UP y la milicia, un amor no correspondido – Por Sergio Martínez

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UP y la milicia, un amor no correspondido 

Por Sergio Martínez *

“Chamarrita cuartelera, no te olvides que hay gente afuera…/ Chamarrita de los milicos, no te olvides que no son ricos…” así nos decía el uruguayo Alfredo Zitarrosa en esa hermosa y—podemos decir—un poco provocadora canción. Claro está, las condiciones políticas de los años 60 en Uruguay y Chile tenían un cierto parecido: ambos eran países que se vanagloriaban de gozar de una estabilidad política que sus vecinos entonces no tenían. En ambos, además, los militares parecían ser un factor ausente de los ajetreos políticos cotidianos. Los militares estaban ahí, pero al mismo tiempo, como que no estaban… si es que se entiende la figura.

Paradojalmente, en el caso chileno los militares después de dar el golpe parecieron seguir los consejos de la canción, aunque, ciertamente, no en el sentido que Zitarrosa hubiera querido: no se olvidaron de “la gente de afuera”; aquella a la que consideraron peligrosa la llevaron “para adentro”: los propios cuarteles, lugares poco visitados por los civiles en tiempos normales, se transformaron en sitios de reclusión, tortura y muerte para muchos de esos “de afuera”.

Ah, y, por cierto, aun más caso le hicieron a la otra estrofa de la canción: no sólo no se olvidaron de que no eran ricos, sino que prestamente se pusieron manos a la obra para remediar la situación. La costumbre de hacerse de dinero rápidamente y recurriendo a prácticas corruptas adquirida en la época de la dictadura se prolongó en el accionar de varios jefes militares hasta hace poco tiempo, algunos hasta ahora están siendo investigados o han sido condenados.  La imagen, habitual en mis tiempos de estudiante, de ver a más de algún oficial del ejército tomando el mismo bus que yo, se hizo completamente inimaginable hoy día. Por cierto, hoy en Chile mucha gente tiene acceso al auto propio, cosa que no ocurría en esos años, pero es innegable que la dictadura dio al personal militar un trato mucho más favorable que a profesionales civiles de comparable nivel de estudios. El hecho que sus pensiones se hayan conservado en un sistema de reparto (solidario) y no fueran absorbidos por el régimen de AFP ya indica que, como dice Zitarrosa en otra parte de su canción, “los milicos no son bobos…”

Para la Izquierda y la UP en particular, y en especial una vez que llega al gobierno, la relación con los militares y carabineros es uno de los temas más delicados y al que Allende tiene especial cuidado de abordar, cuando no personalmente, al menos siempre estando directamente informado sobre todo lo que en ese respecto se hiciera.

Ya incluso en tiempos de campaña se buscaba siempre la manera de conectar con el mundo militar, a veces de manera un tanto simplista como cuando algunos destacaron que Allende había hecho el servicio militar (en el regimiento Coraceros de Viña del Mar), experiencia por la que, al parecer, los otros candidatos no habían pasado. (Por mi parte, y también creo es el sentimiento de la mayoría de los jóvenes en ese tiempo, la idea de pasar un largo tiempo sometido a un estricto régimen militar no ofrecía atractivo alguno; mucho menos se trataba de una experiencia que hubiera que glorificar. Para dejarlo claro, haber hecho el servicio militar no confiere ningún mérito, excepto a aquellos que les pueda gustar.)

