Chile | A 50 años del golpe de 1973: el negacionismo, una realidad presente – Por Mladen Yopo

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de NODAL. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

A 50 años del golpe de 1973: el negacionismo, una realidad presente

Por Mladen Yopo

En un contexto de reparación de memoria y de búsqueda de justicia, esclarecer la verdad sin mediaciones es una necesidad fundamental para sentar las bases de una verdadera paz y reconciliación en el marco de los 50 años del golpe cívico-militar. Un merecido reconocimiento al Comandante en Jefe de la Armada con su viaje a la isla Dawson con ex presos políticos y su “Nunca Más” a este respecto.

Al aproximarnos al 11 de septiembre de 2023, es decir a 50 años del golpe cívico-militar que derrocó al Presidente Salvador Allende y a la misma democracia, y condujeron al país a una prolongada y brutal dictadura, parte de una derecha multicolor y entusiasmada por últimos resultados electorales a partir de lecturas forzadas y/o distorsionadas (no hay viraje al conservadurismo más allá del rechazo a ciertas posturas), han reforzado un discursos negacionista como buenos herederos de ese pasado y en función de eternizar lógicas atávicas.

Recientemente, escuchamos a un diputado de derecha decir lo siguiente: “Creo que el gobierno de Allende se estaba saltando la Constitución. Yo justifico el golpe militar”. Y a una diputada independiente de derecha decir, además de otras cosas, que son “50 años de liberación del país”.

Según la Real Academia Española (RAE), el negacionismo es una actitud que consiste en la negación de determinadas realidades y hechos históricos como el holocausto nazi, sociales/democráticos como las igualdades e inclusiones o naturales como cambio climático.

Este es un fenómeno que ha tomado relevancia en el contexto actual de debilidades democráticas, de un estado de desconfianza institucional, de ausencia de legitimidad de los poderes públicos y que ha sido potenciado por las incertidumbres e impactos de la globalización.

Al final, aunque cualquier persona puede ser emisor y/o receptor de un contenido negacionista, este es en lo general un caldo de cultivo propicio para la construcción de narrativas ancladas en los discursos autoritarios y/o de un populismo de extrema derecha y que es amplificado por las nuevas tecnologías de comunicación.

Un senador de este mismo sector, por ejemplo y bajo un formato de negación literal, ha repetido que las Fuerzas Armadas “me salvaron de vivir bajo una dictadura marxista. Pinochet salvó la vida de toda una generación”.

El sociólogo Kahn-Harris afirma que el negacionismo es la intensificación de la negación, es decir, un posicionamiento activo en contra de las evidencias y que se propone negar la realidad porque resulta incómoda.

La cuestión del negacionismo, entonces, no se reduce a una mera discusión teórica sobre “verdades”, sino que se erige como un verdadero problema social y político motivado por determinados intereses ideológicos y posverdades.

Dicho de otra manera, quiere decir que las personas negacionistas ponen en duda la realidad a pesar de las evidencias empíricas, científicas y/o históricas, simplemente evaden verdades con las que no concuerdan y/o les produce aversión, angustia y/o interpela con el propósito de no asumir sus consecuencias y/o defender intereses y creencias.

Poco antes de que se muriera el dictador, otro ex diputado de este mundo al visitarlo en el Hospital Militar, dijo que el gremialismo sentía “orgullo” de la obra de la dictadura. Diecisiete años más tarde, un consejero constitucional republicano, sostuvo que Pinochet, a pesar de las violaciones a los derechos humanos, fue un estadista y que a 50 años del 73′ es necesario llevar a cabo “una lectura un poco más ponderada de su gobierno”.

La persistencia de esta narrativa negacionista se ancla a un cerrado marco ideológico y de creencias que, además de provocar indignación e inquietud, van en contra de los factum (hechos) como lo demuestra Jorge Molina A., al publicar que los resultados netos de la dictadura fueron 40 mil víctimas directas; 3.227 asesinatos (incluyendo niños); 1.158 personas todavía desaparecidas; 1.168 centros de detención y tortura; privatización de la salud, educación y seguridad social; desmantelamiento y venta de empresas estatales; enriquecimiento ilícito en cuentas del Banco Riggs de Pinochet; 45% de pobreza en 1987; una performance económica mediocre y regresiva en lo social como diría Ricardo Ffrench Davis, etc.

