Mafalda: historia social y política – Por Isabella Cosse

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Historia social y política

Por Isabella Cosse

En 1964, la revista Primera Plana lanzó Mafalda. Cincuenta y seis años más tarde, la tira de Quino se ha transformado en un éxito mundial. ¿Cómo se explica el fenómeno Mafalda? En este libro, publicado por Fondo de Cultura Económica, Isabella Cosse propone un recorrido por la historia de las últimas cinco décadas siguiéndole la pista a Mafalda. El humor es una potente lupa para observar los fenómenos sociales porque su interpelación supone la activación de sentidos por parte de los sujetos a los que está destinado. En su recorrido, la autora reconstruye “las relaciones sociales, los dilemas políticos y las dimensiones culturales y económicas que explican por qué Mafalda cobró vida fuera de los cuadros y aún hoy está con nosotros”.

Este capítulo aborda un pasado aún abierto en la sociedad argentina. Comienza cuando, el 24 de marzo de 1976, la Junta Militar depuso a María Estela Martínez de Perón. El golpe de Estado profundizó un proceso iniciado previamente, con un gobierno constitucional que había cobijado el accionar de las bandas paramilitares y le había otorgado poderes completos al Ejército para aniquilar a la “subversión”, pero, también, al hacerlo, abrió una etapa nueva. La naturaleza del régimen militar estuvo determinada por la creación y utilización sistemática de un método ilegal y clandestino de exterminio de personas legitimado en la doctrina de la seguridad nacional y basado en la tortura, la muerte y la desaparición.

Fue recién en 1982, con la derrota en la guerra de Malvinas, que la dictadura quedó deslegitimada y que se aceleró el retorno a la democracia. Con la elección de Raúl Alfonsín se abrió una nueva etapa marcada por la investigación de las violaciones a los derechos humanos y la crítica situación económica. Estas páginas finalizan en 1989, cuando los legados de la dictadura amenazaban la reapertura democrática y el gobierno de Alfonsín debió traspasar anticipadamente el mando a Carlos Saúl Menem, el nuevo presidente electo (1)

Hoy, al igual que entonces, el terrorismo de Estado —el conocimiento de sus métodos, la comprensión de su naturaleza, la explicación de sus causas— sigue estando en el centro del quehacer judicial, político e intelectual en Argentina. El esfuerzo ha ido produciendo respuestas parciales.

Sabemos por el libro Nunca Más. Informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas y por los juicios cómo se instrumentaron la violencia de Estado y las desapariciones. Conocemos las bases ideológicas de la lucha antisubversiva que enlazaban la defensa de la sociedad occidental y cristiana con las amenazas a las tradiciones “nacionales” y los pilares del orden político, social y familiar. Contamos también con estudios que han mostrado que las políticas represivas estuvieron acompañadas de un programa económico que inició el desmantelamiento del Estado de bienestar y la promoción de las políticas neoliberales (2). Estos avances han habilitado nuevas preguntas. Como en otros países, en donde los crímenes de lesa humanidad fueron masivos, sistemáticos y perpetrados por el Estado, se impone la interrogación por la relación entre cultura y política en tiempos de dictadura y por la cotidianidad en la que el horror fue posible.

¿Qué podría decirnos Mafalda de estos problemas? El humor —como he planteado en la introducción— es una potente lupa para observar los fenómenos sociales porque su interpelación supone la activación de sentidos por parte de los sujetos a los que está destinado. Florencia Levín ha mostrado, analizando las viñetas del diario Clarín, que durante la dictadura el humor gráfico no tuvo sentidos unívocos. Podía normalizar el golpe de Estado pero, también, habilitar inquietantes denuncias sobre el aparato represivo. Mara Burkart, por su parte, ha reconstruido el sentimiento opositor movilizado por la revista Humor. Asumo, con estos antecedentes, que el humor durante la dictadura no operó de modo unilateral ni tuvo una significación homogénea (3). Más que elucidar lo que el humor decía, retomo aquí la apuesta por encontrar su sentido en la reconstrucción densa de las vicisitudes sociales y políticas de Mafalda en el período comprendido entre la instalación del régimen militar y el fin del primer gobierno democrático.

Recordemos que Quino había dejado de producir nuevas tiras de la historieta en 1973. Por entonces, el humor de Mafalda había quedado anacrónico en una sociedad, y no solo en su clase media, en la que las diferencias se tramitaban mediante las armas, como sostuve en el capítulo 2.

La tira, sin embargo, no estuvo al margen de esas contiendas que dividían violentamente al país. Como veremos aquí, con el golpe de Estado, Mafalda quedó envuelta en el horror dictatorial y, luego, en 1983, comprometida con la defensa democrática.

La masacre de los palotinos

Los sacerdotes palotinos llegaron a Argentina en la segunda mitad del siglo xix para atender las necesidades espirituales de las colonias de inmigrantes católicos de Irlanda y Alemania, países en donde la congregación, fundada por Vicente Pallotti en 1837, se había asentado. Desde su arribo, fue una orden pequeña. En los años sesenta, contaba con algo menos de veinte miembros y decidió comenzar a formar sacerdotes en el país, impulsada por la renovación conciliar. La propuesta convocó a una decena de jóvenes que, en 1973, se instalaron en la parroquia de San Patricio, en el distinguido barrio de Belgrano, y le cambiaron su fisonomía.

Alfredo Kelly, responsable de los seminaristas y nuevo párroco, era parte de los grupos de avanzada dentro de la Iglesia. La parroquia contaba, también, con el padre Alfredo Leaden —el superior de la orden en Argentina— y el padre Pedro Eduardo Dufau —el sacerdote de más edad y el antiguo párroco—, que tenían posiciones más conservadoras. Entre los seminaristas estaban Emilio Barletti, quien había rescindido su militancia en la Juventud Peronista por su vocación religiosa y participaba de Cristianos para la Liberación; Salvador Barbeito, identificado con el peronismo pero sin militancia política y rector del colegio San Marón, era reconocido por su carisma; y finalmente estaban Rodolfo Capalozza, que se había incorporado en 1976, y Roberto Killmeate, quien ese año había viajado a estudiar a Medellín (4).