Uno de los temas musicales emblemáticos de la campaña, Venceremos de Claudio Iturra y Sergio Ortega, contiene una estrofa que apuntaba a buscar el favor militar: “Recordando al soldado valiente / cuyo ejemplo lo hiciera inmortal / enfrentemos primero a la muerte / traicionar a la patria jamás…”

Una vez instalado el gobierno de la UP una de las tempranas medidas tomadas en conjunción con la Municipalidad de Santiago, fue la de rebautizar el histórico Parque Cousiño como Parque O’Higgins, denominación que—contrariamente a lo que algunos puedan creer—no fue dictada por la dictadura, sino por nuestro gobierno, en un intento sin duda bien intencionado, de buscar con todos esos gestos, la buena voluntad de los militares. (A diferencia de lo que ocurre en otros países donde  los personajes históricos están sujetos al escrutinio público, por ejemplo, aquí en Canadá quien sería su Padre de la Patria, Sir John A. Macdonald, ha sido objeto de crítica e incluso más de alguno de sus monumentos vandalizados, luego que se revelara su rol en la creación de escuelas residenciales a finales del siglo 19 en las que los niños indígenas fueron sometidos a tratos humillantes y muchos murieron sin que sus padres siquiera pudieran ver sus tumbas.  En Chile, en cambio, nunca se ha hecho un juicio histórico a O’Higgins por los asesinatos de los hermanos Carrera y de Manuel Rodríguez, que él ordenó. No es de sorprender que Pinochet sintiera gran admiración por el Padre de la Patria.)

La noción de los militares como “no deliberantes” y “apolíticos” había sido parte integral de la historia del país en el siglo 20, aunque en los hechos eso no fuera tan cierto. En efecto, había sido el “ruido de sables” (ocasión en que se acuñó esa expresión) cuando en 1924 los oficiales del ejército habían hecho notar su descontento con el Congreso, acción que en definitiva determinó el regreso de Arturo Alessandri a la presidencia y la dictación de algunas leyes de progreso social, entre ellas la Ley del Seguro Obrero Obligatorio, primer sistema previsional para la clase trabajadora chilena. En un hecho insólito, en 1931 la marinería y suboficialidad de la armada se sublevó, levantando una serie de demandas económicas. En junio de 1932, bajo la conducción del comodoro del aire Marmaduke Grove y otros oficiales de la entonces rama aérea del ejército, derrocaron al incompetente gobierno de Juan Esteban Montero y proclamaron la República Socialista, que, aunque duró sólo doce días, dejó una marca política y legal muy importante. Un año más tarde, Grove, junto a Eugenio González y Oscar Schnacke fundarían el Partido Socialista.

Por supuesto que los militares, en cuanto individuos, tenían pensamiento político o al menos, inquietudes, otra cosa es que, como parte del código de comportamiento interno de sus instituciones, esas opiniones no se verbalizaran, excepto en circunstancias muy extraordinarias. 

El triunfo de la UP en 1970 sería una de ellas. El general Guillermo Pickering Vásquez, en su libro Profesión soldado – Apuntes de un general del Ejército de Chile, se refiere así a ese momento: “El resultado de una elección presidencial normalmente atraía la atención de los miembros de la institución más como una curiosidad que como un sentimiento de triunfo o de derrota de sus reservadas simpatías por un determinado candidato…” (p. 62) 

Más adelante agrega: “Pero en esta oportunidad la simple y natural curiosidad había sido reemplazada por variadas actitudes que no se ajustaban a la mentalidad tradicional. La expresión en los rostros de los oficiales variaba desde la indiferencia en un grupo no muy significativo, pasando por la sorpresa, la decepción, el fastidio, hasta el temor en el resto. No faltaron oficiales que en los pasillos del Ministerio de Defensa se preguntaran a media voz: ¿y ahora qué va a pasar? 

El comandante en jefe del Ejército, al escuchar a uno de ellos mientras regresaba a su oficina después de una reunión en la Comandancia de Guarnición, se acercó al corrillo y recordó al oficial que como militar no le estaba permitido hacer comentarios ni menos aun apreciaciones sobre política contingente, pues para un soldado el único partido era el ejército, la única ideología, el profesionalismo y el constitucionalismo” (p. 63). El comandante en jefe al que se refiere Pickering era, por cierto, el general René Schneider, asesinado poco tiempo después.

