La tercera muerte de la Revolución Mexicana – Por Ricardo Orozco

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de NODAL. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

La tercera muerte de la Revolución Mexicana

Ricardo Orozco*

Durante muchos años (por lo menos desde que en comenzaron a experimentarse alternancias partidistas en las elecciones de gobiernos locales en el país), en el imaginario político mexicano se aceptó como sentido común dominante la idea de que, en un escenario comicial de carácter federal, la candidatura que fuese capaz de ganar las votaciones en el Estado de México invariablemente se convertiría en la ganadora para ocupar la presidencia de la república por los siguientes seis años. Esta idea (que por cierto se parece muchísimo a la manera en la que en Estados Unidos se afirma que quien gana Estados como California o Texas tiene ganada, también, la presidencia de la Unión) sin duda parece haber nacido de dos consideraciones sobre los cambios que en la definición de la política nacional habían introducido, justo, las alternancias partidistas locales.

A saber, por un lado, al dejar de ser el priísmo la fuerza política absoluta que lo conquistaba todo, en los análisis de las jornadas comiciales en todo el país comenzó a hacerse necesario prestar atención a aspectos como el desempeño que los gobiernos emanados de las filas del Partido Revolucionario Institucional tenían en sus respectivas entidades federativas, a lo largo de sus mandatos constitucionales, para valorar si a nivel nacional la legitimidad del partido podía verse fortalecida o debilitada por ello entre la población. En un sentido un poco más pragmático, además, en la medida en la que comenzaron a ser cada vez más las entidades gobernadas por perfiles salidos de otros partidos (de Acción Nacional o del de la Revolución Democrática), también se volvió más y más importante el análisis de las aportaciones que cada gobierno local estaba en condiciones de hacer en favor del fortalecimiento de las capacidades de su propio partido para conquistar la presidencia de la república cada seis años.

La cantidad de electores que cada gobierno local podía movilizar, comprar o coaccionar, así como los recursos materiales, financieros, infraestructurales, etc. que podía poner a disposición de su partido para contender por la presidencia del país, en este sentido, con el tiempo se convirtieron en variables de estudio de la ingeniería electoral nacional que poco a poco fueron sustituyendo en importancia a otras —como la dinámica de operación del corporativismo priísta—, de manera proporcional a los grados de federalización política y electoral que dichas alternancias partidistas conseguían con sus triunfos sucesivos. Y es que, si bien es verdad que desde antes del nacimiento del priísmo México ya era, formal y jurídicamente, una federación que garantizaba unos márgenes relativamente holgados de autonomía a las entidades federativas, en los hechos, también es cierto que el presidencialismo posrevolucionario había reducido ese carácter federal de la política mexicana a poco menos que una apariencia o un recurso retórico de la narrativa presidencial cuyo único propósito era vender al electorado mexicano la idea de que, en efecto, en la federalización de la política se hallaba el germen de la vocación democrática del régimen político emanado de la Revolución de principios del siglo XX.

Fue en el marco de estas transformaciones del régimen político mexicano, pujantes durante la segunda mitad del siglo XX, pues, que, entre las y los analistas de la política y de las elecciones en el país, la valoración del Estado de México como la entidad federativa que por sí misma estaba en condiciones de definir los resultados de los comicios para disputar la presidencia de la república se convirtió en un sentido común incuestionado, dando origen al mito de que el partido político que ganara la gubernatura de la entidad (siempre definida un año antes de las votaciones presidenciales) por ese sólo hecho ya podía estar seguro que también tendría en su bolsa la victoria en la disputa por la titularidad del poder ejecutivo federal cuando se celebrase el relevo comicial.

La razón de que esto sucediera así es, por supuesto, hasta cierto punto incuestionable: el Estado de México se halla entre las entidades que cuentan con los mayores números de electores y de electoras en todo el país (por encima de las cuatro que le siguen: la Ciudad de México, Jalisco, Veracruz y Puebla); así como entre las que mayores grados de industrialización, de productividad y de concentración de riqueza disponen. En los hechos, sin embargo, esta suerte de regla no escrita nunca contó con comprobación empírica alguna que, en efecto, demostrase que el comportamiento electoral de las y los votantes de la entidad, en particular; y del resto del país, en general; se inscribía en ese automatismo cuasi premonitorio. De hecho, a pesar del avance conseguido en el número de alternancias partidistas conseguidos entre las entidades federativas del país por partidos distintos del PRI, entre finales del siglo XX y principios del XXI, en ningún momento se comprobó que los resultados de la gubernatura mexiquense operasen como un pronóstico claro de los que se obtendrían en el relevo presidencial, pues la entidad, hasta antes de este 2023, no había experimentado ningún tipo de alternancia partidista en el poder local, más allá del conseguido en su escala municipal.

