Colombia | Mujeres indígenas de La Guajira luchan contra el matrimonio infantil

Foto: Cortesía de Movimiento Feminista de Niñas y Mujeres Wayuu
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La historia de las rebeldes de La Guajira que luchan contra el matrimonio infantil

Hace unos días, el presidente Gustavo Petro y la mitad de su gabinete hicieron una visita a la región de La Guajira. Por primera vez un jefe de Estado gobernó durante una semana desde ese territorio y al finalizar, decretó un estado de emergencia económico, social y ambiental. Un estado de emergencia nuevo en el papel de membrete oficial, pero que mujeres, niñas y niños llevan años sufriendo.

Esta comunidad que habita los desiertos del rincón más remoto, en el norte de Colombia, se ha adaptado a las inclemencias del clima, un pueblo que ha luchado contra las adversidades naturales de la región, además de enfrentar discriminación, marginación, racismo y violencia por generaciones. Sus miembros se ganan la vida a duras penas bajo un sol sofocante, donde el hambre mata, y las niñas son entregadas en matrimonios infantiles para toda una vida de abusos domésticos y sexuales. Las mujeres wayuu son víctimas del machismo más rancio, que camufla y tolera culturalmente que niñas de tan sólo 10 y 12 años sean casadas con hombres que les triplican la edad.

En Colombia no está permitido el matrimonio infantil, pero se advierten ciertas excepciones: “Los menores de edad no pueden contraer matrimonio sin el permiso expreso, por escrito, de sus padres legítimos o naturales”, ordena el artículo 117 del Código Civil. Y la Ley de Infancia y Adolescencia en su artículo 3 señala: “En el caso de los pueblos indígenas, la capacidad para el ejercicio de derechos se regirá por sus propios sistemas normativos, los cuales deben guardar plena armonía con la Constitución Política”. Así, arropados bajo la normativa local especial basada en etnias y en la cosmología indígena, las niñas de la comunidad wayuu a quienes ya han tenido su primera menstruación se les consideran listas para cumplir un rol de esposa y mujer procreadora que puede ser vendida por su familia a cambio de 20, 30, 50, 100 chivos. O simplemente regalarla.

Pero ahora una nueva generación de mujeres feministas indígenas está rompiendo la hegemonía de esta tradición cultural, cuestionando colectivamente el sistema que les ha sido impuesto durante tantas décadas a lo largo de su historia y transformando radicalmente la vida de decenas de mujeres que sólo han conocido la servidumbre.

Jazmín Romero Epiayú, fundadora del Movimiento Feminista de Niñas y Mujeres Wayuu, desde muy pequeña se planteó preguntas sobre sus costumbres, desde los 12 años empezó a incomodar a los hombres de su comunidad cuestionando el rol abnegado de las mujeres. Hoy recorre la Guajira de punta a punta –territorio que se extiende 20.848 kilómetros– impartiendo talleres que cambian vidas.

Estos talleres de formación sobre violencia basada en género llegan a las rancherías más apartadas como una solución de la mano de la autoridad tradicional. “Con Siluetas de Wayünkerra (nombre del taller) vamos a las comunidades a hacer la prevención de violencia de género para tocar el tema de derechos sexuales reproductivos porque dentro de la cultura es muy complicado que una mujer pueda hablar de derecho sexual, del hecho de ser mujer, de poder reconocer nuestro cuerpo porque, a partir de los 18 años en adelante, podemos hablar de sexualidad”, explica Jazmín Romero.

Con telas, hilos y algodón las mujeres, adolescentes y niñas van tejiendo una muñeca, mientras son conscientes de su propia existencia. “Ellas identifican las violencias, recuerdan etapas de la vida, reviven su pasado, conectan con los ancestros y reconocen las violencias que han vivido” Estas muñecas que tradicionalmente representa a la mujer guerrera wayuu adquiere todo el significado, la historia de vida, fuerza y valentía de sus mujeres de sol, arena y viento, quienes, a pesar de las adversidades, han logrado salir adelante.

