Bergoglio – Francisco, Prevost – León XIV, la luz de las tinieblas – Por Carlos de la Vega

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Bergoglio – Francisco, Prevost – León XIV, la luz de las tinieblas

                                                                                                                      Por Carlos de la Vega

Elegido el sucesor del hombre que nació como Jorge Bergoglio en Argentina y falleció como el Papa Francisco en el Vaticano, no está mal sumar una reflexión más acerca de lo que significó su papado para la Iglesia Católica y el mundo. Realidades y circunstancias que pueden aportar a comprender mejor cual ha sido el significado de lo vivido y el impacto que puede tener a futuro.

Hay que remontarse al siglo VIII para hallar un Papa no europeo. Se trató de Gregorio III (Papado: 731-741) y nunca antes hubo uno latinoamericano. Fueron los argentinos los pioneros en esto, quienes en ello le ganaron a los norteamericanos, que ahora con Robert Prevost, devenido en León XIV, se suman a la renovación de las nacionalidades pontificias que se está viviendo.

Comprender cabalmente lo acontecido en los 12 años del pontificado de Francisco requiere volver sobre algunos aspectos la historia de la Iglesia, los desafíos políticos y teológicos en juego; y de lo que podría y debería ser el futuro que ya está corriendo.

El desvío del Puente Milvio

En los inicios de la cristiandad, San Ireneo de Lyon (140-202) y San Hipólito de Roma (217-235), reflexionando sobre el Anticristo, identificaron que el anhelo profundo de esta máxima materialización del mal sería aparecerse al mundo con las formas exteriores del bien supremo. No hace falta ser creyente para sacar buenas enseñanzas de esas reflexiones. Bien se podría considerar a ciertas ideas, creencias y formas religiosas como modelos arquetípicos de la experiencia social acumulada a lo largo de la historia.

Cuenta la leyenda que los cristianos bajo el Imperio Romano pasaron de perseguidos a cuasi culto oficial tras la batalla del Puente Milvio (28 de octubre del 312). En aquella ocasión, chocaron en las afueras de la capital romana las tropas del titular del Imperio de Oriente, Constantino I; y del de Occidente, Majencio. Roma ya estaba en una decadencia profunda y los vastos dominios imperiales se habían partido en dos ramas en el 286, la occidental y la oriental, cada uno con su propio emperador (augustus).

Hay varias versiones, algunas antagónicas, sobre lo que le ocurrió a Constantino I en la previa de la batalla del Puente Milvio, pero si tomamos la del obispo Eusebio de Cesarea en su obra Vida de Constantino (339), el emperador vio una cruz luminosa en el cielo junto a las palabras en griego eν tούτῳ nίκα (“con este signo vencerás”). Inmediatamente Constantino I habría hecho pintar en los estandartes de combate de su ejército una X atravesada por una P que representan las dos primeras letras del nombre, Christos, en griego y marchó al combate. Ganó, Majencio murió en el lugar, se consolidó su ascenso como máximo jefe romano y el inicio de su conversión al cristianismo. Al año siguiente Constantino I, junto a Licinio, su “coemperador” (la estructura de comando estaba muy complicada por entonces en el Imperio) promulgó el Edicto de Milán que ordenaba la restitución a los cristianos de las propiedades confiscadas durante las persecuciones de años previos. Sin embargo, aquel edicto no fue la norma que liberó el culto del cristianismo en los dominios romanos. Ese rol lo cumplió el Edicto de Galerio, promulgado dos años antes (311) que ponía fin a las persecuciones contra los cristianos. Lo curiosos es que Galerio (emperador entre 305 y 311) había sido un promotor de aquellas persecuciones. ¿Entonces, qué había ocurrido, otra conversión obra de la intervención directa de la Divina Providencia? Al parecer las motivaciones de Galerio y Constantino I fueron más terrenales.

