Uruguay | Una nueva crisis centrada en el presidente: la culminación del caso Lacalle – Por Gabriel Delacoste

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

La culminación del caso Lacalle

Por Gabriel Delacoste

El gobierno y el presidente se revelan, una vez más, involucrados en una situación de dudosa legalidad. Los detalles todavía no están claros, pero lo básico de los hechos es que el gobierno otorgó en tiempo récord un pasaporte a Sebastián Marset, un jefe del crimen organizado que estaba preso en el exterior. Ese pasaporte le permitió quedar en libertad hasta el día de hoy. El gobierno luego intentó ocultar que por lo menos algunos importantes jerarcas sabían de las actividades delictivas de este ciudadano al momento de emitir el pasaporte. A esto se suman detalles graves, como que el oficialismo se organizó para mentir en el Parlamento sobre este punto y que la orden de destruir la evidencia se dio nada menos que en el piso 11 de la Torre Ejecutiva, en una reunión en la que participó, durante una cantidad indeterminada de minutos, el presidente de la república, Luis Lacalle Pou.

La actual etapa del escándalo se desencadenó cuando Carolina Ache, exsubsecretaria de Relaciones Exteriores, declaró ante la Justicia por la causa del pasaporte, presentando evidencias que muestran, por un lado, varios hechos de apariencia delictiva de parte de autoridades gubernamentales y, por otro, una notable ligereza para sugerir u ordenar ilegalidades: «Perdé el celular». Quien dijo eso a Ache era entonces su superior, el excanciller Francisco Bustillo, que renunció el mismo día en que los audios se hicieron públicos. En la misma declaración, Ache acusó a Roberto Lafluf, asesor en comunicación de Lacalle, de destruir un documento certificado por escribano público e incorporado a un expediente. En los audios también aparece mencionado el entonces subsecretario del interior, Guillermo Maciel (que fue quien comunicó a Ache sobre la peligrosidad de Marset), y queda lógicamente comprometido su superior, el hasta hace unos días ministro del interior, Luis Alberto Heber.

Ache, Bustillo, Heber, Lafluf y Maciel deberán responder ante la Justicia. No son, por cierto, los primeros jerarcas del gobierno de coalición que están implicados en casos graves de corrupción. Alejandro Astesiano, el guardaespaldas y solucionador del presidente, está preso. Su repertorio de irregularidades y delitos incluye cosas tan diversas como espionaje a dirigentes de la oposición y a la esposa del presidente, tráfico de influencias vinculadas a compras públicas, intercambio de favores a cambio de ascensos en la Policía, traslado de 450 quilos de «pescado» en valija diplomática, entre otros. Los jerarcas policiales Héctor Ferreira y Jorge Berriel fueron imputados por estar involucrados en la trama de Astesiano, que incluye también a diplomáticos y empresarios. A esto se suman las derivaciones del caso de Gustavo Penadés, quien fuera hasta hace poco tiempo coordinador de la bancada de senadores del Partido Nacional (PN). Penadés fue formalizado por 22 delitos relacionados con la explotación sexual de menores. La investigación de la Justicia arroja que en sus maniobras para entorpecer la acción de la Justicia estuvieron involucrados Carlos Taroco, exdirector del Comcar (que produjo la extraña justicia poética de un director de cárcel preso), y al menos una funcionaria nacionalista de la Corte Electoral. Detenemos la enumeración, no porque no haya más casos ni involucrados, sino por falta de espacio.

El hilo que une estos escándalos es el presidente, que expresó públicamente (antes de declararse engañado en su buena fe) su máxima confianza hacia Penadés, que mantuvo en su cargo a Heber a pesar de las múltiples salpicaduras y cuyas manos derecha e izquierda eran Lafluf y Astesiano, respectivamente. Por eso, no hay caso Astesiano ni caso Marset. Hay, como decíamos hace ya casi un año junto con Rodrigo Alonso y Amparo Menéndez-Carrión, caso Lacalle. A fuerza de pura repetición, los hechos que se suceden ya no pueden ser considerados casos aislados ni traiciones personales. Esto, que ya era visible hace diez meses, ahora rompe los ojos.