¿Cómo justificar, entonces, el mito de que los resultados electorales observados en la disputa por la gubernatura de esta entidad cuentan con un carácter anticipatorio (cuando no  groseramente premonitorio) de los que se apreciarían en los comicios presidenciales posteriores a las votaciones locales si, desde 1929, en el Estado de México había sido el priísmo la fuerza partidista gobernante, inclusive en los años en los que la presidencia llegó a ser conquistada por fuerzas partidistas distintas de la priísta en años recientes (por Acción Nacional, entre el 2000 y el 2012; y por MORENA, a partir del 2018)? ¿No es abiertamente contradictorio el mantra que reza que el partido que gane la gubernatura del Estado de México plausiblemente tendrá asegurada la victoria en la disputa presidencial cuando el priísmo oficialmente nunca perdió una sola elección por la gubernatura de la entidad en casi un siglo de historia?, y si, en efecto, es ésta una contradicción lógica que resulta de su inconsistencia empírica, ¿por qué, entonces, con el paso del tiempo el Estado de México adquirió tal relevancia en el análisis de la dinámica política y electoral nacional?

La respuesta a estas preguntas, si bien podría estar dada por el reconocimiento del peso demográfico y de la relevancia económica de la entidad, más bien parece anidar en el terreno de lo simbólico, comprobable en el hecho de que este mito del que fue objeto la política mexiquense con el tiempo se fue fortaleciendo de manera inversamente proporcional a la debilidad que fue experimentando el priísmo en el seno del régimen político nacional como la fuerza política que se consideraba como legítimamente heredera de las promesas sociales, políticas, económicas y culturales que habían nacido de la violencia revolucionaria que irrumpió en el país a principios del siglo XX.

En este sentido, pues, en la medida en que el priísmo se fue quedando sin entidades de la república en las que operase como la fuerza gobernante indisputada desde principios del siglo XX, tanto para el priísmo como para sus opositores y opositoras, el Estado de México adquirió una importancia simbólica inédita no tanto porque la política mexiquense fuese, en verdad, determinante incuestionable de las sucesiones presidenciables a la vuelta del siglo, sino, antes bien, porque en el imaginario político nacional la entidad era vista al mismo tiempo como un síntoma de la incuestionable capacidad que tenía el priísmo para sostener su dominio en una entidad completa, de manera ininterrumpida, por casi un siglo de historia; que como una prueba irrefutable del rol que en ese dominio jugaba una dinastía familiar particular —también convertida en mito con el paso de los años—: el Grupo Atlacomulco.

De cierto modo, la importancia simbólica (más que material y demografía) que en años recientes adquirió el Estado de México se construyó alrededor de la creencia de que, en tanto que el priísmo no fuese derrotado en la entidad antes de que se cumpliesen cien años de gobiernos ininterrumpidos emanados de sus filas, no era posible afirmar que todo lo negativo que este partido político representaba en el devenir histórico del México posrevolucionario (el autoritarismo, el terrorismo de Estado, la guerra sucia, la corrupción endémica, la vocación antidemocrática del propio régimen, etc.) hubiese perdido por completo la legitimidad de la que gozó durante la mayor parte del siglo XX, cuando nada en el desarrollo cotidiano de la vida pública en el país escapaba a las mediaciones que interponía el partido entre el Estado y la sociedad civil.

El propio priísmo, de hecho, reconoció con insistencia y en gran medida esta lógica subyacente a la importancia simbólica que hoy tiene el Estado de México para pensar al conjunto de la política nacional cuando, desde su derrota electoral en los comicios presidenciales de 2018 y hasta los eventos que celebró en el marco de su nonagésimo cuarto aniversario, en marzo de 2023, desplegó una sistemática campaña publicitaria en medios de comunicación en la que no perdió la oportunidad de buscar convencer al pueblo de México de una mentira: esto es, de que la existencia misma del Estado mexicano (es decir, de la república mexicana), así como la del conjunto de instituciones que lo componen, eran creaciones suyas, concesiones caritativas hechas por el partido a la ciudadanía y no, por supuesto, conquistas colectivas, resultado de disputas políticas y de luchas sociales; productos de la organización colectiva y, en última instancia, materializaciones institucionales de las necesidades, de las demandas y de los intereses del propio pueblo de México, ante los cuales el Partido Revolucionario Institucional no fue más que una mediación ineludible, (pero no el origen ni el destino de lo conquistado).

En un texto publicado originalmente en 1992, titulado La segunda muerte de la Revolución Mexicana, el Dr. Lorenzo Meyer (uno de los —sin lugar a dudas— más lúcidos historiadores con los que hasta ahora sigue contando la izquierda mexicana) sostuvo, a propósito de las profundas transformaciones que comenzaban a observarse en el desarrollo del sistema político nacional (nacido del conflicto armado que estalló en el país a principios del siglo XX) que, si bien la primera muerte del ideario revolucionario que dio origen, al mismo tiempo, a la nueva organización del sistema político mexicano, a su Estado y a su específica cultura política, había ocurrido alrededor de la década de 1950 (producto de la endémica corrupción que había capturado al conjunto de los procesos políticos que animaban a la vida pública nacional), la segunda llegó, de modo irremediable, cuando la élite mexicana pudo, por fin, «dejar de pretender que sus acciones y objetivos seguían inspirados por ese formidable pero distante levantamiento masivo, popular, que tuvo lugar en México al principiar el siglo».

