Pacto Histórico: Atrapados en la gobernabilidad – Por Héctor-León Moncayo S.

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Pacto Histórico: Atrapados en la gobernabilidad

Por Héctor-León Moncayo S.*

“Paradójicamente, hay que decir que el Gobierno procedió bien con esta crisis. Yo hubiera hecho lo mismo si a cada artículo de cada proyecto me hubieran sometido a ese juego extorsivo. Cuando entraron al Gobierno, estos partidos conocían de sobra el alcance de las reformas y aun así no les importó conformar esta espuria coalición”1. Estas palabras de Vargas Lleras, de quien no puede sospecharse veleidades Petristas, tienen la virtud de poner las cosas en su sitio. A diferencia de quienes señalan este ajuste ministerial como una muestra de autoritarismo e intolerancia y sobre todo del coro de lamentaciones acerca del lamentable “fin de la coalición” y los llamados a buscar acuerdos. Se está “castigando el disenso”, es la queja. El Espectador titula: “Ante la prematura implosión del gobierno Petro”2.

Las lamentaciones provienen de los más diversos puntos del espectro político, desde El Tiempo quien presume de ser el campeón de la tolerancia y la unidad nacional (el presidente no puede pretender gobernar con el sector que lo apoya; “tiene el deber de agotar esfuerzos para incluir a todos los demás”3), pasando por Santistas como De la Calle y destacados académicos –juristas y politólogos– hasta miembros reconocidos del propio Pacto Histórico.

Las razones de las lamentaciones son, por supuesto, diversas, aunque se destaca el interés, llamémoslo “gremial”, de los políticos de profesión, agrupados en los Partidos que siempre han vivido de las “cuotas”. “El presidente ha venido menospreciando al Congreso”, se quejaba H. de la Calle. De ahí, la discusión subsidiaria, en segundo plano, que se ha venido dando acerca de la posible intención del Presidente de, a cambio de acuerdos con los partidos, negociar con cada uno de los parlamentarios por separado (mermelada). Por lo demás, es evidente que, en otros ámbitos –políticos, académicos y gremiales– muchos esconden sus opciones de política económica y se duelen de la exclusión de los “moderados” utilizando la cómoda sombrilla del “centrismo”.

Lo más notable, sin embargo, es la pretensión de convertir la coalición en un principio de la democracia, en nombre del respeto por el legislativo. Sin duda es una doctrina ad hoc, en beneficio de ciertos partidos, pero ya lo están teorizando algunos juristas académicos. Lo han convertido en un imperativo casi de sentido común. En palabras del emperador de los medios masivos de comunicación: “Petro debe cumplirles a sus electores, pero esta responsabilidad debe armonizarse con los caminos de la democracia y que incluyen frenos y contrapesos que están ahí no por capricho, sino para garantizar que el ganador de unas elecciones sea legítimo representante de toda una nación, no solamente de quienes lo respaldaron.”4

La aparente inocencia del sofisma no alcanza a ocultar el cinismo. Pareciera una nostalgia del Frente Nacional, aplicable sólo ahora que los representantes del “status quo” se dieron cuenta que un movimiento político díscolo también podía llegar al gobierno. Bien valdría la pena recordar las certeras reconvenciones que hacía Virgilio Barco a quienes en su momento se empeñaban en perpetuar la filosofía “frentenacionalista” representada en el parágrafo del ordinal 1º del artículo 120 de la Constitución, referente a la obligatoria oferta de participación “adecuada y equitativa” que debía hacer el Presidente al Partido que le siguiera en votos. Decía entonces el último gobernante anterior a la Constitución de 1991 que semejante precepto sólo había conducido a “escuálidos y condescendientes programas de gobierno”, impidiendo, mediante permanentes concesiones al “conservadurismo político”, la realización de los profundos cambios que requería el país.