Una parte de esta sucesión de hechos puede ser explicada por una forma de entender y ejercer la política, propia del actual gobierno. Este es un gobierno que juega fuerte, siempre al filo. Su logro legislativo estrella, recordemos, se aprobó mediante un abuso grotesco de los mecanismos previstos para legislar en una emergencia. A esto se suma, muestran estos casos, un uso intenso del ocultamiento, las operaciones sobre la Justicia y el uso arbitrario del aparato de seguridad del Estado. Esta conducta se recubre con una estrategia mediática extremadamente agresiva, basada en un ataque permanente a los críticos (que incluye abundantes amenazas emitidas por los perros de ataque parlamentarios del gobierno de iniciar acciones legales e intervenciones de organizaciones sociales), un moralismo autoglorificador y una cada vez más patética autovictimización.

Todo esto nos lleva nuevamente a Lacalle, quien, haciendo gala de la extraordinaria dureza de su cara, mintió en la conferencia de prensa en la que se esperaba que aclarara el último escándalo. Mintió al decir que al pasaporte había que darlo sí o sí. Y mintió también (aunque pueda escudarse en un tecnicismo) al decir que el documento destruido no formaba parte de un expediente. Esta vez, el presidente no se declaró sorprendido ni traicionado. Defendió lo actuado. Aceptó la renuncia de los cuatro funcionarios quemados y se hizo políticamente responsable, lo que necesariamente hace que el centro de la discusión sea si Lacalle es apto para seguir siendo presidente.

RESPONDER

Alonso, Menéndez-Carrión y quien escribe, en enero, decíamos lo siguiente: «¿Contemplar, eventualmente, un juicio político al presidente? ¿Un pedido de renuncia? No debe ser tabú hablar de ello. En principio, no hay nada que impida al Parlamento prepararse para respaldar a la actual vicepresidenta, asegurando la correcta culminación del mandato constitucional. Que, dada una actual mayoría oficialista, estas alternativas parezcan poco probables no tiene por qué impedir que se discutan públicamente. Pero, de desentenderse el Poder Legislativo de las obligaciones que le caben, ahí está el capital democrático que el campo ciudadano aloja. Pronunciarse colectivamente. […] Y sí: una ciudadanía que, desde cualquier bandería política, esté dispuesta a trascender el temor a alzar la voz y a hacerse todas las preguntas que sean necesarias». Hoy, esas palabras son aún más pertinentes.

Mientras el escándalo se desarrollaba y se esperaba que Lacalle Pou volviera de Estados Unidos, se formó un consenso en el sistema político: todo dependía de que las explicaciones que diera el presidente fueran satisfactorias. Aunque haya logrado convencer a la coalición de que le mantenga el apoyo, es evidente que, fuera del mundo de los dirigentes oficialistas, las explicaciones no satisficieron a nadie. Así lo pudo corroborar este cronista en innumerables conversaciones con personas de toda posición política en estos días, y seguramente lo podrá corroborar también el lector. ¿Qué se hace, entonces?

Imaginemos dos escenarios. En el primero, los hechos narrados en esta nota no sucedieron durante el mandato de un presidente del PN, sino del Frente Amplio (FA). Es imposible dudar de que, en ese caso, el juicio político ya habría comenzado. Así lo demuestra el ridículo juicio político iniciado por los blancos contra la intendenta de Montevideo, Carolina Cosse. En el segundo escenario, Lacalle no es presidente, sino que ocupa otro cargo cualquiera en el Estado. Es evidente que, a esta altura, habría sido sumariado, destituido o forzado a renunciar.

