Decir “fascismo” confunde y despolitiza – Por Raúl Zibechi

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Decir «fascismo» confunde y despolitiza

Por Raúl Zibechi*

La extrema derecha actual es hija del extractivismo/cuarta guerra mundial, mientras el fascismo fue parido por el capitalismo monopolista en competencia por los mercados mundiales, por el colonialismo e imperialismo en su deriva racista, como señaló Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo.

Comprendo que en los debates apasionados contra esa derecha machista y racista que crece exponencialmente, hablemos de fascistas o fachos y utilicemos adjetivos similares. Muchos lo hacemos como forma de fustigarlos. Sin embargo, el análisis sereno que expide el pensamiento crítico debería ir más al fondo de la cuestión.

Una porción importante de tales analistas desgajan el crecimiento de esta ultraderecha de la realidad económica, social y cultural que vivimos, y atribuyen este proceso a la influencia de los medios, al papel del imperialismo y a otras cuestiones generales que no consiguen explicar el fenómeno y lo atribuyen o bien a causas exógenas o a fenómenos como las redes sociales que no explican nada. La Revolución Francesa no fue consecuencia de la expansión de la imprenta, ni la rusa fue hija de la electricidad o del cine, aunque estos desarrollos tecnológicos tuvieron su influencia.

Por otro lado, el capitalismo no fue siempre igual. No siempre pretendió eliminar a camadas enteras de la sociedad, como aspira hacerlo en estos tiempos. Hubo periodos en los cuales las clases dominantes buscaron integrar a las clases peligrosas, y a esa política la denominamos estados del bienestar. Ahora se trata de explicar porqué han pasado de la integración a la segregación, para fantasear luego con el exterminio.

Para comprender el nazismo y el fascismo, Karl Polanyi se remontó a la Inglaterra de los siglos XVIII y XIX, analizando en detalle el cercamiento de los terrenos comunales (enclosures) en favor de los terratenientes. Ese proceso fue clave para promover la modernización, liberando a los campesinos de la tierra de la que fueron expulsados, sin más opción que ofrecer sus brazos a la naciente industria.

Pero la proletarización del campesinado fue un proceso traumático, que desarticuló la sociedad inglesa, como destaca Polanyi en La gran transformación, publicado en 1944. Con datos económicos, sociológicos y antropológicos, el autor concluye que el liberalismo económico y su mercado autorregulado, destruyeron los cimientos materiales y espirituales de las sociedades.

En sus propias palabras, la economía de mercado procedió a la demolición de las estructuras sociales para obtener mano de obra, y de las ruinas de la vida comunitaria nació la tentación fascista.

Las ultraderechas actuales tienen otra genealogía, aunque es evidente que hay puntos en común. Quiero destacar algunos aspectos que muestran las diferencias con el fascismo de los años 30 del siglo pasado y señalan también la necesidad de hurgar en nuestras sociedades para entender la deriva en curso.

Uno, el extractivismo expulsa a la mitad de la población (según regiones más o menos) de una vida digna, incluyendo salud, educación, vivienda, agua y seguridades mínimas. Esa población a la intemperie, debe ser controlada con nuevos modos: masificación de cámaras de seguridad, militarización, feminicidios, bandas de narcotraficantes, milicias parapoliciales, entre las más conocidas formas legales e ilegales.

Dos, el tipo de Estado que corresponde a este sistema de acumulación por despojo/cuarta guerra mundial, es el Estado policial, con sus correspondientes campos de concentración para los de abajo. Quien crea que exagero, que observe los entornos de la gran minería, de las megaobras de infraestructura y de los monocultivos, donde esto ya funciona. ¿Qué son las barriadas de las periferias urbanas, sin agua pero con abundancia de hombres armados, sino campos de concentración?

Tres, este sistema desborda violencia estructural, machista y racista, por todos sus poros. Sugiero dos lecturas. El reportaje de Katrin Beenhold en The New York Times sobre los varones de extrema derecha en Alemania del este (goo.gl/Y98L51), donde la violencia machista tiene un claro motivo sistémico; y El laboratorio social de China en Xinjiang, en II Manifesto (goo.gl/bH9JTk), donde el poder ejerce un control capilar y diabólico sobre la población.

Los varones, desde Alemania hasta Brasil, no se vuelven feminicidas por su genética, sino porque perdieron muchas cosas, como consecuencia de un modo de acumulación que no reconoce fronteras. Entre lo que perdieron, está el mandato de masculinidad, que analiza Rita Segato.

Cuatro, este sistema extractivo de guerra no puede ser desmontado paso a paso, ni desde adentro, porque sus instituciones no funcionan para la sociedad sino contra ella. No son las instituciones que conocimos durante el periodo del desarrollismo y el estado del bienestar que protegían a los ciudadanos. Las de ahora lo parasitan, en particular a quienes viven en la zona del no-ser: pobres y descartables, mujeres y jóvenes.

Creer que la nueva derecha puede ser acotada con las instituciones democráticas realmente existentes es una utopía que nos desarma, por varias razones. La primera es que el Estado-nación ha sido secuestrado por el uno por ciento que lo colocó a su servicio. La segunda, es que las instituciones no quieren ni pueden combatir a la nueva derecha insurgente, como lo están mostrando estos días los aparatos armados estatales en Brasil.

Me parece erróneo oponer democracia a fascismo (o bolsonarismo, o trumpismo, o el adjetivo que se prefiera), porque la cultura política que encarna esta derecha es hija de las instituciones y del modo de hacer política que llamamos democrático. Porque consiste en sustituir la acción colectiva por la gestión de expertos, remplazando el conflicto de clases, colores de piel, sexos, géneros y edades, por políticas públicas que los relegan al papel de beneficiarios en vez de sujetos activos.

En un reciente artículo se sostiene que Bolsonaro no es conservador, sino un revolucionario de extrema derecha que articula fuerzas emergentes e insurgentes presentes en nuestra sociedad: religiosidad neopentecostal, estética del agronegocio y sociabilidad de perfil (Folha de Sao Paulo, 1/11/22).

La pertenencia a las iglesias pentecostales influye en el comportamiento cotidiano, algo que no consiguen las católicas que parecen desentenderse de la vida concreta de sus fieles. El partido neopentecostal Republicanos, frente político de la Iglesia Universal del Reino de Dios, gobernará la mayor porción de la población y el estado más poblado, Sao Paulo.

*Zibechi es periodista, escritor y pensador-activista uruguayo, dedicado al trabajo con movimientos sociales en América Latina.

La Jornada

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