Colombia: Los peligros del Estado – Por William Ospina

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

Por William Ospina(*)

Nadie puede querer más que yo que Colombia cambie. He luchado por esto la vida entera. Por eso sé que aquí no se trata de cambiar de discurso sino de cambiar de manera.

La política tradicional en nuestro país solo se entiende como un asunto de políticos, de enfrentamientos y de alianzas que siempre dejan por fuera a la comunidad, porque hay gente importante a la que hay que atender primero. Aunque ya tengas a la población de un partido apoyándote, tienes que aliarte con los jefes, que son los que dan las órdenes.

La única reforma agraria que se abrió camino en Colombia fue la de la segunda mitad del siglo XIX, cuando el Estado fue un mediador entre los dueños de la tierra y los campesinos. Cada vez que el gobierno tomó partido por unos contra otros, se produjo un baño de sangre. Una reforma agraria confrontativa solo se abre camino cuando uno tiene, como Napoleón Bonaparte hace dos siglos, el Estado en sus manos y el ejército a su favor. Cuando eso no ocurre, hay que concertar, y hay que saber concertar.

Colombia fue siempre un país, desde la propia Independencia, donde después de las guerras no se les repartía la tierra a los soldados sino a los generales. Por eso después de cada guerra hubo menos propietarios. Pero con un Estado que vende su fuerza los campesinos siempre pierden. Perdieron después de la Ley de Tierras de los años 30, por la demagogia sin respaldo de los liberales. Perdieron después de la Violencia de los años 50, porque cuando los propietarios querían ceder un poco, a alguien se le ocurrió que “todo o nada”. Aquí el Estado ruge, con la sana razón en la mano, y después deja hacer. Esa es la historia de nuestras violencias, que siempre puede recomenzar.

Le hacemos demasiadas venias a un Estado al que habría que reformar, y ese Estado siempre viola la ley en la que se sostiene. Ay de los que idealizan al Estado y no frenan sus corrupciones, y no confrontan sus burocracias, y hacen alianzas a cambio de un poder puramente formal, y no convocan realmente a la ciudadanía para que sea ella la protagonista de las transformaciones.

Ay de los que creen que desde la presidencia se puede todo. Solo se podría estimular a la gente a emprender los cambios, pero no con órdenes sino con respeto y con ejemplo, despertando la confianza de la sociedad en su propia iniciativa, y enseñándole al Estado a respetar la ley y atender de verdad a los ciudadanos.

Aquí a los dueños del país les encanta tener un Estado cuya principal función es impedirlo todo. Es el Estado de “vuelva mañana”, de “faltan otros papeles”; el Estado que nos daba la cédula y después nos exigía autenticarla; que nos da títulos de bachillerato y después inventa unos exámenes de admisión para invalidarlos, y disfrazar así su incapacidad de ofrecer cupos en la universidad. Un Estado que falla en todo, pero tiene en sus manos la ley para echarle siempre la culpa al ciudadano; un Estado al que no le basta nunca ni la presencia, ni la cara, ni la firma, ni la huella, porque el ciudadano siempre es sospechoso y siempre es postergable.

Es un Estado donde el funcionario se complace en hacer esperar a filas y filas de gente como en una pesadilla de Kafka; donde para un cheque hay que esperar meses y cruzar los dedos; donde las calles y las carreteras son intransitables, pero los agentes de tránsito nos multan como si estuviéramos en autopistas alemanas; donde no se le facilita nada al ciudadano, pero se le cobra más que a un suizo; donde en las carreteras más precarias del mundo hay más peajes y más caros que en las grandes autorrutas de Estados Unidos; donde se destruye la producción, se ahorca a los que pagan impuestos, se gasta en funcionarios como en un reino saudita, y se llena el hueco con reformas tributarias y aumentando la deuda externa.

Aquí el poder sirve mucho para atornillar lo que existe, pero es casi impotente para obrar cambios reales. Por eso todo depende de cómo se haya convocado a los ciudadanos. Y la vanidad de los políticos es tan grande que solo convocan a la gente cuando descubren que el poder no los está dejando gobernar: cuando cualquier intento de cambio desata una avalancha de “garantías hostiles”, y hay que gastar todo el tiempo en defenderse de las demandas y las tutelas y las inhabilidades y las calumnias, que son el arsenal poderoso con el que el Estado garantiza su propia eternidad inmutable, y los poderes se aseguran de que nada cambie.

Un país fósil tiene en el Estado inepto, ineficaz y arbitrario su seguro de vida, y mucho se equivoca el que, en vez de convocar a los ciudadanos a la iniciativa libre y creadora, y a la acción, se entrega a las alianzas formales, cree demasiado en el poder de los puestos, y piensa que lo que hay que cambiar son las leyes y no las conductas. De leyes perfectas y sin estrenar tenemos empedrado hace siglos nuestro camino al infierno.

Líbrenos Dios de los políticos vanidosos, simuladores y acartonados. Tienen los labios de oro, pero a veces desatan más fuerzas en contra de las que pueden enfrentar. Son capaces de destruir la producción, porque no les parece correcta, antes de inventarse una nueva. Se sueltan de un trapecio antes de haber agarrado el otro.

Habiendo tantas prioridades dolorosas, empiezan por cambiar lo menos urgente, para hacerse sentir, y se gastan el resto del tiempo capotando el temporal. Alimentan el pozo de los sueños perdidos y de las oportunidades desperdiciadas. Porque en su frenesí de vender ideales sacrifican siempre lo real, lo posible. Qué bueno es tener derecho a elegir.

(*) Escritor colombiano, autor de ¿Dónde está la franja amarilla?” (1997), En busca de Bolívar (2010), La lámpara maravillosa (2012), Pa que se acabe la vaina (2013), El dibujo secreto de América Latina (2014) y cuatro libros de poemas. Autor de las novelas Ursúa (2005), El país de la canela (2008), La serpiente sin ojos (2012) y El año del verano que nunca llegó (2015). Recibió los premios Nacional de Ensayo 1982, Nacional de Poesía 1992, de Ensayo Ezequiel Martínez Estrada en Casa de las Américas 2003 y el Premio Rómulo Gallegos 2009.

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