Para los seminaristas, la casa sacerdotal de San Patricio fue un espacio confortable y abierto que habitaron con intensidad. Existían posibilidades de dialogar dentro de las discrepancias que separaban a los seminaristas de los sacerdotes, pero también a los propios jóvenes entre sí. Ninguno de los seminaristas se consideraba parte de los sacerdotes del Tercer Mundo pero habían asumido la renovación conciliar y el compromiso con los pobres.

Ellos habían atraído a jóvenes laicos que, con guitarras y grupos mixtos, se habían apropiado de la parroquia. En ella, se discutían los documentos de Medellín y se editaba la revista Encuentro, embanderada con el cambio social y que, desde ese presupuesto, compartía con sus lectores las discrepancias ideológicas entre los seminaristas enfrascados en debates sobre la revolución y el peronismo, propios de la época. El golpe de Estado produjo preocupación entre los integrantes de la Parroquia. Sacaron ciertos libros de la biblioteca porque pensaban que podrían traerles problemas. Pero Alfredo Kelly, en su condición de párroco, no eludió su compromiso: condenó la represión dictatorial. En los días previos al asesinato, Kelly, enterado de que miembros de la comunidad de Belgrano habían ido a remates de bienes de personas desaparecidas, había denunciado desde el púlpito que eso era complicidad con el crimen. Luego, había recibido amenazas anónimas.

También recibió una carta en la que se acusaba a los sacerdotes de comunistas. Habían notado que un coche desconocido permanecía estacionado en la esquina. Había tensión en la casa de los sacerdotes (5).

El 1º de Julio, Kelly escribió en su diario:

He tenido una de las más profundas experiencias en la oración. Durante la mañana me di cuenta de la gravedad de la calumnia que está circulando acerca de mí. A lo largo del día he estado percibiendo el peligro en que está mi vida. Por la noche he orado intensamente, al finalizar no he sabido mucho más. Creo sí que he estado más calmo y tranquilo frente a la posibilidad de la muerte. […] entrego mi vida, vivo o muerto al Señor, pero que en cuanto pueda tengo que luchar por conservarla. Que seré llamado por el Padre en la hora y modo que Él quiera y no cuando yo u otros lo quieran (6).

La rutina se mantuvo a pesar de la inquietud. En la noche del 3 de julio, el padre Dufau salió a celebrar un casamiento en la Iglesia de Santo Domingo.

Kelly y Leaden celebraron otro en su propia parroquia. Barletti, Barbeito y Capalozza fueron al cine en el centro y se les hizo tarde. Capalozza había quedado en visitar al otro día temprano a sus padres y, al darse cuenta de la hora, decidió ir directamente a dormir allí. Barletti y Barbeito regresaron a Belgrano (7).

Al día siguiente, el domingo 4 de julio, las puertas de la Iglesia no se abrieron a la hora acostumbrada para la misa de las ocho de la mañana.

Rolando Savino —el joven de 16 años que acompañaba la liturgia con su órgano— logró entrar por una banderola, pensando que los sacerdotes se habían quedado dormidos. Encontró las luces prendidas y al subir la escalera que daba al salón de estar y a la biblioteca encontró los cadáveres y, en palabras de Eduardo Kimel, “observó una escena horrenda”:

Los cinco cuerpos colocados uno junto al otro, boca abajo, estaban virtualmente acribillados a balazos. La imagen era incontrastable, habían sido fusilados.

Los padres Kelly y Leaden vestían sus pijamas. El padre Dufau tenía un pullover y un pantalón común, señal que había tenido tiempo para sacarse el traje que usó en la celebración de la boda en Santo Domingo. Salvador y Emilio, en cambio, no habían tenido tiempo de nada. Salvador tenía puesto un saco sport y Emilio la campera y la bufanda que había usado en la salida nocturna de aquel sábado (8).

El parte policial del comisario Rafael Fensore de la Comisaría 37, que llegó poco después al lugar del hecho, avisado por un llamado anónimo, detalló que había charcos de sangre y cápsulas de proyectiles de calibre 9 mm desparramados por toda la habitación, que todos los cuartos estaban desordenados y los objetos tirados en el suelo. Según transcribió, sobre la alfombra que cubría el pasillo de acceso a la sala, estaba escrito textualmente:

“ESTOS ZURDOS MURIERON POR SER ADOCTRINADORES DE MENTES VÍRGENES Y SON MSTM”. Y, en la puerta de la habitación lindera a la sala, habría encontrado escrito, en forma inconclusa: “POR… DINAMITADOS… FEDERAL” y, más abajo, se leía “VIVA LA PATRIA”. En la habitación de abajo, se había hallado una “carcasa de bronce que semejaba una granada de mano”. Al final agregó: “Se secuestró además de la misma habitación un cartel de 50 por 30 centímetros que dice ‘VEN ESTE ES EL PALITO DE ABOLLAR IDEOLOGÍAS’ [y otros que dicen] ‘LAS VENAS ABIERTAS DE AMÉRICA LATINA Y INDOCHINA VENCERÁ’”. Además, se explicaba que se había confiscado un cartel “firmado por el padre Mugica que comienza ‘NADA NI NADIE IMPEDIRÁ…’ y termina ‘ESTOS A DISPOSICIÓN’” (mayúsculas originales).

Existen fotos incorporadas a la causa. No es posible saber quién las sacó. Pero confirman, en parte, el informe policial —no hay coincidencia en la secuencia de la identidad de los cuerpos entre las fotos y el listado— y ofrecen nuevos detalles: muestran que el póster del “palito de abollar ideologías” cubría uno de los cuerpos asesinados.9 ¿Cómo interpretar el lugar del póster en esta escena? No es posible ver esta imagen sin hacerse esta pregunta.

