Una transición hegemónica que se intensifica

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Asistimos en la actualidad a un momento de Transición Geopolítica de la Hegemonía Global con un corrimiento de su eje desde Occidente hacia el Oriente, un hecho inédito en toda la historia del sistema-mundo capitalista. Esta transformación no es, evidentemente, la primera de la historia, pero sí presenta novedades trascendentales. En primer lugar, la transición se imbrica con una crisis social, económica y ecológica sin precedentes. Una crisis que presenta tal cantidad de aristas y dimensiones que numerosos autores insisten en definir como “civilizatoria”. En segundo lugar, el sistema capitalista, por primera vez en sus casi quinientos años de historia, empieza a descentrarse de su eje atlántico. Esto explica no sólo la dinámica de las guerras comerciales entre China y Estados Unidos y las luchas por el predominio global, sino también el ablandamiento de la alianza atlántica de norteamericanos y europeos, sus crisis internas respectivas y el resurgir de fuerzas fascistas y ultraconservadoras en su seno, y el agravamiento de núcleos de conflictividad política regional en las zonas de influencia de potencias de primer y segundo orden en pleno ascenso. Podemos mencionar, a modo de muestra, los acontecimientos en Yemen, Cachemira o Ucrania este último país como uno de los ejemplos de intervención de lo que Andrew Korybko (2019) denomina como Guerra Híbrida.

Como ha planteado Giovanni Arrighi (1994), cada época de transición hegemónica global, se caracteriza por un incremento de la competencia interestatal e intercapitalista. Esto conlleva también a una agudización de las luchas sociales dentro de cada formación social nacional y está precedida por una crisis-señal que tiene a la expansión financiera como componente característico.  La crisis-señal de la hegemonía estadounidense comenzó a mostrar sus destellos a fines de los años ´60 del siglo XX y luego el “Shock Volcker” de 1979 terminó de marcar a las claras que la transición estaba en marcha con un proceso de financiarización acelerado que se construyó sobre el deterioro pronunciado de la economía productiva (Harvey, 2007). 

Durante varias décadas Estados Unidos gozó de un lugar privilegiado en el orden mundial que no sólo lo tuvo como protagonista en el plano económico y militar, sino que además produjo un cambio de importancia si lo comparamos con otros imperios previos: introdujo su modo de vida (el American Way of Life, basado en la realización personal a través del consumo) y su paradigma de democracia liberal como las únicas posibles para todo el mundo occidental (Anderson, 2002),  Sin embargo, el guante de terciopelo no pudo esconder el puño de hierro imperial y los pueblos del sur global pusieron en cuestión el paradigma político y cultural hegemónico entre las décadas de 1950 y 1970 del siglo pasado. Revoluciones sociales, procesos de liberación nacional, encuentros de unidad de los pueblos oprimidos por la estrategia del norte, pusieron claros límites a la reproducción del mundo a imagen y semejanza de Estados Unidos y sus aliados. 

Esa crisis no hizo más que tornarse más y más profunda. La financiarización alcanzó niveles impensados y dio lugar a que un puñado de súper ricos logren controlar más del 40% del ingreso mundial (Tricontinental, 2020). La militarización y el ciclo bélico se intensificaron al igual que ha ocurrido en otros procesos de transición hegemónica global como fueron la Guerra de los Treinta Años en el siglo XVIII, las Guerras Napoleónicas en el siglo XIX y las dos guerras mundiales en el siglo XX. Desde los primeros años de la década de 1990 las intervenciones militares de Estados Unidos se multiplicaron, con el convencimiento de que el nuevo siglo esperaba a la potencia del norte con la batuta del director de orquesta global de manera perdurable luego de la caída de la Unión Soviética. Varias intervenciones directas a través de OTAN (Irak, Afganistán, Siria, ex-Yugoslavia, Libia, Haití) y varias encubiertas o través de Estados afines (Venezuela, Honduras, Yemen), fueron algunas de las más importantes que muestran la cara más dura de la dominación imperial y del unipolarismo norteamericano. 

Aturdidos por el exitismo del triunfo frente al gran rival del mundo bipolar, el establishment norteamericano y el hard-power no parecieron escuchar los susurros de un mundo que había empezado a cambiar fuertemente y que mostraría toda su dimensión desde fines de la década de 1990. La contracara del declive de Estados Unidos es la re-emergencia de Asia oriental y, en particular de China, que se repuso de un proceso que se conoció como la Gran Divergencia en el momento de emergencia del capitalismo industrial como sistema global que eclipsó y subordinó a través de las guerras del opio, miles de años de historia de desarrollo humano en el continente asiático (Ross, 2021). La re-emergencia de China es, precisamente, el proceso inverso de la gran divergencia entre occidente y oriente que había puesto a occidente en la vanguardia del mundo en términos económicos y geopolíticos (Merino, Bilmes y Barrenengoa, 2021). 

De esta manera, la crisis de hegemonía de Estados Unidos aceleró su paso desde fines de la década de 1990 y, del mismo modo, China intensificó la marcha en su estrategia de disputa de un nuevo orden mundial con características multipolares. La derogación de la Ley Glass-Steagall que permitió la fusión de los bancos comerciales con los bancos de inversión, el mayor peso de los neoconservadores desde 2001 y las nuevas incursiones militares de la denominada “guerra contra el terror” socavaron aún más el poder imperial y, asimismo, profundizaron las tensiones internas entre globalistas y americanistas que llega hasta nuestros días (Merino, 2020). 

Estas tensiones tienen su trasfondo político-ideológico, pero en buena medida expresan para los países del sur formas ineludibles de la unipolaridad, que podemos identificar en diferentes proyectos en disputa al interior del establishment norteramericano. Por un lado, la unipolaridad unilateral que defienden americanistas y el ala derecha del partido republicano. Por otra parte, la unipolaridad multilateral, que se encuentra en el núcleo de la política de relaciones internacionales de Biden y otros globalistas como Obama, Clinton y buena parte del Partido Demócrata. 

La reemergencia de China reduce al mínimo el espacio para las proyecciones de unipolaridad en todas sus formas y allí es donde se abren ventanas de posibilidad en la periferia del mundo. El viejo orden nacido de Bretton Woods ya no existe, no es capaz de contener los nuevos polos de poder emergentes e intenta profundizar la alineación a algunas de las versiones de unipolaridad a través de grados crecientes de coerción: condicionamientos financieros a través del Fondo Monetario Internacional (FMI), aplicación de sanciones comerciales y financieras para los que consideran “Estados canallas”, impulso a las opciones de derecha y antipopulares en varios países de América Latina, intentos de control militar a través de Estados-tapón en Eurasia, financiamiento de estrategias de desestabilización de diverso tipo. Ya sin disfraces, Estados Unidos apela a retomar sus posiciones estratégicas con toda su fuerza sin importar los “daños colaterales”. 

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