El punto de partida de esta impostura se sitúa en la publicación de un libro del escritor y activista de extrema derecha Maurice Bardéche (1909-1998), (Nuremberg ou la terre promise, París, Les Sept Couleurs, 1948), donde se subleva contra la “justicia injusta” de las potencias vencedoras (es decir, contra los juicios de Nüremberg) y las acusaba de haber “inventado” la cuestión del genocidio judío para encubrir sus propios crímenes, dice Mario Ranalletti.

Sin embargo, es el historiador francés Paul Rassinier quien es considerado el primer negacionista europeo debido a su tesis sobre la “inexistencia de un plan de aniquilación sistemática del pueblo judío”. Señaló que el régimen nazi exterminó a menos personas que las señaladas en reportes oficiales. El negacionismo se convierte así en parte del andamiaje cómplice de los crímenes.

La negación de ellos busca desconocer/invisibilizar a las víctimas y borrar los rastros criminales con el fin de reorganizar las legitimaciones sociales y de poder. Se borra la historia como se ha hecho con el holocausto armenio (1915-1918) o con lo que hoy sucede con el pueblo palestino.

Como dice Stanley Cohen en su libro “States of Denial: Knowing about Atrocities and Suffering”, este mecanismo puede actuar sobre el hecho, en su interpretación o en sus consecuencias.

Al respecto, autores como María de los Ángeles Abellán López o Tom Daems dicen que este autor identifica, al menos, tres categorías de negación:

a) La negación literal que es una negación fáctica en la que se afirma que algo no sucedió o sencillamente se niega el conocimiento de forma taxativa aunque se tenga que mentir (ej. Paul Rassinier);

b) La negación interpretativa que supone un escalón más alto, al no negar ni cuestionar los hechos, sino que resignificarlos de manera intencional para distorsionar o banalizar su significado, por lo que emplea eufemismos o reformulaciones del sentido original (los crímenes de la dictadura se han mediatizado con la polarización política y/o su supuesto éxito económico); y,

c) La negación implicatoria, esta tampoco niega los hechos, sino que se niegan o minimizan sus consecuencias e implicaciones sociales, políticas, morales o psicológicas. Cuantas veces hemos escuchado “hasta cuando siguen, si ya han pasado 50 años”, “es evidente que aquí hay un interés por parte de la izquierda de resucitar cada cierto tiempo a Pinochet…le ha dado réditos políticos” o que cada chileno “tiene una opinión sobre lo que ocurrió y las razones por las que ocurrió” o la falsa resiliencia a la que llamó un escritor, para terminar con una frase de manual de propaganda como “sin Allende no hay Pinochet”.

El politólogo Jan Stehle recuerda como prominentes figuras de la derecha fueron “amigos y defensores de Colonia Dignidad” desde temprano, y se mantuvieron como tal cuando ésta funcionaba como un centro de tortura y exterminio de la DINA y la defendieron en los noventas cuando los primeros gobiernos democráticos intentaron cerrarla incluso cuando ya se conocían las denuncias por abusos sexuales a niños chilenos en este “ex enclave nazi”.

Sin embargo y asumiendo el concepto de hegemonía cultural de Gramsci, la responsabilidad de la existencia y propagación de este negacionismo es compartido por parte de los dirigentes que lideraron la transición al mal entender que la paz del país y esa mal entendida “amistad cívica” (negación interpretativa de acuerdo a Cohen) pasaba por la ausencia del conflicto y de la contradicción (obviarlos/taparlos), en vez de aceptar las diferencias y preponderar mecanismos democráticos/pacíficos de resolución complementaria al dirimente eleccionario.