A cincuenta años del golpe de Estado, el tema sigue penando en los debates de la Izquierda. En términos estrictamente doctrinarios es relativamente fácil explicarse el porqué de él: los militares y la policía son el brazo armado de la clase dominante, se leerá en cualquiera de los textos clásicos del marxismo o incluso en los manuales de instrucción militante. Se sigue de eso que, si la clase dominante se ve amenazada en sus intereses económicos—como lo fue durante el gobierno de la UP—como último recurso va a recurrir a los militares para que apaguen ese foco de riesgo. Sin embargo, las cosas pueden ser un poco más complejas ya que se han visto excepciones a este principio conceptual. En efecto, el proceso que encabezó el comandante Hugo Chávez en Venezuela se hizo a partir del respaldo militar, por ejemplo.

Es decir, en teoría al menos, el levantamiento militar podría haberse abortado si al interior de las fuerzas armadas la mayoría de la oficialidad situada en puestos claves no se hubiera concertado en favor del golpe. Situación hipotética que podría haber llevado a dos escenarios, el primero: se produce un quiebre en las fuerzas militares y el resultado de eso habría sido la guerra civil—un escenario similar al que ocurrió en España en 1936.  Segundo escenario: el golpe es frustrado completamente, el golpismo es sofocado, los cabecillas y aquellos implicados en la conspiración son detenidos o llamados a retiro.

El primer escenario provocaba naturalmente un instantáneo temor, Chile no había vivido una guerra civil desde 1891, que, aunque breve, había acarreado grandes pérdidas humanas y dado lugar a atroces acciones. El revanchismo del bando vencedor, en particular, había dejado profundas heridas en la sociedad chilena. Los que tenían recuerdos de la Guerra Civil Española, con toda la crueldad que se vio en ese conflicto y las secuelas una vez que el fascismo se instaló allí, también subrayaban el horror de esa posibilidad. 

En las filas de la Izquierda fue especialmente el Partido Comunista el que más insistió en evitar que Chile pudiera seguir ese derrotero: “¡No a la guerra civil!” fue una consigna que se divulgó profusamente y que a su vez engarzaba con la postura del PC de buscar una solución a la crisis política dentro de su concepción táctica de “consolidar para avanzar”.  

Estudiosos de la guerra han apuntado a que muchas veces las guerras civiles son las que presentan los episodios de mayor crueldad y ensañamiento con el enemigo, que en este caso es un connacional. Esos actos de horror serían incluso más comunes que en conflictos internacionales. Quizás en esto habría que buscar una explicación en la psicología social, en cómo las animosidades de familia, en este caso extendidas al plano de la sociedad, adquirirían tal grado de contradicción que desencadenaría las más crueles y hasta aberrantes conductas bélicas.

Por cierto que una guerra civil hubiera dejado como resultado, aun más muertos que los que hubo que lamentar por el golpe, pero como alguien ha apuntado: “al menos los muertos no habrían sido de un solo lado”. Puede sonar muy frío, pero es verdad.

El segundo escenario sería el que uno podría considerar como “ideal”, en lugar de golpe de Estado hablaríamos de “intento de golpe” y en ese ambiente, del todo fantástico, el gobierno de la UP podría haberse consolidado, sus reformas ya institucionalizadas y ahí hubiéramos estado de lleno envueltos en una nueva etapa de la transición hacia una sociedad socialista, o al menos preparando el camino para ir allá. Sin embargo, en estricto sentido eso también sería ilusorio ya que no puede perderse de vista el rol del imperialismo estadounidense en este proceso. En el caso que para derrocar a Allende no hubiera contado con la complicidad de los militares chilenos, Washington hubiera ensayado otras fórmulas: la creación artificial de un conflicto limítrofe con uno o más estados vecinos, por ejemplo. En última instancia, incluso una invasión directa, aunque eso ya como último, desesperado recurso.