Pero Lacalle no es un funcionario cualquiera. Es el presidente. Y, por tratarse del presidente, los mecanismos institucionales para lidiar con sus responsabilidades son distintos. Y no pueden ser meramente dejados en manos del Poder Judicial. Esto, por una razón muy sencilla. El enjuiciamiento de un presidente es un asunto político de la más alta gravedad. Y los asuntos políticos no deben tramitarse a través del Poder Judicial si se quiere proteger a ese poder de la sobrepolitización. Eso lo explica elocuentemente un reciente comunicado de la Asociación de Funcionarios Judiciales del Uruguay. Es por eso que existe la institución del juicio político. Al igual que con la responsabilidad de los ministros, en el régimen político uruguayo es el Poder Legislativo el encargado de controlar al Ejecutivo. Recordar esto es especialmente importante en un momento en el que todos los actores hacen gárgaras con las instituciones y con el imperativo de protegerlas. Sobre este punto, cabría decir que son instituciones que tienen sin duda sus virtudes, pero que no son necesariamente las únicas a las que podríamos aspirar. Pero también, y más importante en este caso, que «las instituciones» no son sinónimo de los acuerdos de élite ni del mutuo respeto entre los dirigentes partidarios. Ni la democracia son solamente las elecciones. Ni la movilización callejera es contraria a la democracia. Parece mentira, pero hay que aclararlo, y no solo a la derecha.

Las movilizaciones, por cierto, ya empezaron. Hubo dos autoconvocadas, una durante una aparición del presidente en un acto en el Cerro y otra en la plaza Independencia. El lunes habrá una tercera, convocada por el PIT-CNT, la FEUU (Federación de Estudiantes Universitarios del Uruguay) y Fucvam (Federación Uruguaya de Cooperativas de Vivienda por Ayuda Mutua). El FA no apoyará esta movilización, pero no podrá impedir que sus votantes y militantes participen. También descartó, por el momento, el juicio político. Pero eso no impide que lo discutamos ni lo elimina como posibilidad cuando el caso Lacalle, inevitablemente, vuelva a producir un escándalo.

FUTURO

No estamos en un momento cualquiera. Estamos en un momento de crisis de los armados políticos y económicos que rigen desde hace mucho tiempo. Estos cambios profundos producen rajaduras en la superficie. Se rompen las omertàs, los viejos lenguajes dejan de significar, las viejas formas de control pierden eficacia. Los dueños del país se tambalean por algo tan sencillo como la forma de administrar los audios de Whatsapp.

¿Qué es el narcotráfico? Una pista: lo importante no son las drogas. Es una forma del capital transnacional. Que, por ser ilegal, tiene entre su repertorio de acción cotidiana a la corrupción y el crimen. Y que necesita, para funcionar, de lo que Gabriel Tenenbaum llamó «protectores del capital»: un ejército de abogados, contadores, funcionarios estatales y un largo etcétera que proveen la infraestructura gris para que el dinero y las personas puedan entrar y salir del circuito ilegal. No es un secreto que el PN y, más en general, el neoliberalismo uruguayo tienen una relación especial con los protectores del capital.

Esto se dice fácil, pero no es evidente qué hacer al respecto. Desmantelar las facilidades para el movimiento de capitales grises sería un buen primer paso. Pero la cosa no va a ser fácil. El problema parece metido en las más altas esferas. Y eso da miedo. En los ciudadanos y en los dirigentes. ¿Cómo no tener miedo al saber que tantos funcionarios del gobierno estuvieron implicados en espionajes y otros usos arbitrarios del aparato de seguridad? ¿No se relaciona esto con el miedo que usualmente llamamos inseguridad, que está muy relacionada al crimen organizado? El miedo suele venir acompañado de la negación. Sabemos lo que pasa, pero no lo aceptamos, porque aceptarlo significaría hacer cosas que no nos animamos a hacer o que nuestros intereses nos impiden hacer. Es un problema psicoanalítico, que nos hace sacar conclusiones extrañas, como que para defender las instituciones hay que defender a quienes las humillan.

Este problema no es nuevo para el pensamiento político. Maquiavelo sabía que el miedo era la principal arma de los príncipes, mientras que, para que hubiera una república, era necesario que las multitudes estuvieran dispuestas a dar disputas. Spinoza también enseña que la alegría de la autoconciencia colectiva que desplaza al miedo es el fundamento de la democracia. Ahí está, una vez más, el problema.

Brecha

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