La fotografía nos ofrece el primer indicio. La posición misma del afiche sobre el cuerpo, como el lector puede apreciar, excluye cualquier posibilidad incidental. Está desplegado, casi con cuidado, sobre el cuerpo de modo tal que la imagen resulte claramente visible. La fotografía está tomada desde la puerta de ingreso —los cuerpos estaban en posición de cara a la chimenea— y, por tanto, el póster fue colocado sobre el primero de los religiosos asesinados. Quien encontrase la terrible escena debía haber atravesado el corredor con la alfombra en la que se había escrito en tiza la inscripción que explicaba que los habían acribillado por ser, supuestamente, “zurdos”, “adoctrinadores de mentes vírgenes” y del “mstm”. El texto completo de la otra inscripción —según otra fotografía adjuntada a la causa— decía: “por los camaradas dinamitados de seg. federal. venceremos. viva la patria”. “La leyenda —nos dice Kimel— era transparente; el grupo de asesinos había dejado una marca indeleble de su identidad y sus móviles” (10). Hoy sabemos, gracias a la investigación de Kimel, que el crimen fue perpetrado por un grupo de tareas —según los peritos, se usaron cinco armas distintas— que asesinó a quemarropa a los cinco religiosos desarmados, movido por la venganza. Dos días antes, el viernes 2 de julio, había estallado una bomba en el comedor de la Superintendencia General de Policía Federal, y había matado a 18 policías, un civil y herido a 66 personas (11). No había dudas del mensaje. La masacre de los religiosos palotinos era parte de una cruel revancha.

Recordemos que el afiche involucraba la figura de un policía y que su importancia simbólica era conocida por las fuerzas represivas. Como explicamos, fue por esa popularidad que los servicios de seguridad habían adulterado el sentido del póster con intenciones de crear apoyos sociales para la represión. Ahora, al colocarlo sobre un cuerpo asesinado, las fuerzas represivas se lo apropiaban de un modo muy diferente. Reconociendo su sentido antiautoritario, lo usaban en una escena de una odiosa revancha y lo convertían en una broma macabra. Estaba dedicado a quienes se habían sonreído con la denuncia de una niña sobre los bastones de la policía. Les mostraba el poder de las fuerzas represivas, no de abollar ideologías, sino de matar con impunidad. El gesto destilaba odio. Expresaba el poder de apropiarse del humor del enemigo, concebido como todos aquellos que confrontaban con la represión, para blandirlo como macabro instrumento de terror.

Los asesinos arrancaron el afiche de una pared de la casa. “En la época era un póster común”, explicó Rodolfo Capalozza a la autora de este libro. En efecto, como vimos, la denuncia que hacía el póster, que resaltaba el poder de las armas frente a las ideas, había calado fuerte. Interpelaba a un arco amplio de sujetos de diferente posición política e ideológica que confrontaban con el autoritarismo. En la casa parroquial, también había libros de Mafalda. “Éramos de comentar las tiras. No éramos fanáticos. Pero nos gustaba”, dice Capalozza. A él mismo lo llamaban Miguelito en el colegio San Marón en donde trabajaba. Hace una pausa en su relato.

Recuerda que Salvador Barbeito era quien más disfrutaba de la tira. El póster estaba sobre su cuerpo. No podemos saber a qué se debió ese hecho, si fue casual, o no (12).

Ninguno de los medios de prensa mencionó el póster. Incluso Quino, que ya estaba radicado en Milán, se enteró varios años después del uso macabro de su obra (13). La mayor parte de los medios tampoco informó sobre las inscripciones. Ello hubiera contrariado la versión oficial —reproducida por la prensa— que imputaba los asesinatos a un “grupo extremista” (14). El comunicado policial incluso decía que la sigla mstm significaba Movimiento Sindicalista de Trabajadores Montoneros, mientras el director del Buenos Aires Herald, Roberto Cox, recibió un llamado amenazador por haber informado del verdadero texto de las inscripciones (15). Su editorial expuso a la luz pública, también, que la revancha tenía un significado dentro de las fuerzas represivas. Explicaba que, luego del asesinato de los palotinos, el jefe de policía general Corbetta había renunciado a su cargo. Lo había asumido quince días atrás y se había manifestado por encauzar legalmente las acciones “contra ambas clases de terrorismo”, en palabras de Cox (16). Ello hubiera implicado desautorizar el sistema de secuestros, torturas y desapariciones clandestinas que estaba instrumentándose con la anuencia de los mandos de las tres armas. Es decir, el crimen de los palotinos —con su macabra puesta en escena de las inscripciones y el póster— contenía un mensaje dirigido a quienes, dentro de las propias fuerzas represivas, se oponían a los métodos ilegales de la represión. Les mostraba qué consecuencias tendría asumir la identidad de los crímenes que estaban perpetrando y dejar que la ciudad se poblase de cadáveres visibles, expuestos, acribillados. En los días anteriores y subsiguientes a la masacre de San Patricio aparecieron muchos más cadáveres en la Capital y el interior del país. El cuerpo de un hombre joven con varios disparos fue encontrado en el Obelisco y ocho cadáveres aparecieron en la playa del estacionamiento “El Abuelo” en San Telmo. Sobre los cuerpos había un cartel imputándolos de “extremistas”.

El mismo día se descubrieron siete asesinados en Villa Lugano, cuya identidad no pudo saberse, y se había producido una masacre de presos políticos que eran trasladados desde Salta a Córdoba (17). El método clandestino exigía un “pacto de sangre”. Lo que estaba en disputa, nos dice Kimel, era la unidad de las Fuerzas Armadas. La estrategia de la eliminación física de miles de personas requería la unidad: participar, acallar y actuar en complicidad. “Los ‘halcones’ presionaban a sus pares y exigían una definición de quienes preferían una represión sangrienta encarrilada bajo formas de legalidad” (18). Pero, también, como explica Emilio Mignone, la masacre fue una amenaza a la Iglesia. Mostraba que la represión no se detendría a las puertas de los templos católicos (19).

Los asesinatos abrieron en forma velada, en entrelíneas y susurros, la discusión sobre la identidad de los asesinos. La Iglesia recibió al día siguiente de la masacre un informe del sacerdote Sueldo Luque, que había estado en la parroquia todo el día y había trabajado siete años en un juzgado en lo criminal en Córdoba. Incluía los testimonios de Guillermo Silva y Luis Pinasco, dos jóvenes que la noche del asesinato habían visto el movimiento de autos y personas entrando a la parroquia y que habían escuchado al custodio policial de la casa del general Martínez Waldner, designado gobernador de la provincia de Neuquén, que estaba situada en una de las esquinas próximas a la parroquia. Uno de sus hijos, Julio Víctor Martínez, cuando llegaba a la madrugada con un amigo (Jorge Argüello), divisó autos desconocidos en la cuadra y realizó la denuncia a la comisaría policial. Esta envió una patrulla. El policía de la comisaría conversó con un ocupante de uno de los autos y le advirtió al custodio de Martínez que no se metiera si escuchaba unos “cohetazos” porque iban a “reventar a unos zurdos”, lo que él les transmitió a los mismos muchachos (y luego negó en su testimonio en la causa judicial).