Luego de reconocer, entender y verbalizar las violencias a las que ha sido sometidas, se activan protocolos de protección, una ruta de acompañamiento que brinda apoyo psicosocial, legal y hasta económico. El Movimiento Feminista de Niñas y Mujeres Wayuu lo dice sin pelos en la lengua: “Se nos ha enseñado durante tantas generaciones que nuestro sueño como mujeres wayuu es honrar nuestra cultura milenaria, que como mujeres debemos realizar todos los quehaceres cotidianos como una verdadera mujer wayuu, tener un buen esposo e hijos, y que solo así seremos féminas realizadas”.

El movimiento alcanza a formar entre 100 y 200 niñas y mujeres de diferentes comunidades por todo el territorio. La formación se enfoca en un proceso de prevención y mitigación de las violencias con enfoque de género étnico y una mirada cultural, con el objetivo de empoderar las vidas de las mujeres frente al acceso de sus derechos. Recorren el territorio denunciando casos de feminicidios, acosos y todo tipo de violencias basadas en el género, denuncian y, además, levantan su voz bien fuerte contra todo tipo de megaproyectos que atentan contra las comunidades indígenas y contra la naturaleza.

Una de sus discípulas más adelantas es Adriana Pushaina Epinayu, una líder comunitaria que logró romper la tradición y cuyo ejemplo inspira a niñas y jóvenes que ya no aceptan sin más que los hombres determinen su niñez y su destino.

Adriana tiene 26 años, se casó a los 14, y a los 17 ya era madre de dos niños. Estaba repitiendo la historia de miles de mujeres de su comunidad; violencia, maltrato y era víctima del machismo que está camuflado y tolerado culturalmente. “Conozco el movimiento donde aprendí mucho sobre independencia, de empoderarme, de decidirme por mí misma no por un hombre y también a enseñarle a mi comunidad, a las niñas de mi ranchería”, dice esta temprana rebelde y ahora una líder del colectivo en su comunidad en el corregimiento de Irraipa en la alta Guajira.

“Jazmín me brindó las herramientas para salir de ese sometimiento, me fortaleció, siempre me ha acompañado en mi proceso, vio en mí una capacidad, un potencial. También veía muchos casos de violencia y yo decía no puedo normalizar una violencia donde hay maltrato todos los días, yo no puedo decir que la mujer puede ser sometida, yo tengo que ser una mujer diferente”.

Gracias al proyecto de desarrollo económico del movimiento, Adriana logra tener independencia económica y sostener a sus dos hijos con tejidos y artesanías que confecciona. A pesar de sufrir los señalamientos de su familia y de su comunidad, a los 18 años decidió separarse del papá de sus hijos e iniciar una nueva vida. Terminó el bachillerato suspendido por la unión temprana y la obligación de atender el hogar “estudiar ¿eso para qué?”, le decía su expareja. Luego decidió que sería profesional y lo logró. Se tituló como licenciada en trabajo social, hoy es líder y docente educativa. Además, emprendió una segunda carrera y está cursando primer semestre de Derecho en la Fundación Universitaria del Área Andina y le apunta a ganarse un espacio en participación política como candidata al Concejo.

“En el proceso de política me he enfrentado con otros compañeros de otros partidos que dicen no, ahora las feministas se metieron al Concejo para empoderar a las mujeres en temas de política y ¡claro que las mujeres pueden mandar! ¿Quién dice que no? Nosotras también podemos participar, no solamente los hombres tienen derechos de mandar o de empoderarse o de hacer lo que ellos dicen”.

Adriana sueña con igualdad de género en su región y no le teme a contar su propia experiencia para ser ejemplo: “Le he dicho a otras mujeres, un hombre que le diga ´usted no sirve para nada´ o ´usted está para que esté en casa´ ese es un signo de alarma bien clara. ¿Qué se espera más delante de una relación a largo plazo? Cuando una cosa no funciona hay que cortarlo, porque así es que empieza una violencia más pequeña y luego puede terminar en un feminicidio”.