El Imperio Romano de aquellos años había entrado en una decadencia ostensible, uno de cuyos signos era la fragmentación de su sociedad en numerosas facciones rivales luchando entre sí de manera cada vez más encarnizada. La partición territorial del Imperio en dos mitades era un elocuente emergente de la magnitud de los problemas. La religión autóctona romana, basada en dioses tutelares domésticos, familiares, no ayudaba a sostener lazos comunitarios más abarcativos que pudieran contribuir a la cohesión social. Entonces, la dirigencia romana se percató de un culto proveniente de una remota provincia de la orilla oriental del Mar Mediterráneo que se expandía predicando la fraternidad y un universalismo ideal para cimentar una “comunidad de creyentes” más allá de toda otra peculiaridad personal, cultural o social. Había que dejar de perseguir a esa gente y transformarlos en la columna vertebral ideológica del resquebrajado imperio. Del otro lado, los cristianos se encontraron de repente con que eran un grupo religioso en ascenso social. Sería respetados y promovidos, pero a cambio, debían ser funcionales el Imperio, algo que no sería nada barato en término teológico morales.

El Evangelio de San Juan (13:1-17) relata como Jesús, en la Última Cena, lava los pies de sus discípulos contradiciendo la costumbre de la época según la cual, eran los sirvientes quienes hacían esa tarea. Aquella escena es inescindible de las palabras de Jesús consignadas en el Evangelio de San Mateo (20:25-28): “Como ustedes saben, los gobernantes de las naciones oprimen al pueblo y los altos oficiales abusan de su autoridad. Pero entre ustedes no debe ser así. Al contrario, el que quiera hacerse grande entre ustedes deberá ser su servidor y el que quiera ser el primero deberá ser esclavo de los demás, así como el Hijo del hombre no vino para que le sirvan, sino para servir y para dar su vida en rescate por muchos”. La iglesia que nacía debía ser edificada sobre un sistema de relaciones humanas y de conducción muy diferente a los poderes terrenales existentes.

Ahora bien, si te ibas a asimilar al más grande y brutal de los poderes mundanos para serle funcional en su propia dinámica de autopreservación, entonces, aquel mandato evangélico debía ser retocado hasta tornarlo irreconocible. Y la conducción de la Iglesia del siglo IV aceptó el intercambio. La tentación fue enorme y sucumbieron. Desde entonces la Iglesia Católica se concibió a sí misma más como un poder terrenal, que como el “cuerpo místico de Cristo”. Tal fue la asimilación a la lógica imperial romana que la estructura política administrativa católica devino en un reflejo aquélla. Jesús hablaba arameo, pero hasta el presente el idioma oficial de su iglesia es el latín; el Nazareno vivió su Pasión y Resurrección en Jerusalén, pero la sede de la conducción de la fe que fundó tiene su propio Estado, el Vaticano, en el centro de Roma. La institución del Papado está diseñada a imagen y semejanza, no del Padre que está en los Cielos, sino del emperador romano; el Colegio Cardenalicio, es el Senado; y la estructura de gestión territorial dividida en diócesis y arquidiócesis emplea la distribución administrativa romana instaurada a partir del siglo III.

Esa Iglesia exitosa en términos mundanos devino en un poder temporal que, mientras sostenía discursivamente los trazos fundamentales del mensaje original, en las prácticas se desvió a un camino marcadamente anticrístico. En los casos más extremos, como los papas Alejandro VI (Rodrigo Borgia, Papado: 1492-1503) o Julio II (Giuliano della Rovere, Papado: 1503-1513), la situación llegó a niveles obscenos. Múltiples hijos, varios no reconocidos, participación en todo tipo de intrigas políticas, crímenes y guerras. Entre tanto, se sumó la tolerancia a la esclavitud (bula papal Dum Diversas, 18 de junio de 1452, Papa Nicolás V), y más cercano en el tiempo, la colaboración con el capitalismo depredador del siglo XIX, o los vínculos con el nazismo que incluyeron la organización del escape de Alemania de varios jerarcas del régimen luego de la caída del Tercer Reich. En Argentina, los golpes de Estado del siglo XX contaron con el beneplácito eclesiástico, y los crímenes de lesa humanidad de la dictadura de 1976, con la específica bendición de la curia local.