Ellos no pensaron que los muertos iban a ser los sacerdotes. Sueldo Luque sumó esta información a sus propias observaciones: la intención de borrar las inscripciones, la desidia para el levantamiento de pruebas y la insistente pregunta por Emilio Neira —un sacerdote—, cuya identidad la policía atribuyó inicialmente al cuerpo de Emilio Barletti. Es decir, la Iglesia supo desde el comienzo la falsedad de los comunicados oficiales y la identidad de los asesinos. Sin embargo, ninguno de los cardenales ofició la misa de los religiosos masacrados. La homilía estuvo a cargo del presbítero Roberto Favre, de la congregación palotina, quien en esa oportunidad dijo:

No puede haber voces discordantes en la reprobación de estos hechos. […] rogamos a Dios no solo por los muertos, sino también por las innumerables desapariciones que se conocen día a día. […] en este momento, debemos reclamar a todos aquellos que tienen alguna responsabilidad que realicen todos los esfuerzos posibles para que se retorne al Estado de Derecho que requiere todo pueblo civilizado (20).

Pero la declaración de la Conferencia Episcopal fue cauta. La Iglesia no exigió una investigación ni aportó los elementos que estaban en su poder.

Entrevistado desde Roma, el padre Weber había declarado que los sacerdotes habían muerto por simpatizar con la izquierda. Llegaron cartas de los cardenales Pironio y Pío Laghi a la congregación, pero no existió intención de investigar ni de ser parte de la causa judicial. Sueldo Luque declaró al juez sobre lo que había observado al descubrirse los cuerpos y las amenazas recibidas por miembros de la congregación, y Cornelio Ryan, delegado provincial de los palotinos a partir de diciembre de 1976, preguntó con regularidad en el Ministerio del Interior. Pero no convirtió a la congregación en querellante. No tenía el apoyo de sus superiores. La Iglesia no estuvo dispuesta, ni siquiera a costa del asesinato de sus propios integrantes, a romper su alianza con el gobierno militar (21). La causa se estancó sin que hubiera voluntad de investigar. En 1977 el fiscal federal Julio César Strassera propuso al juez Rivarola el sobreseimiento provisorio de la causa por falta de información concluyente, lo que fue dispuesto por el juez (22). En 1984, el juez federal Néstor Blondi la reabrió, a pedido de Cornelio Ryan. Con los testimonios de Guillermo Silva y Luis Pinasco le dio nuevo impulso a la investigación. Graciela Daleo, víctima del terrorismo de Estado y sobreviviente de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), declaró que el teniente de navío Antonio Pernía le había explicado en una ocasión: “En la Iglesia había muchas manzanas podridas que había que eliminar, como ya hicimos con los curas palotinos”. El militar, llamado a declarar, negó haberlo dicho. Unos meses después, Miguel Ángel Balbi, ex integrante las Fuerzas Armadas, confesó que había escuchado de Claudio Vallejos, compañero de armas que trabajaba en el Apostadero Naval, que había intervenido en el homicidio junto al teniente de navío Antonio Pernía, el teniente de fragata Aristegui y el suboficial Cubalo.

La justicia ordenó la detención de Vallejos, pero la policía no pudo dar con él. Se supo que salió del país. El pedido de captura internacional tampoco produjo resultados (23).

Cuatro décadas después, la investigación de la causa judicial sigue abierta. Quien abra en la actualidad el expediente de cientos de folios se encontrará con el afiche de Mafalda, doblado en cuatro. Al desplegarlo observará que está ajado y rasgado. No se puede saber cuáles marcas provienen del trajinar del expediente y cuáles fueron provocadas por las manos asesinas que lo arrancaron de la pared. Los asesinos utilizaron el afiche el 4 de julio de 1976 como parte de su macabra escena de revancha y amenaza. Pero, también, al hacerlo lo convirtieron en prueba judicial.

Nadie buscó allí las huellas dactilares. Hoy, esas huellas no podrían recobrarse. Pero el afiche, conservado junto a la frase de Carlos Mugica, recortada con cuidadoso esmero, es un vestigio que nos permite volver a preguntarnos —y volver a investigar— qué sucedió esa noche en la parroquia de San Patricio y en ese tiempo en el que el humor fue convertido en arma del terror de Estado.

Publicar y leer Mafalda en dictadura

Los abajo suscriptos, en nuestra condición de padres de los integrantes del matrimonio constituido por Daniel Jorge Divinsky y Ana María Teresa Miler, fijando domicilio legal en Hidalgo 1781 de esta Ciudad, respetuosamente a ve decimos:

  1. Que nuestros hijos Daniel Jorge Divinsky y Ana María Teresa Miler fueron arrestados el día 16 de febrero del cte. año, en el domicilio de la calle Uruguay 252, piso 1o “B” de la Capital Federal sede de la empresa “Ediciones de la Flor s.r.l.” de la cual son directores y únicos socios.
  2. Que desde la fecha indicada ambos permanecen detenidos —actualmente en el Departamento Central de Policía— encontrándose a disposición del Poder Ejecutivo, según ha publicado en los medios de prensa, por conducto del Ministerio del Interior (24).

Con estas palabras, José Divinsky y Elisa S. de Miler reclamaban por sus hijos directamente al presidente de facto, como hicieron otros padres, con la esperanza de evitar que, en caso de desaparecer, pudiera aludirse ignorancia.

Ellos tuvieron la suerte —como ha reiterado Daniel Divinsky en cada ocasión— de que sus hijos no hayan sido desaparecidos ni torturados. Habían sido detenidos después de que se hubiera decretado la prohibición de venta y circulación del libro infantil Cinco dedos, que, como veremos, contenía una conocida fábula sobre la unión de los débiles.