Y anotaba, categóricamente, con unas frases tan actuales que podrían haber sido pronunciadas ayer: “La práctica del consenso, entendida como algo en que todos tienen que estar de acuerdo, hace el cambio imposible. Cada reforma se convierte en objeto de un regateo estéril y acaba por no aceptarse, o por aprobarse con tantas limitaciones que no resulta aplicable. Y como la voluntad de cambio de un país no puede aplazarse indefinidamente, la impaciencia hace crisis y las consecuencias son el paro cívico, la asonada, la guerrilla y el motín”5.

Barco propuso eliminar el parágrafo mencionado para “retornar plenamente al libre juego democrático que presupone la existencia y la interacción recíproca entre un partido de gobierno y uno o más partidos de oposición, con papeles claramente definidos”6. Fue lo que se denominó “esquema Gobierno-oposición”. Entendía muy bien que la democracia se definía por los derechos y garantías brindados a la oposición y no por la participación obligatoria de ésta. Es curioso que quienes todos los días acusan a los críticos del neoliberalismo de querer regresar al pasado anterior al “revolcón” de los noventa no hayan encontrado otro argumento que volver al antiguo “frentenacionalismo”.

La oposición más cerrera –pero abierta– sencillamente ha aprovechado este primer desenlace del experimento Petro como una comprobación de su advertencia: ¡Es un dictador! Por fin se reveló como lo que es. Hasta ahora era un lobo con piel de oveja. Pronto veremos al “comunista Chávez” reencarnado en Colombia. El discurso no es nuevo. En realidad, en este aspecto, no es el principal problema para el gobierno.

¿Coalición o componenda?

Las cosas en su sitio: tal como se informó ampliamente, para el gobierno ya era insostenible que en un gobierno supuestamente de coalición continuaran participando unos partidos que, en realidad, se encontraban en la oposición. Particularmente, en relación con las reformas sociales que, incluso en el plano simbólico, representaban el abandono de la política neoliberal, uno de los ejes de la propuesta del cambio. La verdad es que esos partidos nunca estuvieron de acuerdo ni con ese ni con otros ejes de la propuesta del Pacto Histórico; la razón de su disposición a las “alianzas” era tan sencilla como antigua: hacerse a porciones importantes del ejecutivo a nivel nacional. A programas, partidas presupuestales y contratos, que, según la costumbre inveterada, constituyen el principal alimento de la relación entre los congresistas y sus bases políticas de apoyo en regiones y localidades. Todo ello fundamental en una coyuntura, como la de este año, de elecciones departamentales y municipales.

Las razones del presidente Petro para semejante disposición a estas alianzas son también sencillas en apariencia. Por lo menos en términos prácticos. Se trataba de garantizar en el Congreso la aprobación de las principales reformas comprometidas. Ese ha sido uno de los problemas cruciales de los gobiernos reformistas, socialdemócratas o populistas, no sólo en Latinoamérica sino en el mundo. ¿Cómo adelantar una reforma siendo que el ejecutivo, aun en regímenes presidencialistas, es apenas uno de los tres “poderes”? Y obsérvese que no se está hablando de una revolución. No basta un triunfo electoral, de por sí bastante difícil pues como se sabe los mecanismos circulares de reproducción de la elite funcionan eficazmente, se necesita como cimiento una alteración fundamental de las relaciones sociales de poder. Y eso sólo ocurre en momentos históricos específicos. No parece ser el caso de Colombia, pese a las reiteradas alusiones al tema del famoso “estallido social”. La verdad es que incluso el “Estado Bienestar”, que bien le sirvió al capitalismo durante treinta años, sólo se adoptó, en Europa, después de dos pavorosas guerras y ante la amenaza real o imaginaria del socialismo.

