En su discurso de asunción, Gustavo Petro marcó como prioridad en su hoja de ruta la pacificación del país, la ambiciosa búsqueda de estrategias para poner fin a más de seis décadas de sangre y fuego. Tres meses después, el Congreso convirtió en ley su proyecto de Paz Total, que creó una serie de mecanismos por los cuales autoriza al gobierno a encarar negociaciones con los múltiples grupos armados para lograr su desmovilización a través del diálogo y el sometimiento a la Justicia.

La normativa define a la «paz total» como una política de Estado e incluye un fondo para garantizar una gran inversión en las zonas más golpeadas por la violencia. El eje central tiene que ver con cambiar el enfoque, reemplazando las operaciones militares por programas sociales que aborden las raíces del conflicto. Se han puesto en marcha, por ejemplo, programas para jóvenes para frenar el reclutamiento de los grupos criminales y Petro viene insistiendo en los foros internacionales en la necesidad de cambiar las políticas frente a las drogas: atacar a las grandes mafias y al consumo, y darle «oxígeno» a los productores cocaleros.

Respecto a los procesos de paz, el camino recorrido hasta el momento puede encuadrarse en tres momentos: la reanudación del diálogo y los acuerdos alcanzados con el Ejército de Liberación Nacional (ELN), la principal guerrilla que queda en armas; los acercamientos y primeros entendimientos con los dos sectores disidentes de las FARC que no se acogieron a la paz en 2016; y la instalación de mesas intersectoriales para el desmantelamiento de los grupos narcocriminales.

Una cuarta pata de la mesa tiene que ver con el cumplimiento de los acuerdos firmados con las FARC en La Habana, que los gobiernos anteriores en gran medida incumplieron. Allí se avanzó principalmente en el punto de «Reforma agraria», a través de la compra de 30 mil hectáreas de tierras para campesinos desplazados.

Gabriel Ángel, exdirigente de las extintas FARC (hoy partido Comunes), explica a Tiempo que «la implementación del acuerdo de paz de 2016 ha sido supremamente complicada, llena de obstáculos, impedimentos, demoras. Uno siente que firmamos un acuerdo con una clase dominante que consideró muy importante poner fin al conflicto armado pero que no consideró tan importante cumplir su palabra».

Sobre el corto balance y las expectativas en lo que se pueda avanzar con Gustavo Petro, señala: «Este gobierno promete implementar integralmente el acuerdo, pero son tantas las tareas que implica el cambio que tal vez esta tarea se va diluyendo en el océano de reformas que se proponen. De todas maneras, somos optimistas en que durante este gobierno las cosas mejoren, de hecho en algunos aspectos han mejorado, en tierras, en garantías para los reincorporados, algunas cosas que estaban estancadas durante el gobierno anterior».

Primeros pasos

En los primeros 14 meses del actual gobierno, se han abierto ocho diálogos de paz con diferentes grupos armados y del crimen organizado; en la mitad hay avances concretos con mesas instaladas, tres siguen en fase de exploraciones y uno está congelado.

El de la guerrilla del ELN es el más consolidado, con cuatro ciclos de conversaciones en el exterior, el cese al fuego iniciado en agosto y la creación de un comité que permitirá la participación ciudadana en la mesa. Con las disidencias de las FARC denominadas Estado Mayor Central (EMC) también se pactó un cese al fuego a mediados de octubre tras iniciarse una mesa de diálogo.

En relación a los grupos criminales, se instalaron tres espacios de conversación en Medellín, Quibdó y Buenaventura, aunque aparece como gran limitación la ausencia de un marco jurídico para el sometimiento de estas bandas. El proceso más difícil viene siendo con el Clan del Golfo, el principal grupo narco: las reuniones están estancadas por la desconfianza entre las partes.

Luces y sombras

Como saldo positivo, además de los diálogos con los actores armados, aparece la notoria reducción de los enfrentamientos con las fuerzas de seguridad. Pero, paradójicamente, la política de «paz total» parece tener un efecto perverso: la lucha descarnada entre estos grupos por el control de territorios y por negociar con el gobierno desde una mejor posición de fuerza, dejando a la población civil en medio del fuego cruzado.

Según el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz), sólo en 2023 ya se registraron 75 masacres, el asesinato de 138 líderes sociales y de 35 exguerrilleros que firmaron la paz, cifra que se extiende a 399 desde los acuerdos de 2016.

Está claro que la tarea es gigantesca. La sensación es que está la voluntad política y que se ha dado el primer paso para que la historia de Colombia no se siga escribiendo con sangre.