Esta premisas transicionales terminaron debilitando la contraargumentación democrática en varios niveles al desmovilizar a los propios, “desincentivar” las organizaciones sociales, “matar” la prensa antidictadura y salvar medios golpistas (hoy la derecha y el conservadurismo tiene un gran poder sobre la formación e información, es decir la socialización), abandonar la expresión artística contestataria o crítica, perder la argumentación paradigmática en pro de un pragmatismo anclado a un modelo desigual (consensos forzados o en la medida de los posible) y aceptar la dictadura del rating y las encuestas para la toma de decisiones (los partidos transformadores transitaron rápidamente hacia entes electorales y de prebendas), etc. Al final y como nos dice el sentido común, se está cosechando lo que se sembró.

Precisamente Cristián Castro, director de la carrera de Historia de la Universidad Diego Portales, en una reciente columna dice que Pinochet fue “un traidor, asesino y ladrón, como lo demuestran las diversas investigaciones judiciales…, sin embargo, el que tuvieran que pasar 50 años para que un periodista mainstream (Daniel Matamala) use esos adjetivos en relación con la figura del dictador, nos debería llevar a reflexionar sobre el tipo de esfera pública que hemos construido”.

Agrega “que en un país con los niveles de concentración de medios que tenemos en Chile hay una parte importante de la población que todavía arguye la existencia de una suerte de refundación virtuosa del país desde el golpe y posterior dictadura. Esa narrativa fue divulgada por los medios sin mayor contrapeso”.

Eso no solo explica hechos anecdóticamente provocadores como el lanzamiento de una edición limitada de vinos para “celebrar” el golpe de Estado o una moneda conmemorativa de un Banco en el mismo sentido, sino que un aumento en la adhesión de una derecha autoritaria conservadora que “apoya” este trágico episodio cívico-militar que buscaba un acto restaurativo del poder del capital.

Esto se refleja muy bien en que la última encuesta MORI, la que identificó que más de un tercio de los chilenos apoyan la dictadura en distintas preguntas: el 36 % piensa que los militares “tenían razón” para dar un golpe, otro 36 % dice que Pinochet “liberó a Chile del marxismo”, y un 39 % cree que el dictador “modernizó la economía chilena”.

La directora de MORI, Marta Lagos, dijo que “el auge en la aceptación de la dictadura explica los buenos resultados de la extrema derecha en las elecciones constituyentes”, a la vez de resaltar la incidencia en el resultado el bajo conocimiento de la dictadura entre los menores de 35 años y en aquellos que sólo alcanzan educación básica.

En Chile hay una persistencia de discursos y anclajes conceptuales que se caracterizan por negar los crímenes de la dictadura y la complicidad de la derecha en ella. Ejemplos sobran, pero la gran novedad hoy, es que la circulación del negacionismo en la sociedad chilena (y el mundo) se ha amplificado con un cambio de epocal (de menos racionalidad), unido a períodos de crisis social, nuevas tecnologías y falta de contraargumentaciones, factores todos que, como dice, María Ángeles Abellán López, han contribuido a dar más visibilidad a los planteamientos negacionistas en el debate público.

Tampoco se puede obviar en esta expansión la relación del negacionismo con el término posverdad, el que adquirió un valor y estatus conceptual muy relevante como factor emocional y de creencias explicativo/alternativo más allá de los hechos objetivos (ej. el Brexit) y que el negacionismo ha usado para multiplicarse en un escenario en el que los hechos objetivos y/o la información dura/científica tienen menos valor que las apelaciones emocionales o las creencias personales en la formación de la opinión pública en esta “aldea McLuhiana”.

En un contexto de individualismo, de soledad y de fragmentación (la pérdida de lo público y del sentido comunitario), el negacionismo ofrece una pertenencia sustitutiva, de manera que esta crece a medida que se repudia, con amplificación, las creencias de los demás.

El negacionismo necesita mecanismos de reproducción masiva inmediata y de impactos emocionales de sus mensajes, como el montaje de sacar el pasto de los espacios externos de La Moneda supuestamente para cavar una tumba para el gobierno.