Lo cierto es que esta consideración práctica explica la ruptura. Las reformas eran la contrapartida de las gabelas. Se trataba de un patente incumplimiento por parte de los partidos liberal, conservador y de la U. Con todo, era previsible: en algún momento el poder real iba a hacerse sentir. Los aparatos de partido, con todo y sus dirigentes, distan mucho de ser autónomos; responden a sus sustentos y financiadores. Es por eso que resultaba patética la retórica de Petro intentando disfrazar este acuerdo de intereses con el traje de los “grandes acuerdos nacionales”, y desafortunada la interpretación en el sentido de que estábamos en presencia de una alianza interclasista7. Siempre conviene tener enormes precauciones a la hora de poner en relación (nunca identificar) partidos y fracciones de las clases sociales. Pero además en el caso de Colombia es preciso tener en cuenta un rasgo fundamental: la crisis crónica de la democracia representativa.

En efecto, como consecuencia del acentuado proceso de concentración y centralización del capital –y sin dejar de lado la violencia sistemática– hemos llegado a un punto en que la cúpula financiera puede darse el lujo de prescindir de las formas de representación y asumir cada vez más directamente las decisiones de carácter público. Podría concluirse que en Colombia quien domina verdaderamente es una plutocracia. No necesita ventilar en el campo político disputas inter-fraccionales. Es suficiente el corporativismo. Toma fuerza el rasgo que según algunos historiadores ha caracterizado este país, o sea, la tradicional relación directa de los empresarios con el Estado para materializar sus exigencias privadas. De ahí el protagonismo cada vez más abierto y eficaz de los gremios empresariales y sus funcionarios. Fue visible, hasta el ridículo, en el espectáculo del gobierno Duque. Y es notorio en el tortuoso camino que ha venido tomando la política económica, en particular la propuesta de reformas (recordar la tributaria) en el de Petro.

Si miramos la historia reciente encontraremos que las decisiones más importantes no se han tomado en el Congreso sino en los conciliábulos entre los representantes del Estado y los grupos de grandes empresarios. Inclúyase aquí a los ejecutivos de las poderosas multinacionales. La fuente de su legitimidad no está en sonoros debates políticos sino en el clima de “opinión” construido por los grandes medios de comunicación.. Y la crisis crónica antes aludida no es otra cosa que la disyunción entre el mundo de la representación y el mundo de los intereses de grupos sociales. Y esto vale para también para los trabajadores, hundidos como están en el reivindicacionismo. La gran paradoja consiste en que aquí “la política”, sobre todo para las diversas corrientes del progresismo, sigue circunscrita al juego de partidos y a las campañas electorales.

La gobernabilidad como objetivo

Hasta aquí lo referente a la gobernabilidad “operativa”. No obstante, para Petro, la gobernabilidad, en cierta forma, no es un medio sino un fin. Da la impresión de que, para el Pacto Histórico, mantenerse en el gobierno, sobrevivir, es ya un triunfo aceptable. No sería, por supuesto, algo que esté fuera de toda racionalidad sino, por el contrario, algo fundado en consideraciones valederas. En riesgos verosímiles. En efecto, al problema general del reformismo que se mencionaba antes debe agregarse la amenaza del golpe de Estado. Y no es un delirio paranoico de la “izquierda”, la experiencia de Allende, entre otras, nos lo recuerda todos los días. Precisamente, el discurso de la oposición más cerrera –la llamada “derecha”– va encaminado, en su estúpida simplificación y su repetición implacable, a crear las condiciones de legitimidad para su realización. Desde luego sería necesario que la situación llegara a ser insoportable para los principales grupos del capital (¿o de la tierra?). Sobra decir que en Colombia éstos llevan más de medio siglo dando pruebas de que son capaces de utilizar otros medios violentos para conjurar cualquier peligro de transformación social y política.

