La reemergencia de Asia y el mundo multipolar

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La contracara del declive de Estados Unidos es la re-emergencia de Asia oriental y, en particular, de China. En el siglo XIX se consolidó lo que Pomeranz (2000) dio en llamar la Gran Divergencia que marcó el comienzo del predominio global del occidente capitalista y la destrucción de las avanzadas culturas orientales. 

Luego de este período de periferialización de Asia, producto de la estrategia del capital británico, desde 1914-1917 la región de Asia comienza a resurgir en términos económicos y políticos y pega un salto significativo hacia los años sesenta del siglo XX. En ese momento los llamados Tigres asiáticos, como así también Japón, avanzaron en procesos de desarrollo intensivos de su fuerza productiva. En particular, la República Popular de China avanzó en un proceso de apertura luego de la muerte de Mao que, lejos de subordinar el crecimiento del gigante asiático a los acuerdos bilaterales con Estados Unidos como el resto de los Estados de Asia oriental, optó por un proceso de fuerte control estatal de la planificación del desarrollo (Merino, Bilmes y Barrenengoa, 2021). Esto llevó a incrementar los niveles de crecimiento económico a un promedio de más de 5% anual y luego en los 2000 a más del 9% (Ross, 2021). Sin embargo, lo más relevante es que desde la Revolución liderada por Mao Tse-Tung en 1949 China logró una centralización del poder estatal, un nivel de igualdad social significativo, una elevada tasa de crecimiento económico y un modelo exitoso de reforma agraria que se basó en la nacionalización de tierras y permitir el uso al campesinado. Estos elementos permitieron  ampliar radicalmente las posibilidades de intervención para abonar a una estrategia de desarrollo que priorice las necesidad populares, la reducción de la pobreza y la inclusión de las mayorías, a la vez, que se convirtió de acuerdo a Samir Amin (2013), en el único país realmente emergente con grados completos de soberanía y sin ingresar en una dinámica de desarrollo capitalista por etapas, tal cual lo proponía el ideólogo del concepto de desarrollo económico del centro Walt Rostow (1960). Durante dos décadas y media que siguieron a la revolución de 1949, la China de Mao alcanzó una tasa de crecimiento económico cercana al 11% anual (Tricontinental, 2021). 

Sin embargo, en la década de 1970 cuando el declive de Estados Unidos empezaba a notarse con claridad, la República Popular China requería de un giro que permitiera incrementar tanto su capacidad productiva como su capacidad tecnológica y, al mismo tiempo, incluir a una buena porción de su población urbana que se había acrecentado significativamente desde fines de la década 1940. Así, el gobierno de Deng Xiaoping avanzó en una serie de reformas significativas: la apertura de la economía a una economía de mercado (es decir, fijación de precios no centralizada), apertura para inversiones extranjeras con un control estatal claro acerca del destino de esas inversiones, modificaciones en la utilización de la tierra por parte de los campesinos (lo que permitió el aumento de la escala de producción sin provocar un retroceso hacia formas de latifundio), entre otros aspectos de peso. 

Los datos marcan a las claras que China comenzó una carrera de crecimiento económico sostenido, con altos niveles de planificación, con procesos de reducción de la pobreza muy acelerados y con peso creciente en el comercio y en la producción global. De acuerdo a los datos de Sugihara (2003) Asia oriental pasó de representar el 5% del producto mundial en 1950 a representar 20% en 2003. En 2020, sólo la República Popular de China sobrepasó a Europa occidental con un porcentaje cercano al 22% del producto global (El Economista, 2020). 

Resulta innegable entonces que en el plano económico China es un actor global que tracciona el crecimiento económico de varias regiones del mundo. Por ello, se convirtió en un polo en el concierto geopolítico global que, como hemos mencionado, no pueden obviar ni siquiera los gobiernos de países alineados de manera casi automática a Estados Unidos.  A su vez, es un modelo de “economía exitosa” que rompe con los moldes neoliberales aplicados a todo el tercer mundo desde los años 70 mientras desconcierta a quieren adjudicar a las reformas promercado y la apertura económica como clave de su crecimiento y desarrollo meteórico. Por el contrario, parece ser que la planificación económica del Estado es la llave de su éxito, lo que marca una referencia innegable para todos los pueblos ahogados por décadas de mandatos del Fondo Monetario Internacional.

Hay, sin embargo, dos preguntas interesantes sobre esta re-emergencia de China. En primer lugar, existe una larga discusión sobre el carácter socialista de la economía China. Una parte de los enfoques de las izquierdas occidentales considera que China ha seguido una vía propia de transición de una economía socialista a un desarrollo capitalista a través de etapas similares a las que transitó Europa y, sobre todo, Estados Unidos (ver por ejemplo Walker y Buck, 2007). Por el contrario, varios intelectuales que consideramos interesantes para pensar el sistema-mundo contemporáneo, corren de lugar este debate planteando que efectivamente China ha seguido un proceso propio de desarrollo que combina una “revolución industriosa”, que se basa en una cultura de división social del trabajo y descentralización de pequeña escala con una planificación socialista de las perspectivas estratégicas (Arrighi, 2007; Sugihara, 2003). Esto da una potencia económico-social particular a la experiencia de desarrollo China que no se parece en nada al modelo de desarrollo capitalista occidental. Es un modelo con generación constante de puestos de trabajo, distributivo y planificado en función de necesidades sociales (salud, educación, vivienda, etc.). A su vez, la tierra, los bancos y los recursos naturales estratégicos son de propiedad exclusiva del Estado, aspecto que no fue modificado en tiempos de apertura comercial y globalización. En segundo lugar, y que resulta central para este Dossier es cómo efectivamente China se vincula con el resto del mundo como polo emergente de poder. Una interpretación es que, efectivamente, China en su desarrollo subordina las opciones soberanas de la periferia de manera similar al imperialismo occidental (para este debate en detalle ver Li, 2021). 

Aquí creemos que es interesante destacar algunos elementos que están planteados. La nación china ha tenido un desarrollo y un esplendor sin precedentes con anterioridad al siglo XIX basado en principios de cooperación, no intervención y respeto a otras naciones. Esto incluso fue reforzado a partir de la revolución de 1949 en lo que se conoció como los 5 principios de coexistencia pacífica entre China, India y Myanmar: respeto mutuo por la soberanía y la integridad territorial, la no agresión mutua, la no interferencia en los asuntos internos de otros países, igualdad y beneficio mutuos y, por último, la coexistencia pacífica. En este mismo sentido se ha expresado en varias oportunidades el líder chino Xi Jinping, como por ejemplo en su discurso en el centenario de la fundación del Partido Comunista de China: 

En la nueva expedición, debemos enarbolar la bandera de la paz, el desarrollo, la cooperación y la ganancia compartida, aplicar la política exterior independiente y de paz, seguir con perseverancia el camino del desarrollo pacífico e impulsar la articulación del nuevo tipo de relaciones internacionales, la estructuración de una comunidad de destino de la humanidad y el desarrollo de alta calidad de la construcción conjunta de la Franja y la Ruta, ofreciendo nuevas oportunidades al mundo con el nuevo desarrollo de China. 

Esta visión sobre la estrategia de las relaciones internacionales es diametralmente opuesta a la que ofrece el imperio estadounidense con sus planes de intervención, las guerras híbridas, las listas de Estados-canallas, las violaciones de derechos humanos, la exportación de su modelo político a la fuerza, la subordinación completa a las lógicas del capital financiarizado que domina occidente, entre otras cuestiones. 

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