El matrimonio infantil sigue siendo, inquietantemente, una práctica común en Colombia y en muchos países del mundo, donde las niñas ven violados muchos de sus derechos humanos básicos, ven interrumpida su educación, se exponen a un mayor riesgo de mortalidad materna, violencia, explotación y continuos abusos.

Según Unicef, una de cada cinco niñas menores de 18 años está casada o en unión libre en el mundo. Antes de la pandemia por el covid-19 se anticipaba que en la próxima década se casarían más de 100 millones de niñas, pero ahora, con más pobreza, desigualdad y pérdida de derechos, hasta 10 millones de niñas más corren el riesgo de convertirse en víctimas del matrimonio infantil.

Las uniones tempranas y los matrimonios infantiles son prácticas recurrentes en Colombia. Cifras del Departamento Nacional de Planeación, del ICBF y del Instituto de Medicina Legal lo atestiguan fehacientemente. Casi el 15 por ciento de las y los adolescentes entre 15 y 19 años, y cerca del 1 por ciento de las niñas y niños entre 13 y 14 años, se encuentran casados o en unión libre (2015). En la Guajira tal panorama es particularmente agravado.

Estas prácticas se justifican frecuentemente en tradiciones familiares o en usos y costumbres culturales. Muchas familias entregan a sus hijas a cambio de un dote, pretendiendo asegurar su manutención y futuro, pero en muchos casos las niñas y las adolescentes se unen para escapar de la violencia en sus hogares.

“La dote no puede justificar violencia ni delitos. Desde nuestra organización hemos criticado ese tema pues lo consideramos como uno de los propiciadores de la violencia sexual y ha justificado el matrimonio de las niñas a temprana edad de nuestras comunidades”.

Por Adriana no dieron una dote, pues su familia la echó de la casa por indigna al darse cuenta de que tenía un novio. Los hombres wayuu exigen niñas más que vírgenes que la cultura les concede. Así que ese no fue el caso de Adriana, el de ser intercambiada como un objeto. Pero esa es la suerte invariable de muchas niñas dentro de la comunidad. Para su cultura es normal ver matrimonios infantiles donde una niña de 10, 12, 14 años es casada con un hombre que le puede triplican la edad.

Para Adriana eso es igual que un abuso sexual contra menores, sometiendo a niñas en un intercambio “como si fueran una propiedad bajo una ley jurídica propia dentro de la cultura, leyes que no deberían de existir en pleno siglo XXI”.

El movimiento ha conseguido formar y educar a las mujeres y niñas wayuu de la región, que durante décadas sólo han conocido el sufrimiento. Han triunfado donde los políticos han fracasado. Cada semana logran llegar a los lugares más remotos del desierto con un mensaje poderoso que va tomando fuerza y voluntarios en el camino, varias organizaciones internacionales como el Fondo de Población de las Naciones Unidas y el Fondo Global las apoyan.

“Las mujeres y niñas en las comunidades indígenas no sólo se enfrentan a vivir actos de violencia sexual, sino que al llegar a hospitales cercanos, son víctimas de discriminación y malos tratos por parte del personal médico”. Con estas palabras el Movimiento Feminista de Niñas y Mujeres Wayuu participó en la solicitud a la Corte Constitucional de despenalizar por completo el aborto en Colombia y acceder a las pretensiones de la demanda que con ese fin interpuso el movimiento Causa Justa, colectivo que las acompaña en sus procesos de formación y empoderamiento femenino. También organizaciones de mujeres abogadas respaldan su labor y de esta forma logran impulsar proyectos para su región y poder llegar a donde el Estado no quiere o, quizá, ¿no puede?

Aunque el movimiento ha cambiado radicalmente la vida de muchas mujeres, lo que hacen tiene sus limitaciones. Las distancias de las rancherías remotas, a su vez aisladas entre sí, la falta de conectividad, la inexistencia de vías, la falta de acceso a los servicios básicos como agua y luz, y los señalamientos e intimidaciones de hombres que no quieren que su cultura cambie son los principales obstáculos.

Aún así, las mujeres empoderadas insisten: “Queremos demostrarles a las mujeres que sí se puede, sí se puede salir de estar sometidas a la violencia”.

El Espectador

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