En todo caso, dos son los factores, o actores, que estarían implicados directamente en un golpe, las Fuerzas Armadas y el complejo militar industrial y político de los Estados Unidos. Es aquí donde encontramos las dos primeras líneas de la estrategia de gobernabilidad del presidente Petro. Para el primero de los actores, una combinación de reestructuración de la cadena de mandos (depuración, dicen algunos) por una parte, y políticas de consideración y apoyo, incluso salarial y social por otra. Para el segundo, una persistente iniciativa de diálogo y negociación encaminada a replantear la agenda de “cooperación”. Especialmente en lo relacionado con la guerra contra las drogas. Hasta ahora la iniciativa parece exitosa. Aunque, como se ve, ha significado renunciar al discurso “antimperialista”.8

No todo se explica, sin embargo, por la valoración de este riesgo. La estrategia de gobernabilidad satisface otros requerimientos que, puede presumirse, se basan en el realismo político. En el ámbito doméstico, es ampliamente conocida la audacia que significó negociar y llegar a acuerdos, al poco tiempo de posesionarse, con el gremio más atrabiliario y criminal, la Federación de ganaderos, a través de su presidente a quien por cierto invitó a formar parte de la comisión de diálogo con el ELN. La mayor audacia no fue en todo caso la negociación. Llevaba de suyo el silencioso desmonte de la propuesta de reforma agraria, asumiendo el costo de echar por tierra toda una tradición del movimiento campesino y la izquierda revolucionaria. Logró, en principio, no sólo debilitar la resistencia agresiva de muchos terratenientes sino restarle combustible fanático al Uribismo.

La línea más sorprendente de la gobernabilidad es la representada por la famosa política de “Paz Total”. El diagnóstico es sencillo. Olvidándose de conflicto armado e insurgencias, lo cierto es que el país, en su totalidad y todo el tiempo, está sometido a múltiples violencias de diferente origen y naturaleza. “Multi-crimen” es el término que ha puesto de moda el jefe de Estado. En estas circunstancias, es imposible no sólo hacer reformas, sino simplemente gobernar. Enfrentar las violencias con la llamada violencia “legítima” del Estado, no ha sido, hasta ahora, eficaz. Lo más realista, entonces, es negociar con cada uno de los agentes, pagando a cada uno, según su naturaleza, el precio jurídico, económico, político o social, que demande. Como se ve, en esta línea confluyen, necesariamente, los logros obtenidos en las anteriores, con las fuerzas armadas, los Estados Unidos, los terratenientes, etc. El escenario que se busca obtener es enteramente loable, aunque el medio hace la propuesta poco convincente.

Si la gobernabilidad es idéntica a la paz, bien se entiende entonces que sea un fin.

¡A “meterle pueblo”!9

El desplome de la coalición partidista obligó al Pacto Histórico a volver sobre reflexiones anteriores. Comenzando por el hecho de que algunos de sus miembros, como el propio Roy Barreras su líder parlamentario, no quedaron muy conformes con la decisión de los cambios ministeriales. La interpretan apresuradamente –por no decir equivocadamente- como un “giro a la izquierda”. Pero ¿son las reformas propuestas tan radicales, tan de izquierda, tan comunistas? Es claro que no. Lo que temen estos adalides del “centro” es perder el beneplácito o, mejor, la condescendencia, de ciertos poderes en el mundo político, económico o de la comunicación.

Las matemáticas de R Barreras son muy curiosas. Según dice, las reformas representan 11 millones de votos pero hay que escuchar los otros diez millones. ¿Qué le hace pensar que esos diez están en contra? Difícilmente se podría comprobar. Como tampoco que los primeros estén a favor, aunque sí puede presumirse porque fueron ofertas explícitas de campaña. Lo cierto es, como todos sabemos, que la verdadera oposición a las reformas está en el sector financiero, los dueños de las EPS, los dueños de los Fondos Privados de Pensiones, y en general los empresarios que preferirían trabajo más barato y con menos garantías.

El “giro” pareció confirmarse con el discurso de Petro del Primero de Mayo. Pidió a los sectores populares expresar en la calle su respaldo a las reformas sociales. A primera vista, intentaba remplazar la gobernabilidad partidista con una gobernabilidad social. La analogía no es, desde luego, adecuada. El terreno del Congreso no entra aquí en el juego. Frente al activismo y la presión de las elites políticas, económicas y de la comunicación, con todos los instrumentos de que disponen, incluyendo el sabotaje económico, no queda otra alternativa que la presión popular, en la única forma en que ésta puede desarrollarse, esto es, con la movilización. Es apenas obvio y reconocido en toda la historia de la humanidad.