Dejando aquí esos escenarios de política-ficción, concluyamos que la carencia de una política clara respecto de las fuerzas armadas sí influyó en que el golpe de Estado se diera con la efectividad y rapidez que se dio. En Chile, tradicionalmente, los militares han sido vistos como una suerte de estanco cerrado: ellos tienen sus propias escuelas de formación—algo justificable obviamente en el aprendizaje de las materias técnicas de lo que es en última instancia una preparación para la guerra, así como en el adiestramiento físico necesario—pero ¿por qué no tener la formación de cursos generales en universidades junto a estudiantes civiles, por ejemplo? 

Esa mentalidad de separación respecto de la sociedad civil: sus propios sitios de comercio, hospitales, poblaciones, centros recreativos, su propia justicia, sólo han enfatizado su condición de diferenciación respecto de los civiles.

El gobierno de la UP no cambió en nada esa mentalidad militar de estanco cerrado, apartada de la mirada de los civiles.  En muchos casos, esta mentalidad alimentaba incluso el concepto de que eran “mejores” ya que mientras el mundo de la civilidad se debatía en enardecidos conflictos políticos, desorden callejero y falta de disciplina, el mundo militar aparecía como ordenado, disciplinado, pulcro; fácilmente contrastable con ese mundo caótico de fuera de los cuarteles. Y la tentación también era muy fuerte para llevar esa disciplina de cuartel a la vida ciudadana, que incluso en los primeros días después del golpe algunas autoridades militares lo trataron de hacer, obligando a que los varones se cortaran el pelo y las mujeres no usaran pantalones.

Allende siempre estuvo en contra de que la Izquierda hiciera sus propias movidas con los militares, las razones eran obvias, cualquier acción en tal sentido sería explotada por la Derecha como intento de infiltración en las fuerzas armadas. El Mercurio levantó gran polvareda cuando un error permitió revelar contactos entre el entonces militante comunista e integrante de su equipo de seguridad, Patricio Cueto, y personal militar de Valparaíso. 

“Infiltración en las FF.AA. Misión Secreta del Partido Comunista” tituló el mencionado diario en su edición del 4 de marzo de 1972 (el ahora ex militante del PC narra ese episodio en su libro Memorias de un militante, TC Editorial, 2022). Sin duda el caso más ilustrativo y dramático, ocurriría en 1973, a poco tiempo del golpe, cuando en la Armada se “descubre” contactos que algunos marinos y suboficiales habían tenido con Carlos Altamirano, Oscar Guillermo Garretón y Miguel Enríquez. Los marinos lo único que habían hecho había sido advertir sobre las movidas conspirativas que ya estaban en pleno auge entre sectores de la oficialidad naval. 

Esos marinos fueron los primeros torturados aun antes de producirse el golpe. Aunque muchos entonces denunciamos estos hechos, el concepto de “estanco cerrado” impidió que siquiera se investigara esos evidentes actos violatorios ya no sólo de los derechos humanos, sino incluso de la propia legalidad vigente en ese entonces para las instituciones armadas.

¿Fue un error confiarse en la llamada tradición constitucionalista de las fuerzas armadas? ¿Fue un error aun mayor el atenerse estrictamente a los conductos regulares (el alto mando) para relacionarse con los militares? Las respuestas a esto hoy ya no son relevantes. Allende y la UP trataron por todos los medios no sólo de no enemistarse con los militares, sino que buscaron acercarse incluso afectivamente hacia ellos (“el pueblo de uniforme” llamaba Allende a los soldados). Ciertamente fue un amor no correspondido.

 *Profesor de Filosofía, jubilado después de 32 años enseñando en Montreal. Llegó como exiliado a Canadá en 1976. Ha publicado Tiempos de andar lejos (1990), traducido al inglés como Chronicles of Exile (1992), y Entre Lenin y Lennon (1996). Aparte de su labor docente escribió para la revista chilena Análisis y el periódico El Popular (Toronto) y actualmente escribe para el Montreal Times. También hace parte del equipo del programa radial Tiempo Latino / Latin Time en Radio McGill.

Clarin

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