Continuidades contemporáneas

Los dos Papados que antecedieron al de Francisco, Juan Pablo II (Karol Wojtyla. Papado: 1978-2005) y Benedicto XVI (Joseph Ratzinger. Papado: 2005-2013), fueron especialmente dañinos para la Iglesia Católica en su misión evangélica.

A Wojtyla, de origen polaco, por sobre todas las cosas le importaba su lucha contra el comunismo y para ello no dudó en trabajar codo a codo con la CIA. La misma que desde los años ‘70 desplegaba una ofensiva silenciosa contra la Iglesia Católica en América Latina.

En 1969, Nelson Rockefeller, quien sería vicepresidente de los Estados Unidos de América (EE.UU) durante el mandato de Gerald Ford (1974-1977), realizó un viaje por América Latina. A su regreso elaboró un reporte para la Casa Blanca haciendo notar el compromiso social que estaba adquiriendo la Iglesia Católica latinoamericana, en contraposición a su pasado vinculado a la dominación colonial. Aunque no lo mencionaba, una de las principales fuerzas de esa transformación era el movimiento de la Teología de la Liberación a la que se comenzaba a acusar entre los círculos conservadores de la región y de Washington, de ser el resultado de la infiltración marxista.

De aquel informe surgió la idea del financiamiento secreto de predicadores religiosos de corte pentecostal conservador para esparcir en Latinoamérica una idea y una práctica del cristianismo diferente al del amor al prójimo y el compromiso con la transformación del mundo, sustituyéndolo por el éxito personal y una concepción mágica del poder de la oración. La encargada de ejecutar ese plan en las décadas subsiguientes sería la CIA y los resultados fueron muy exitosos como se constató en la enorme influencia de esas iglesias en la elección del ultraderechista Jair Bolsonaro para la Presidencia de Brasil en 2018.

EE.UU ha promovido movimientos anticristianos en todo el mundo. Ronald Reagan (Presidencia 1981-1989) apoyó a los “Freedom Fighters” afganos para que lucharan contra los soviéticos. Estas personas presentadas como honorables, humildes y heroicos combatientes por la libertad, en realidad eran fanáticos religiosos, crueles y retrógrados, que cruzados con el Wahabismo (corriente ortodoxa del Islam) de origen saudí, generaron un monstruo como Al-Qaeda y los atentados a las Torres Gemelas neoyorkinas en 2001.

En América Latina el pentecostalismo le ha generado un enorme daño a la Iglesia Católica. Brasil es el país con la mayor cantidad de fieles de esa religión en el mundo. En 1940 el 95% de su población se reconocía católica, en 2010 ese porcentaje había descendido al 64,6%, mientras los evangélicos, en idéntico período habían pasado del 2,7% al 22,2%, respectivamente. José Eustáquio Diniz Alves, investigador de la Escuela Nacional de Ciencias Estadísticas del Instituto Brasileño de Geografía y Estadística estima que para 2032 los evangélicos serán el 39.8% de la población del país, mientras que los católicos habrán descendido al 38,6% (Ecodebate, 19/02/2024), perdiendo la primacía cuantitativa.

A pesar de lo expuesto, Juan Pablo II no dudó en sostener, especialmente durante la era Reagan, una estrecha alianza estratégica con EE.UU jugando un rol fundamental en la caída de la Unión Soviética a través de sus vínculos con el sindicato Solidaridad de Polonia.

A Juan Pablo II también lo motivaba el deseo de cortar el avance de las líneas progresistas dentro de la Iglesia que se habían fortalecido luego del Concilio Vaticano II (1962-1965), convocado por el Papa Juan XXIII (Angelo Roncalli. Papado, 1958-1963) y continuado por Pablo VI (Giovanni María Montini. Papado: 1963-1978). Juan Pablo I (Albino Luciani), elegido Papa el 26 de agosto de 1978 y muy imbuido del espíritu conciliar, duró apenas 33 días en el cargo. Su súbito fallecimiento llevó al periodista británico, David Yallop, a sostener la hipótesis de un asesinato (¿Por voluntad de Dios?, 1986, Sudamericana).