Pero el Presidente hablaba también al oído de sus contradictores. Por eso no se puede hablar de ningún giro. En primer lugar se defiende volviendo sobre el argumento de que sus reformas son apenas la repetición de lo que en sus mejores momentos propuso el partido liberal. Luego recuerda que en aquellos momentos hubo también quienes reaccionaron en contra originando la catástrofe de violencia que todavía padecemos. Finalmente aclara, como si hubiera releído las páginas de V. Barco que citábamos al principio, que es la imposibilidad de las reformas la que propicia las revoluciones. Llama por lo tanto a evitarlas; no a hacerlas, como malinterpreta la derecha. En síntesis, el Presidente estaba renovando su oferta de coalición. Nuevamente acorde con su estrategia de gobernabilidad.

El “pueblo”, sin embargo, tantas veces convocado, vuelve a dibujar una gran incógnita. La explicación no es tan complicada. Se dice siempre que debe preservarse la autonomía de los movimientos sociales. Y claro, todo gobierno de corte populista suele sucumbir a la tentación de movilizar por su cuenta, de colocar consignas y programas, de cooptar organizaciones y de apoyar líderes selectos. Esto no ha ocurrido aquí. Pero tampoco existe una dinámica propia de las organizaciones sociales. En parte porque llevan años reducidas a la carta de peticiones; en parte porque tienden a refugiarse en la comodidad que brinda la confianza en el caudillo. En estas circunstancias no es que la autonomía se niegue sino que carece de sentido. Muy lejos estamos de la construcción de un poder popular que en su despliegue mayúsculo convertiría el gobierno en un factor secundario, simplemente útil en términos operativos, que es lo deseable.

La dialéctica del “peor es nada”

La estrategia de la gobernabilidad, aparte de su escasa viabilidad, puede ser también contraproducente. Para ser eficaz, quien la promueve necesitaría contar con lo que en otros contextos se denomina una masa crítica. Es decir, un espacio de cultura política favorable al cual se haya llegado ya, convirtiéndose en referente para cualquier iniciativa de alianzas, que se darían sólo sobre la base de un acuerdo de contenidos. Es lo que no ocurre en Colombia, especialmente en materia de superación de la política neoliberal.

En efecto, la propia estrategia de gobernabilidad, la búsqueda de aliados, eliminando los temores que se podían suscitar, arranca desde la campaña electoral, reiterando, una y otra vez, que no se propone el socialismo sino el desarrollo del capitalismo. Que son apenas reformas sociales que respetan la propiedad privada. A partir de ahí, el Pacto Histórico, en su conjunto, se dedica a explicar, a aclarar, a mostrar malinterpretaciones, a rechazar calumnias. Es decir, a defenderse. Con la incorporación, después de la primera vuelta, de liberales y toda clase de verdes, en esa variada fauna que se autodenomina centro, la actitud se vuelve más radical y fanática, pues el temor a ser confundido con Chávez ya no estaba afuera sino adentro.

Grave es estar a la defensiva porque se cede la legitimidad al discurso del adversario. Es él quien pone los parámetros para la discusión: define lo que es bueno y lo que es malo, lo admisible y lo “tabú”. En este sentido, deja de ser posible proponer reformas porque generalmente hay que empezar por declarar que no lo son. Esto es visible aquí en el clima existente en el medio intelectual, que es todavía el mismo que existía en América Latina a principios de siglo. Predomina la cultura neoliberal para la cual el causante de los males es el llamado “estatismo”. Ni siquiera se trata de su máxima expresión que sería el “comunismo”, sino del “desarrollismo” de los años sesenta y setenta, es decir nuestro pálido equivalente del “Estado Bienestar”. En esa medida, cualquier apartamiento del libre mercado es inadmisible. Basta ver, la mayoría de los columnistas de la prensa económica o los artículos “académicos” que consideran suficiente con acusar de “estatistas” cualquiera de las reformas para ahorrarse cualquier discusión.

