Joseph Ratzinger: de teólogo conciliar a vigía de la ortodoxia – Por Juan José Tamayo

838

Joseph Ratzinger: de teólogo conciliar a vigía de la ortodoxia

Juan José Tamayo*

La dedicación de Joseph Ratzinger a la teología ha sido discontinúa, como él mismo reconoce en su autobiografía Mi vida: cuando empezaba su trabajo teológico sobre la dogmática a la luz de Concilio Vaticano II se vio interrumpido por el nombramiento primero como arzobispo de Munich y, unos meses después, como cardenal. A su vez, se ha caracterizado no tanto por la evolución, cuanto por la involución al cuestionar las ideas que él mismo defendió durante los primeros años de su actividad teológica, se ha desarrollado dentro de la más pura ortodoxia, como él mismo reconoce, si bien en diálogo sincero y lúcido con pensadores ateos.

Inició la docencia teológica muy joven en diferentes universidades alemanas: Bonn, Münster, Tubinga, en diálogo con los climas culturales y filosóficos de la modernidad y con los teólogos protestantes de su época. Participó como perito en el Concilio Vaticano II de 1962 a 1965 junto con algunos de los más importantes teólogos como su colega en Tubinga Hans Küng, Karl Rahner, Edward Schillebeeckx, Bernhard Häring, Yves Congar, etc. Contribuyó con ellos a la elaboración de los documentos conciliares que abrieron el camino de la reforma de la Iglesia, del diálogo con las religiones y con el mundo moderno, del giro antropológico y de la ubicación la Iglesia en la sociedad.

Durante mis estudios de teología leí con verdadera fruición dos obras suyas que reflejan el clima reformador de la Iglesia y de la teología: Introducción al cristianismo (Sígueme, Salamanca, 1970) y El nuevo pueblo de Dios (Herder, Barcelona, 1972). El primero, en palabras suyas, “intenta ayudar a comprender y explicar la fe como la realidad que posibilita el verdadero ser humano en nuestro mundo de hoy, y no reducirla a simples palabras que difícilmente pueden ocultar un gran vacío espiritual” (p.18). Creo que el libro, que comienza de manera original con la narración parabólica de Kierkegaard sobre el payaso y la aldea, resumida por Harvey Cox en su libro La ciudad secular, consigue sobradamente su objetivo.

En el segundo libro Ratzinger defiende la autonomía de las iglesias locales frente a  la “monarquía” papal que predominó en Occidente, critica “el estrangulamiento de lo cristiano, que tuvo su expresión en el siglo XIX y comienzos del siglo XX con los Syllabi  de Pío IX y Pío X”, cuestiona, asimismo, el movimiento de “salirse del mundo para construirse su propio mundillo aparte, quitándose así la posibilidad de ser sal de la tierra y luz del mundo”. Se muestra crítico con lo que llama “teología de encíclicas”, que reduce la teología “a ser registro y -tal vez también- sistematización de las manifestaciones del magisterio2, rechaza el centralismo pontificio y defiende la falibilidad teórica del papa.

Quizá por el desconcierto que provocó en él la revolución estudiantil del 68 y por su percepción -a mi juicio equivocada- de que el marxismo había entrado en las aulas de teología, como él mismo confiesa en la citada autobiografía, inició el camino hacia un pensamiento teológico, cultural y político conservador que le llevó a distanciarse de sus colegas conciliares y a vincularse con teólogos y colectivos cristianos de una tendencia no precisamente conciliar como Comunión y Liberación, Comunidades Neocatecumenales, Opus Dei, etc. Esta tendencia se reforzó cuando accedió primero a la cúpula del poder doctrinal como presidente de la Congregación para la Doctrina de la Fe (CDF) de 1982 a 2005 y después a la cúpula del poder eclesiástico como papa de 2005 hasta su renuncia en 2013.

Tres son los textos que demuestran su deriva involucionista. El primero es la Instrucción sobre algunos aspectos de la teología de la liberación, de 1984, de la CDF durante su presidencia. En él se acusa a esta corriente teológica nacida en América Latina de “grave desviación de la fe cristiana” por reducir la fe cristiana a un humanismo terrestre, emplear acríticamente el método marxista de análisis de la realidad, que, a juicio del cardenal Ratzinger no puede disociarse de la filosofía atea del marxismo, ofrecer una interpretación racionalista de la Biblia, identificar la categoría bíblica de “pobre” con la categoría marxista de “proletariado” y entender la Iglesia Popular como Iglesia de clase en su acepción marxista. Las acusaciones no se quedaron en el papel, sino que se tradujeron en procesos, sanciones y críticas de obras de algunos de los principales teólogos de la liberación como Jon Sobrino y Leonardo Boff.

