora hay un factor del contexto que ha cambiado en toda América Latina: una China más comprometida. El interés de China por expandir la Iniciativa de la Franja y la Ruta (BRI) a través de América Latina ha supuesto que la inversión china proporcione nuevas fuentes de financiamiento para el desarrollo de la región. En América Latina se acepta ampliamente que el proyecto de la BRI es un antídoto contra el proyecto del FMI de Washington, la agenda de austeridad neoliberal que está ampliamente desacreditada. Con poco capital original para invertir en América Latina, Estados Unidos tiene principalmente su poder militar y diplomático para utilizarlo contra la llegada de la inversión china; América Latina, por lo tanto, se ha convertido en un importante frente en la guerra fría impuesta por Estados Unidos contra el país asiático. En cada uno de los nuevos proyectos de la izquierda, China jugará un papel importante. Por eso Xiomara Castro ha dicho que una de sus primeras visitas será a Pekín, mientras que el nicaragüense Daniel Ortega decidió reconocer a la República Popular China como representante legítimo de China en el sistema de Naciones Unidas. No cabe duda de que, desde México hasta Chile, la cuestión de las inversiones chinas ha alterado el equilibrio de fuerzas y probablemente reunirá a grupos políticos que, de otro modo, no se tolerarían. Estados Unidos está tratando de presentar a China como una «dictadura» para atraer a los sectores de las mayorías progresistas que ya han sido entrenados para desconfiar de los proyectos revolucionarios cubanos y bolivarianos.

En 2022, tendremos elecciones cruciales en Brasil y Colombia. En Brasil, Lula lidera todas las encuestas y es probable que regrese a la presidencia si las estrategias de la guerra híbrida no logran detenerlo. Lula se ha radicalizado significativamente por el ataque contra él y probablemente estaría menos dispuesto a comprometerse con las oligarquías atrincheradas de Brasil y se convertiría un aliado más firme de los procesos revolucionarios en Bolivia, Cuba, Nicaragua y Venezuela, así como de los gobiernos de izquierda en otros lugares. Los comentarios de Lula y de Dilma Rousseff sugieren que desarrollarán una estrecha relación con China para equilibrar el impacto asfixiante del poder estadounidense. Colombia, un viejo aliado de Estados Unidos, donde la oligarquía antiliberal ha utilizado la violencia para mantener el poder, podría ver la victoria del candidato popular de la izquierda, Gustavo Petro. Las protestas contra la austeridad en Colombia han definido la política del país desde antes de la pandemia del COVID-19 y probablemente establecerán los términos de la campaña electoral. Si Lula y Petro ganan, América Latina estará más cerca de establecer un nuevo proyecto regional que no esté definido por la austeridad económica y el robo de recursos impulsados por Estados Unidos, así como por la sumisión política.

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