En la circulación de las ideas propiciada por los factores de poder estos dogmas de supuesto sentido común se van transformando en mentalidad en amplios sectores de la población; mentalidad que permanece mientras no aparezca un contrapeso que sólo podría provenir de la emergencia de un poder popular. Un ejemplo: como se sabe, la idea del “Estado corrupto por naturaleza” es algo generalizado; por ello no es de extrañar que en los sectores populares más insospechados se aprecie también un rechazo a las reformas. Como se dijo, no es comprobable, pero sí se detecta un aumento de la desfavorabilidad de Petro, hasta donde se le puede creer a las encuestas, aunque sin duda tiene también otro tipo de causas. Existe, por supuesto, un conjunto de sectores, comenzando por el sindicalismo que tienen suficiente claridad al respecto. Pero no es suficiente. En todo caso, no es probable que se genere a corto plazo un amplio movimiento social que logre imponer un conjunto de reformas que permitan abandonar el marco neoliberal.

Así las cosas, independientemente del rumbo que tomen las coaliciones en el Congreso, el destino de las reformas puede ser la típica solución colombiana, esto es, el camino de en medio, un poco de aquí y otro poco de allá. La discusión no será sobre la existencia de las EPS sino hasta dónde va a llegar el poder económico del oligopolio que quedó finalmente; la discusión no va a ser sobre el sistema de ahorro individual para las pensiones sino sobre cuánto van a manejar los Fondos Privados, a partir de cuántos salarios mínimos. Como quien dice que ni siquiera como reformas van a tener un verdadero alcance transformador.

Una desapacible reflexión final. A juzgar por sus discursos parece que a Petro le están gustando las analogías históricas, particularmente con la “Revolución en Marcha”. Sin embargo, vista su pasión por los Acuerdos Nacionales, todo parece indicar que no va a ser el López Pumarejo del siglo XXI, sino tan sólo el Olaya Herrera.

Notas:

1. Vargas Lleras, Germán, “El Enroque”, El Tiempo, 30 de abril de 2023.
2. El Espectador, domingo 30 de abril, 2023.
3. Editorial, El Tiempo, 30 de abril de 2023.
4. Ibídem.
5. Barco, Virgilio, Hacia una Colombia Nueva, Editorial Oveja Negra, Bogotá, 1986, p. 25.
6. Ibíd. p. 18.
7. La idea de un gobierno reformista que exprese una alianza entre el pueblo y algunas fracciones de las clases dominantes es muy antigua. Es la filosofía de los “Frentes Populares” de hace casi un siglo. En Colombia, bastante le ha costado al Moir, desde finales de los años sesenta, la búsqueda de una indescifrable burguesía nacional (nacionalista). ¡Una verdadera tragedia Shakespeariana!
8. No obstante, después de escuchar los virulentos discursos “antimperialistas” de Daniel Ortega, mientras negociaba con las multinacionales, resulta preferible discursos menos rabiosos y más resultados. Desde luego, es un tema que merece discusiones más de fondo, especialmente en lo referente a la política de comercio exterior y de inversiones extranjeras.
9. En tiempos de las negociaciones de paz con las Farc y el M-19, en los años ochenta, a este último se le ocurrió –acertadamente– que no podía reducirse todo a un diálogo entre representantes de la insurgencia y representantes del gobierno sino que había que involucrar también a la sociedad civil. Muy en el estilo de Bateman lanzó la consigna de ¡“hay que meterle pueblo a esta vaina”!

*Economista. Profesor universitario. Analista político e investigador en temas sociales y económicos. Exdirector del Instituto Latinoamericano de Servicios Legales Alternativos (ILSA).

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