Los propios teólogos de la liberación no se vieron reconocidos en la exposición que de su teología hacia el documento. Además, la severa condena de la Instrucción contra la teología de la liberación provocó numerosas críticas de diferentes sectores teológicos y eclesiales, que “obligaron” a la propia CDF a publicar dos años después una nueva Instrucción sobre libertad cristiana y liberación con una exposición doctrinal en clave positiva sobre la liberación.

El segundo ejemplo de la involución del teólogo Ratzinger es el Informe sobre la fe, que recoge la larga entrevista concedida al periodista italiano Vittorio Messori en agosto de 1984 y publicada en 1985. En él critica el grave deterioro del cristianismo tras el Concilio Vaticano II y propone un proyecto de restauración de la Iglesia en plena sintonía con el papa Juan Pablo II, a quien acompañó a lo largo de todo su pontificado y de quien se convirtió en el principal asesor ideológico, llegando incluso a corregirle por sus encuentros interreligiosos.

El tercer texto es la Declaración Dominus Iesus, de 2000, también de autoría de la CDF siendo él presidente, en la que, con una actitud rayana en el fundamentalismo, identifica la Iglesia católica con la Iglesia de Cristo, con una clara exclusión de las otras iglesias cristianas, califica el pluralismo religioso de relativismo y ofrece una visión negativa de la cultura occidental. La condena en este caso fue contra la teología del pluralismo y del diálogo interreligioso y recayó, entre otros, en el teólogo de Sri Lanka Tissa Balasurya, en el teólogo belga Jacques Dupuis, que enseñó en la India durante cuarenta años, y en el teólogo estadounidense Roger Haigth. 

Como balance final, me parece positiva la contribución de Ratzinger en el Concilio Vaticano II al paso del anatema al diálogo filosófico y cultural, pero le considero corresponsable del cambio de paradigma producido durante el pontificado de Juan Pablo II y el suyo del diálogo al anatema de las nuevas corrientes teológicas.

Le reconozco el mérito de haber mantenido lúcidos diálogos con pensadores no creyentes como Jürgen Habermas (Jürgen Habermas y Joseph Ratzinger, Diálogo entre fe y razón. Dialéctica de la secularización, FCE, México, 2008, traducción de Pablo Largo), Paolo Flores d’ Arcais (Joseph Ratzinger y Paolo Flores d’ Arcais, ¿Dios existe?. Espasa, Madrid, 2008, traducción de Carmen Bas Álvarez y Alejandro Pradera Sánchez) y Piergiorgio Odifreddi, In camino alla ricerca della verità. Lettere e colloqui con Benedetto XVI (Rizzoli, 2022) desde posiciones diferentes e incluso contrapuestas (sobre estos diálogos estoy escribiendo extenso estudio del que daré cuenta en este blog).

Pero le critico el no haber respetado el pluralismo ideológico al interior de la Iglesia y no haber sido capaz de tender puentes de comunicación con sus colegas que disentían de su interpretación en algunos de los grandes temas del cristianismo. Y lo hizo desde las dos cúpulas principales de poder del Vaticano: la doctrinal en la CDF, que presidió durante casi un cuarto de siglo, y la papal durante los ocho años que fue Sumo Pontífice. desde donde condenó a quienes no comulgaban con la teología romana que él representaba. Se convirtió así en vigía de la ortodoxia y en defensor del “depósito de la fe”, pero descuidó, desestimó -e incluso ¿condenó?- la ortopraxis (praxis de liberación) en el seguimiento de Jesús de Nazaret, el Cristo liberador. 

Siempre me ha sorprendido la descompensación que hay en la Curia vaticana en la representación de las tres virtudes cardinales: fe, esperanza y caridad.  Solo existe la Congregación para la Doctrina de la Fe. Las virtudes de la esperanza y de la caridad-amor no parece que tengan quiénes las defiendan en el Vaticano. Bueno, cabe destacar que ha sido Benedicto XVI quien ha reconocido la centralidad de la esperanza y de la caridad en tres de sus encíclicas: Dios es amor (Deus caritas est), Salvados por la esperanza (Spes salvi La caridad en la verdad (Caritas in veritate). 

*Teólogo de la liberación y autor de Juan Pablo II y Benedicto XVI (RBA, Barcelona, 2011). 

Más notas sobre el tema