El andamiaje de la censura tenía largos antecedentes. El marco legal se reforzó en los años sesenta a medida que se afianzaba la hegemonía del discurso de la Guerra Fría. Ya en 1957 se había aprobado una ley de Radiodifusión, reglamentada en 1965, que ordenaba, entre otras cuestiones, respetar los símbolos y las instituciones nacionales y abstenerse de exaltar el triunfo del mal y el erotismo, y en 1961 se establecieron normas para la calificación de películas cinematográficas. Con el ascenso de Onganía se dictaron las leyes de Defensa Nacional, en 1966, y en 1967 la ley 17401 de Defensa contra el Comunismo, que, ante la supuesta amenaza a los “intereses vitales de la Nación”, legitimaba la asunción de cualquier medida para protegerla. Estas sucesivas regulaciones convirtieron al Estado en evaluador de las expresiones culturales, subordinándolas a los valores morales y las costumbres, concebidas únicas, esenciales e invariables, pues supuestamente definían a la Nación. De ese modo, crearon un sistema basado en la imprecisión de las supuestas amenazas y la existencia de una multiplicidad de organismos de control. A diferencia de la “censura previa” instaurada por el franquismo, en Argentina las evaluaciones no involucraban un organismo único y se producían luego de la edición de los libros, lo que significaba un riesgo económico mayor en caso de que la obra no pudiera ingresar al mercado. Esto favoreció la autocensura (25).

En 1967 el sistema estaba por completo vigente. En esa época Daniel Divinsky y Oscar Finkelberg, los dos abogados, con 25 años, experiencia de edición en el Centro de Estudiantes de Derecho y relacionados con el editor Jorge Álvarez, decidieron crear una editorial. La concibieron “comprometida con el medio argentino y latinoamericano y con su tiempo”.

Existían otras editoriales con el mismo objetivo, pero Ediciones de la Flor fue generándose un espacio propio con un catálogo y un estilo abierto, original y provocador. A fines de los sesenta Finkelberg se retiró y se sumó Ana María Miler, economista y pareja de Divinsky, que garantizó la viabilidad económica del emprendimiento. Los directores no tenían militancia política. Se reconocían “genéricamente progresistas” y estaban dispuestos a conmocionar el statu quo (26).

El nombre de la editorial había sido propuesto por Pirí Lugones, quien luego se convirtió en la encargada de prensa. Cuando los dueños estaban barajando posibilidades, ella les dijo: “Ustedes lo que quieren es una flor de editorial”. No dudaron en tomar la idea. Les permitía un juego con el lunfardo, en el que la palabra “flor” significa lo mejor, y con las cualidades de las flores (exquisitas, bellas y que, más adelante, se asociaría con la expresión flower power del hippismo). Pirí, también, sugirió la idea para uno de sus libros de lanzamiento. Para contar con autores consagrados en el catálogo, que solían tener su producción comprometida, podían pedirles un texto que explicase por qué elegían su cuento preferido de la literatura universal. El resultado fue El libro de los autores, que contó con contribuciones de Borges, Cortázar, Walsh y Viñas, y resultó un éxito (27).

Poco a poco, el catálogo creció. En 1968, Paradiso —una novela de José Lezama Lima— agotó 3 mil ejemplares en una tarde. Al año siguiente, la editorial festejó los treinta títulos. Pirí organizó una fiesta en el zoológico. La invitación decía: “No deje que los animales sean más” (28). Por entonces se contaban en el catálogo de Ediciones de la Flor autores como Leopoldo Marechal, Vinicius de Moraes, Ezra Pound, León Rozitchner, Bernardo Verbitsky, Boris Vian y David Viñas.

En 1970 la editorial estaba bastante instalada. Pero fue Mafalda la que le permitió dar “el salto cualitativo”, en palabras de Divinsky, cuando comenzó a publicarla a partir del tomo 6.29 Como también sucedió con Lumen de España y Nueva Imagen de México, la historieta les dio margen para redoblar la apuesta, que adquiría sentido en el marco de la radicalización cultural y política. “Robe hoy mismo un libro”, decía un volante publicitario de la editorial, haciéndose eco de la costumbre de muchos estudiantes, a los que se les ofrecía obras como Introducción a Marcuse de Jean Michel Palmier o Pomelo de Yoko Ono (presentada por John Lennon).

En 1973, la editorial publicitaba “Libros militantes” entre los que se contaba Operación masacre de Rodolfo Walsh, subrayando que tenía “textos de la película [del mismo nombre] prohibida por la dictadura que la burocracia sindical exige sean suprimidos del filme”. También tenía “Libros para gozar y pensar”, otra fórmula usada en la publicidad, que resumía bien la apuesta editorial (30).

Con este programa, Ediciones de la Flor estuvo en el foco de la censura. Para 1973 existían nuevas regulaciones que permitían interceptar la correspondencia (ley de correos 20216) a la que se sumó, en 1974, la ley 20840 —conocida como ley antisubversiva—, que disponía prisión para “quienes preconicen por cualquier medio alterar el orden institucional” y establecía que “los redactores, editores de publicaciones y responsables de radio o televisión que las divulgasen podrían recibir penas de dos a cinco años de cárcel” (31) La censura se ejerció de modo directo y público, pero, también, instituyó un poder oblicuo que estuvo apoyado e instrumentado por las organizaciones católicas y de ultraderecha, entre las que se destacaron la Liga de Madres y la Liga de Padres de Familia (32). En 1974, una comisión formada por la Cámara Argentina del Libro, entre otros organismos, solicitó la derogación de la censura y denunció que la misma afectaba a más de quinientos libros de autores argentinos y extranjeros y a 237 empresas editoriales nacionales y del exterior (33). Ya en 1971, Ediciones de la Flor sufrió la primera embestida: el secuestro de la novela de Alfredo Grassi Me tenés podrido, Argentina, un éxito de ventas, acusada de mostrar una “actitud de detracción hacia las fuerzas armadas” y proyectar una “versión insultante y arbitrariamente subjetiva de la Argentina”, entre otras acusaciones. La editorial decidió pleitear en los tribunales (34). Un fallo favorable no impidió un nuevo asedio. En 1973, la división Moralidad de la Policía Federal secuestró ejemplares de Orilla de los recuerdos del brasileño Hermilo Borba e inició un juicio por “publicaciones obscenas” que terminó en sobreseimiento, mientras las autoridades municipales de Buenos Aires desautorizaron la circulación de Feiguele y otras mujeres de Cecilia Absatz (35).