Meyer, por supuesto, con estas palabras estaba describiendo lo que, en los hechos, ya se experimentaba, en México, como una crisis de legitimidad que afectaba no sólo al conjunto de los procesos que permitan, hasta entonces, el ejercicio de la política oficiosa en el país (principalmente los relacionados con lógicas electorales) sino, asimismo, al propio ideario, al Estado y a la cultura política que había parido la Revolución. Sin embargo, es claro que, en tanto que todos estos elementos históricamente se articularon alrededor de las necesidades propias de un partido político (primero Nacional Revolucionario, luego de la Revolución Mexicana, luego Revolucionario Institucional) lo que en principio parecía ser sólo un proceso de irreversible degradación de instituciones y de agendas programáticas relativamente ajenas a este instituto, en el fondo, era todo lo contrario: ambas muertes de la Revolución y de sus engendros fueron, ante todo, muertes fragmentarias y sucesivas del mismísimo partido que había sabido servirse del mito de la Revolución para recomponer orgánicamente y restituir socialmente a sus élites políticas en el lugar que ellas mismas creían merecer de cara al imperativo de construir un nuevo proyecto de nación.

A la luz de los resultados electorales obtenidos por el priísmo en los últimos seis a diez años (2014-2023), a lo largo y ancho de la república, siguiendo lo señalado por Meyer, quizá valdría la pena leer la más reciente derrota electoral del priísmo en los comicios de este año (2023), en el Estado de México, como algo más que una derrota acotada al terreno de lo estrictamente electoral, y ver en ello, por lo contrario, una suerte de tercera muerte de la Revolución mexicana, aunque interpretándola en un sentido mucho más acotado: como la tercera muerte del Partido Revolucionario Institucional, y no de la totalidad del mito revolucionario, toda vez que, en los hechos, el Movimiento de Regeneración Nacional (como movimiento de masas), en general; y el obradorismo (como estilo personal de gobernar) en particular; a lo largo del presente sexenio, en realidad han supuesto una resucitación inequívoca del ideario revolucionario y de su vocación reformista como condiciones ideológicas y programáticas de realización de los ideales nacional-populares que movilizaron a las masas durante el conflicto armado y que fueron progresivamente abandonados por el priísmo en su lento, pero sostenido, desfallecimiento. Ideales como el de la construcción de una sociedad mucho más libre, más igualitaria, más socialmente justa y, sobre todo, más democrática.

Tercera muerte del priísmo, por lo tanto, que si bien es cierto supone el debilitamiento hasta extremos nunca antes vistos del priísmo en niveles nacionales y estatales (aunque no del todo municipales) como una fuerza partidista opositora real al morenismo y al obradorismo, de ningún modo implica la muerte, asimismo, de la cultura política que éste engendró y que, hasta la fecha, aún condiciona en grados diversos no sólo su propio devenir histórico sino, también, el de los otros partidos políticos que animan el sistema político nacional. De ahí que, para que la victoria electoral recién cosechada por la maestra Delfina Gómez en el Estado de México trascienda el ámbito de lo puramente sufragista sea necesario que, a lo largo de su administración, MORENA y el gobierno mexiquense emanado de sus filas vayan más allá de la simple sustitución de cuadros partidistas en la administración pública y en las instituciones públicas de la entidad y pongan en marcha transformaciones sustanciales en la cultura política que durante años ha dominado en este territorio de la república mexicana.

De lo contrario, al constreñir la reciente victoria de MORENA al ámbito de lo electoral, el riesgo que se corre es que el proyecto de la 4T en la entidad sea fagocitado por esa cultura política que hasta ahora tuvo oportunidad de madurar por casi un siglo de vida sin apenas oposición suficiente que verdaderamente la pusiera en cuestión —más allá del alcance de la política municipal—, y la hiciese entrar en una crisis orgánica de sus propias lógicas de reproducción.

Es claro, por lo demás, que aún si MORENA no hubiese ganado la gubernatura del Estado de México este año, según los datos de los que se disponen hasta el momento, en los comicios de 2024, o Claudia Sheinbaum o Marcelo Ebrard habrían conquistado la presidencia de la república para el Movimiento sin mayores complicaciones que las que ya enfrentan. Sin embargo, aún contando con esa victoria como una apuesta segura, lo que a partir de este momento las fuerzas sociales y políticas progresistas de MORENA y del obradorismo no deben de perder de vista es que, ante la posibilidad real de que la 4T se configure y se sostenga en el futuro inmediato como un proyecto político transexenal, una prioridad ineludible en la gestión de sus gobiernos tiene que ser la de trascender el mero relevo de cuadros y élites y abordar la transformación de las culturas políticas locales (sobre todo en aquellas entidades en las que, como el Estado de México, los gobiernos de MORENA son su primera experiencia de alternancia partidista en el poder), bajo el riesgo de que, de no hacerlo, los rasgos más perversos del priísmo sobrevivirán parasitándolos aún después de haberse extinguido al Partido Revolucionario Institucional de la geografía nacional (en una suerte de pervivencia o de eterno retorno del priísmo sin el PRI).

 

*Internacionalista y posgrado en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México, @r_zco

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