El negacionismo es peligroso porque, además de generar confusión y dudas con la subordinación y reorganización de los hechos desde una ideología específica (ej. exacerbando la falacia de la ineficiencia del Estado en función de la privatización de las funciones sociales y materiales), fanatiza “religiosamente” a aquellos que comparten las creencias hasta el punto de pensar que es imposible no tener razón como los partidarios de Donald Trump, Jair Bolsonaro, José Antonio Kast o Javier Milei.

María Ángeles Abellán López dice que estos discursos negacionistas siembran dudas, y consiguen calar con fuerza en determinados sectores sociales poco informados mediante diferentes estrategias retóricas, que los aceptan como válidos, independientemente de las evidencias concretas.

Cuantas veces hemos escuchado que “ha sido la única vez que un llamado dictador se somete a un plebiscito y entrega el poder con un país mejor”, “Qué rara la dictadura de Pinochet, cuando hubo elecciones y perdió dejo el poder, otro no hace o no las reconoce”.

Lo que hace en rigor este tipo de aseveraciones, además del descaro, es instalar una duda dirigida directamente a negar o aminorar los hechos. Es una duda que se instala para destruir el “constructo” de la memoria y aspectos sustanciales de la comunidad democrática levantados con esfuerzo y retrocesos tras una larga transición.

Para la filósofa italiana Donatella Di Cesare, el hilo conductor del negacionismo (que constituye en sí mismo un fenómeno de propaganda política y, en tal sentido, concierne al espacio público) es el del rechazo de una verdad considerada “oficial” y el de la inversión de roles entre víctimas y victimarios. Hay parlamentarias de derecha que han afirmado sin ningún fundamento (más bien con datos duros en contra) que son “equiparables las barbaridades de Salvador Allende con las de la dictadura”.

El punto clave aquí, como dice Di Cesare, es que las dudas de los negacionistas (que se presentan como real) no se dirigen a conocer más un fenómeno, a despejar incógnitas e interrogantes, a buscar una cierta objetividad frente a una discrepancia científica (personas que dudan para conocer más y mejor un determinado proceso), sino de personas que niegan a través de la mera duda.

Las dudas de los negacionistas no son dudas “productivas” en pro del desarrollo democrático o la verdad científica. De hecho, ni siquiera son dudas, y más bien son intervenciones/tergiversaciones políticas cuyo objeto es poner en tela de juicio el hecho histórico y/o científico mismo a través de esa pretendida duda, por ejemplo, a través de una falsas equivalencia: “la historia hay que estudiarla completa, Chile no parte el 73, y muchos sufrieron enormemente durante el gobierno de Allende, así como también muchos otros lo hicieron durante el gobierno de Pinochet”.

Entre los recursos usados, por ejemplo, podemos destacar las ideas conspiracionistas; los falsos expertos y el desprecio por los expertos reales; la selección a la conveniencia de los datos y análisis (ej. el mito del éxito económico de la dictadura se sustenta mucho en considerar sólo las recuperaciones ignorando las caídas/recesiones o sus impactos sociales); la formación de expectativas imposibles sobre lo que la ciencia puede realmente proporcionar; el uso de falacias lógicas o argumentativas; etc.

La cuestión del negacionismo excede un caso o tema en particular, pero al final termina deshumanizando a las víctimas y/o minimizado la importancia de los hechos en función de ideologías e intereses específicos como evitar justicia y/o culpabilidades.

En un contexto de reparación de memoria y de búsqueda de justicia, esclarecer la verdad sin mediaciones es una necesidad fundamental para sentar las bases de una verdadera paz y reconciliación en el marco de los 50 años del golpe cívico-militar (un merecido reconocimiento al Comandante en Jefe de la Armada con su viaje a la isla Dawson con ex presos políticos y su “Nunca Más” a este respecto).

Como lo escribió Lucía López en un tuit, “un golpe de Estado no puede ser validado, ni celebrado, ni promovido por nadie que se reconozca como demócrata. De la misma forma, ninguna crisis política, por severa que sea, puede justificar una masacre de los adversarios”.

En la construcción colectiva de la memoria, verdad, justicia, reparación y “nunca más”, es vital para pensar la vida en común y democrática/plural de los chilenos en este siglo XXI; para una verdadera resiliencia.

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