Con el golpe de Estado de 1976, los militares desplegaron en la lucha contra el enemigo cultural nuevos controles y regulaciones sobre las producciones artísticas y literarias y los medios de comunicación. En marzo establecieron la ley 21272, que disponía que quienes ejercieran violencia contra las fuerzas represivas podrían recibir la pena de muerte y que quienes ofendieran su “dignidad” podían ser penalizados hasta con diez años de prisión. La censura involucró numerosas dependencias, asesores y recursos en una estrategia organizada por los servicios de inteligencia que se articulaba con diferentes organismos del Estado y de la sociedad civil. Estas medidas adquirieron nuevo sentido en el marco del plan sistemático de desaparición de personas. Sin embargo, muchos de los sujetos que estaban bajo la mira de la represión desconocían la existencia de ese plan.

El desconocimiento del carácter radicalmente nuevo del régimen inaugurado con el golpe explica que muchos actores lo hayan conceptualizado, en un principio, en términos semejantes a las anteriores rupturas del orden institucional. De allí que Ediciones de la Flor haya intentado mantener la misma estrategia para enfrentar la censura. En octubre de 1976 Divinsky asistió, como todos los años, a la Feria del libro de Frankfurt, que en esa oportunidad estaba dedicada a América Latina. Allí, Osvaldo Bayer le advirtió que no volviera a Argentina porque un jefe de la Secretaría de Inteligencia del Estado (side), que le debía un favor, lo había llamado para advertirle que debía irse del país en 48 horas y había blandido un ejemplar de un libro de Ediciones de la Flor para ejemplificarle el avance de la subversión. La obra era la mencionada fábula Cinco dedos. Había sido escrita por un colectivo de Berlín occidental y publicada en la colección “Libros de la florcita”, destinada a los niños y coordinada por Amelia Hannois. La historia, en concreto, contaba que los dedos de una mano verde perseguían a los dedos de una roja y que estos se unían, formando un puño, para vencerla. En enero de 1977, la editorial incluyó el título, junto a otros libros escritos por Silvina Ocampo, Clarice Lispector y Augusto Roa Bastos, en un aviso que publicó la editorial en La Opinión, invitando a los padres a lograr “Que este año los reyes sean más sabios que magos” (36).

Un mes después, el decreto del 8 de febrero de 1977, que prohibió la obra, adujo que la misma “preparaba a la niñez para el accionar subversivo”. Divinsky, según sus propias palabras, obró del mismo modo que con Me tenés podrido, Argentina. Tres días después, dirigió un recurso al general Jorge Rafael Videla. Le pidió vista del expediente, apeló el decreto y rechazó la acusación. Explicó que el libro expresaba la moraleja “la unión hace la fuerza” que preconizaba “la superación de estériles discordias” al igual que la fábula del haz de leña (37). Cuarenta y ocho horas después, las autoridades emitieron otro decreto que ponía a él, a Ana María Miler (su mujer) y a Amelia Hannois (directora de la colección infantil) a disposición del Poder Ejecutivo. El 16 de febrero, allanaron la oficina de la editorial y los llevaron a Coordinación Federal. Según el editor, la prohibición había sido desatada por un coronel de Neuquén cuya mujer había comprado el libro para sus hijos, a la que disgustó que la mano que triunfaba fuese roja y la vencida verde, el color del uniforme de fajina de las Fuerzas Armadas. Pero, también, reconoce que la medida —más allá del azar que la incitó— fue una advertencia del nuevo carácter de la censura y la represión.

No casualmente, en simultáneo con esta prohibición fue elaborado un informe especial por el Estado Mayor General del Ejército para crear un sistema integral en contra del supuesto accionar subversivo en los medios de comunicación social y fueron prohibidas numerosas obras —como Ganarse la muerte de Griselda Gambaro editada por Ediciones de la Flor— y amenazados o procesados los responsables de diferentes editoriales como Eudeba, Centro Editor de América Latina, Siglo xxi, Granica, Guadalupe (que editaba la Biblia latinoamericana) y Fausto, así como se expurgaron obras de las bibliotecas municipales y se prohibieron textos para uso en las escuelas (38).

La noticia del apresamiento se difundió. Los diarios La Prensa y La Nación reprodujeron las cartas enviadas por editores franceses (como Claude Gallimard) y por algunos escritores argentinos que reclamaron la intervención de la Sociedad Argentina de Escritores (39). El prestigio de la editorial favoreció un rápido movimiento de solidaridad internacional organizado por el periodista Rogelio García Lupo. Un mes después de la detención, en su pedido al general Jorge Videla, los padres de los editores adjuntaron cartas llegadas del exterior. La intervención de Peter Weidhaas, director de la Feria del Libro de Frankfurt, fue decisiva. Hizo llegar una invitación oficial y un pasaje para la participación de los editores en el evento a celebrarse ese año. Las gestiones fructificaron y los editores lograron salir al exilio (40).

En prisión, Daniel Divinsky fue trasladado de la Superintendencia a la cárcel de Caseros. Cuando estaba llegando allí, mientras avanzaba hacia la revisación médica carcelaria, caminando desnudo y cabeza gacha, según las instrucciones de los guardias, sintió un murmullo a su alrededor y llegó a escuchar “Ahí va el que hace Mafalda”. Lo dejaron parado abajo de una bombita de luz y el guardiacárcel se acercó y le preguntó:

“Jefe, después que pase todo esto (refiriéndose a la revisación), ¿no me dibujaría una Mafaldita para los pibes?” (41). Es decir, un integrante de las fuerzas represivas, que habían usado a Mafalda para la revancha y la amenaza, no dudaba en utilizar el poder sobre un prisionero, al que creía el creador de la historieta, para pedirle un dibujo y, con ello, manifestarle su admiración.

No fue la única incongruencia. Durante la dictadura, la editorial siguió en pie: “sobrevivió gracias a la fidelidad de Quino, de Fontanarrosa y a Elisa Miler, que se hizo cargo de su funcionamiento”, según las palabras de Divinsky. Mafalda, el emblema antiautoritario, no fue censurada en Argentina. Quino tampoco sufrió la censura del gobierno, aunque algunos de sus dibujos fueron objetados por los propios editores (42). La cuestión no es menor. En principio, contrasta con la alarma que había despertado la tira en el escenario del Chile dictatorial. En julio de 1975, algunos medios de prensa chilenos habían criticado la decisión del canal estatal de incluir Mafalda en su programación en el horario central, luego del noticiero, en sustitución de la Pantera Rosa. Consideraban que la historieta era una “muestra intelectual marxista”. El coronel Héctor Orozco, delegado del gobierno en el canal nacional y asesor de comunicación del propio dictador, explicó que él sabía que la tira tenía esa tendencia, pero agregó:

“No hay cuidados de ningún tipo ya que todos los capítulos fueron especialmente seleccionados por un equipo del departamento de sicología militar” (43). La decisión resulta paradójica. La historieta era incorporada al canal oficial de la dictadura chilena a pesar de que sus autoridades la consideraban comunista y, por ello, la censuraban.

¿Qué sabemos de la circulación de Mafalda en el país? En diciembre de 1973, dejó de publicarse en el diario Río Negro y en febrero de 1974 en el Córdoba (44). Pero habrían seguido vendiéndose los libros —según Daniel Divinsky, durante toda la etapa dictatorial—, aunque no me fue posible saber si se publicaron nuevas tiradas o solo se distribuyeron las realizadas anteriormente, que eran de decenas de miles de ejemplares, ni qué sucedió con el volumen de ventas. En 1980, Juan Sasturain, como analizo más adelante, afirmaba la vigencia de la tira a partir de su presencia en los quioscos y de la popularidad que tenía entre los más jóvenes. El informe de la Dirección Nacional del Derecho de Autor, en 1982, consignó una nueva edición (45). No hay dudas: Mafalda pasó de una generación a otra en lecturas resignificadas. Como intuyó Leila Guerriero, en dictadura la tira era “un caballo de Troya muy incómodo” porque la historieta estaba “plagada de alusiones políticas que siguieron vigentes durante mucho tiempo”.

Para quienes eran niños, por entonces, según la periodista, la curiosidad propia de su edad podía ser peligrosa cuando exigía a los padres responder sobre qué sucedía con los derechos humanos, quién era Fidel Castro o qué significaba la autodeterminación de los pueblos. En palabras de Guerriero, el registro de esas preguntas para quienes empezamos a crecer entre el último gobierno de Perón y la dictadura militar de 1976; entre los colegios que no nos permitían llevar el pelo suelto y los libros prohibidos enterrados en el patio de nuestras casas; entre la euforia del mundial ‘78 y los amigos de nuestros padres cuyos nombres había que decir en voz baja. […] nos ayudarían a saber quiénes eran, y quiénes éramos, y qué cosas hacían de nosotros (46).

1. Al respecto, véase Emilio Crenzel, La historia política del Nunca Más. La memoria de las desapariciones en la Argentina, Buenos Aires, Siglo xxi, 2008.

2. La literatura sobre la cuestión es copiosa. Remito a Judith Filc, Entre el parentesco y la política. Familia y dictadura, 1976-1983, Buenos Aires, Biblos, 1997, y Daniel Azpiazu, Eduardo Basualdo y Miguel Khavisse, El nuevo poder económico en la Argentina de los años 80, Buenos Aires, Legasa, 1986. Entre los estudios más recientes, Marcos Novaro y Vicente Palermo, La dictadura militar 1976-1983. Historia argentina, t. 9, Buenos Aires, Paidós, 2003; Emilio Crenzel, La historia política del Nunca Más, op. cit.; Marina Franco, Un enemigo para la nación. Orden interno, violencia y “subversión”, 1973-1976, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2012; Valeria Manzano, “Sex, Gender, and the Making of the ‘Enemy Within’ in Cold War Argentina”, en Journal of Latin American Studies, vol. 46, núm. 3, julio de 2014, pp. 1-29, y mi propio avance en Pareja, sexualidad y familia en los años sesenta, Buenos Aires, Siglo xxi, 2010, pp. 150-169.

3. Florencia Levín, Humor político en tiempos de represión. Clarín 1973-1983, Buenos Aires, Siglo xxi, 2013, y Mara Burkart, “Humor. La risa como espacio crítico bajo la dictadura militar, 1978-1983”, tesis de doctorado en Ciencias Sociales, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, 2001.

4. Mi reconstrucción está basada en Eduardo Gabriel Kimel, La masacre de San Patricio, Buenos Aires, Dialéctica, 1989, y en los testimonios del filme 4 de julio. La masacre de San Patricio, dirigido por Juan Pablo Young y Pablo Zubizarreta, Buenos Aires, Aguafuertes Film, 2007.

5. El relato de estos detalles sigue las mismas fuentes, antes citadas.

6. Texto disponible en línea: <www.sanpatricio.org.ar/martires06.html>, consultado el 10 de diciembre de 2014. Fragmentos del diario son leídos en la película 4 de julio. La masacre de San Patricio.

7. Eduardo Gabriel Kimel, La masacre de San Patricio, op. cit., pp. 17-19 y 23 y 24.

8. Ibid., p. 78.

9. “Expediente 7970, 1er cuerpo, año 1977, Juzgado Nacional de 1ª instancia en lo criminal y comercial, Barbeito, Salvador; Kelly, Alfredo; Leaden, Alfredo; Dufau, Pedro; Barletti, José Emilio; víctimas de homicidio (art. 79 CP).” El expediente hoy sigue abierto y está radicado en el Juzgado Federal Número 12, a cargo del doctor Sergio Torres, en la Secretaría 23, a cuyo frente está el doctor Pablo Yadarola.

10. Eduardo Gabriel Kimel, La masacre de San Patricio, op. cit., p. 51.

11. Ibid., p. 33.

12. Entrevista de la autora con Rodolfo Capalozza, Buenos Aires, 22 de septiembre de 2013.

13. Declaraciones de Quino en el programa televisivo de Santo Virgilio Biasatti. Disponible en línea: <www.tn.com.ar/programas/otro-tema/quino-con-santo_273691>, consultado el 10 de enero de 2014.

14. Véanse las versiones del comunicado oficial en “Asesinan a tres sacerdotes y a dos seminaristas en la parroquia de San Patricio, en Belgrano”, en Clarín, 5 de julio de 1976, p. 5.

15. Entrevista de la autora con Andrew Graham-Yooll, Buenos Aires, 17 de julio de 2013.

16. Roberto Cox, “Nuevo hombre ¿pero la misma política?”, en Buenos Aires Herald, 6 de julio de 1976, nota editorial.

17. “Ultiman en Tucumán a dos guerrilleros”, en Clarín, 9 de julio de 1976, p. 5; “Ultiman a siete subversivos”, en Clarín, 6 de julio de 1976, p. 4; “Ultimaron a 19 extremistas en 3 enfrentamientos”, en Clarín, 3 de julio de 1976, p. 1.

18. Eduardo Gabriel Kimel, La masacre de San Patricio, op. cit., p. 83.

19. Emilio Mignone, Iglesia y dictadura. El papel de la iglesia a la luz de sus relaciones con el régimen militar, Buenos Aires, Universidad Nacional de Quilmes y Página/12, 1999.

20. “Inhuman los restos de los sacerdotes y seminaristas”, en Clarín, 6 de julio de 1976, p. 4. Véase, también, Eduardo Gabriel Kimel, La masacre de San Patricio, op. cit., pp. 44 y 45

21. Retomo aquí a Mignone, Iglesia y dictadura, op. cit., y a Eduardo Gabriel Kimel, La masacre de San Patricio, op. cit.

22. Eduardo Gabriel Kimel, La masacre de San Patricio, op. cit., pp. 99 y 100.

23. Ibid., pp. 41 y 107-110.

24. Archivo Ediciones de la Flor (aedf). Acompaña el pedido recortes de prensa; “Al presidente de la Nación Argentina”, carta de Daniel Jorge Divinsky y Ana María Miler, fechada en Buenos Aires, 14 de marzo de 1977.

25. Andrés Avellaneda, Censura, autoritarismo y cultura. Argentina 1960-1983, vol. 1, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1986, pp. 42-48.

26. Judith Gociol, entrevista, “Soy un escritor solapado”. Disponible en línea: <www.me.gov.ar/monitor/nro11/conversaciones.htm>, consultado el 27 de enero de 2014.

27. “Comienzan con 18.000”, en Análisis, núm. 331, 17 de julio de 1967, s/p, en el aedf, Recortes. Entrevista de la autora con Daniel Divinsky, Buenos Aires, 10 de enero de 2010.

28. Avisos, “No deje que los animales sean más”, 24 de octubre de 1969, en el aedf, Recortes. No figura el medio de prensa.

29. Daniel Divinsky, “Breve historia de la Editorial de la Flor”, manuscrito, en el aedf. La misma declaración fue mencionada en distintas notas de prensa.

30. Avisos, “Esta noche acuéstese con… un libro de la Flor”, julio de 1971, inédito, en el aedf.

31. Andrés Avellaneda, Censura, autoritarismo y cultura. Argentina 1960-1983, vol. 1, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1986, p. 38.

32. En relación con las mencionadas ligas, véase Lilia Vázquez Lorda, “Intervenciones e iniciativas católicas en el ámbito familiar. La Liga de Madres y Padres de Familia (1950-1970)”, tesis de maestría, Programa de Historia, Universidad de San Andrés, 2011, pp. 76-110.

33. Judith Gociol y Hernán Invernizzi, Un golpe a los libros. Represión a la cultura durante la última dictadura militar, Buenos Aires, Eudeba, 2003, pp. 63 y 214.

34.“Prohibiciones. La novela de un italiano”, en Análisis, núm. 585, 2 al 8 de junio de 1972, en el aedf, Notas de prensa.

35. Daniel Divinsky, “Rechazo de recurso interpuesto por Divinsky, en el marco de la ley 17.401-Recurso presentado por Divinsky”, 29 de septiembre de 1972. Copia de artículo de La Opinión, 12 de julio de 1973, “Sorprendente proceso judicial al editor Divinsky”, copia de Análisis, núm. 585, 2 al 8 de junio de 1972, “Prohibiciones. La novela de un italiano”. En el aedf, Notas varias.

36. Prensa, en La Opinión, 5 de febrero de 1977, en el aedf.

37. Recurso de Daniel Divinsky dirigido al Tte. Gral. Don Jorge Rafael Videla, señor Presidente de la Nación, Buenos Aires, 11 de febrero de 1977, en el aedf, Notas varias.

38. Judith Gociol y Hernán Invernizzi, Un golpe a los libros, op. cit., pp. 33 y 34.

39. aedf, Notas varias. Carta al señor presidente de la Sociedad Argentina de Escritores, fechada en Buenos Aires, 24 de febrero de 1977. Firmada por Silvina Ocampo, Eduardo Gudiño Kieffer, José Bianco, Ulyses Petit de Murat, Juan José Hernández, Héctor Yánover, Ramón Plaza, Luisa Mercedes Levinson, más una firma ilegible. Llegaron, también, numerosas notas de América Latina y Europa.

40. Judith Gociol, entrevista, “Soy un escritor solapado”. Disponible en línea: <www.me.gov.ar/monitor/nro11/conversaciones.htm>, consultado el 27 de enero de 2014.

41. Eduardo Blaustein, “Nena qué va a ser de ti”, en Página/12, 19 de octubre de 1988, pp. 10 y 11.

42. Martín Pérez, “A Quino podemos hacerlo”, en Página/12, suplemento Radar, 29 de julio de 2012. Disponible en línea: <http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-8112-2012-07-29.html>, consultado el 10 de diciembre de 2013.

43. “Mafalda, marxista”, en Última Hora, 31 de julio de 1975, s/p. Esta referencia proviene del Archivo del diario Clarín (adc).

44. En el diario Río Negro, la última tira publicada fue el 1º de diciembre de 1973, “El adiós de Mafalda”, en Río Negro, 1º de diciembre de 1973, p. 11. En el diario Córdoba, la última tira apareció el 3 de febrero de 1974.

45. Ministerio de Justicia y Derechos Humanos. Dirección de Derechos de autor, Informe de Ediciones, Expediente 179376.

46. Leila Guerriero, “Mafalda, vida de esta chica”, en El País, 13 de marzo de 2012. Disponible en línea: <www.cultura.elpais.com/cultura/2012/03/13/actualidad/1331659623_507858.html>, consultado el 10 de enero de 2014.

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