Ratzinger acompañó a Juan Pablo II durante casi todo su Papado como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, institución vaticana que en otros tiempos recibió el nombre de Santo Oficio y antes de Inquisición. Desde allí, se estableció un férreo control doctrinal contrarreformista que se tradujo en un amplio apoyo a organizaciones religiosas de derecha como el Opus Dei o los Legionarios de Cristo. Este sendero condujo, a su vez, a que el Vaticano ocultara, y hasta encubriera, la pedofilia extendida entre varios miembros del clero, incluidos personajes célebres y presentados como ejemplares. Marcial Maciel, fundador y conductor de los Legionarios de Cristo, fue uno de los casos más sonados de ese derrotero. Maciel terminó desplazado de su posición por los abusos sexuales que protagonizó, el empleo de drogas prohibidas y el lavado de activos financieros.

La Iglesia Católica que se le encomendó a Bergoglio cargaba con todo este legado maldito. Continuar como se venía haciendo hubiera sido una catástrofe y quienes eligieron y apoyaron a Bergoglio parece que lo tuvieron claro. Él también.

Cuestiones personales

Probablemente quien más profundamente investigó al Bergoglio pre Francisco sea el periodista argentino Horacio Verbitsky. Su libro, Los fantasmas del Papa Francisco (2024, El Cohete a la Luna) describe a un hombre ostensiblemente diferente al que emergería luego de su consagración papal. Hasta en los gestos más personales, el Bergoglio del Arzobispado de Buenos Aires, y antes aún como provincial de la Compañía de Jesús en Argentina, era un hombre duro y distante, irreconocible en el pontífice de la sonrisa calidad y frecuente en el que luego devendría. Su pensamiento y su propia carrera eclesiástica estuvieron vinculados a los sectores conservadores de la Iglesia argentina y su rol durante la dictadura cívico-militar-eclesiástica fue inquietante, con la acusación que pesaba sobre él de haber tenido injerencia en el secuestro y tortura de dos sacerdotes jesuitas bajo su responsabilidad, Francisco Jalics y Orlando Jorio.

Excede a esta nota contener los detalles biográficos de Bergoglio que hacen amainar el halo de santidad con que se lo inviste en estas horas, pero ahí están los trabajos de Verbitsky para que cada uno se haga su propia opinión. Sin embargo, hay un dato sugestivo. Durante todos sus años en el Arzobispado de Buenos Aires (1998-2013), Bergoglio nunca aceptó entrevistarse con los organismos de derechos humanos argentinos, pero como Papa los recibió en varias ocasiones publicitadas con gran énfasis.

Bienaventuradas novedades

Hombre agnóstico, Verbitsky no considera al Espíritu Santo como principal factor de perduración de la Iglesia Católica durante dos milenios, sino a su “práctica pendular, que le permitió sumar devociones de cada lado de los sucesivos espectros políticos” (El péndulo, 27/04/2025, El Cohete a la Luna). La transición de Bergoglio a Francisco puede inscribirse en esa dinámica.

Lo cierto es que, de una forma u otra, el pontificado del Papa Francisco retomó los lineamientos del Concilio Vaticano II, el cual se proponía recuperar una parte significativa de esa Iglesia previa al Puente Milvio, lo que para la fe y el mundo, especialmente en tiempos oscuros como los presentes, es una bocanada de luz.

Hubo tres encíclicas publicadas por el Papa Francisco: Lumen Fidei (2013), Laudato Si (2015) y Fratelli Tutti (2020).

En Laudato Si, el Papa Francisco abordó con claridad y determinación un tema rara vez tocado por la Iglesia Católica, la obligación del cuidado medioambiental como un deber de todo cristiano. Citando al Patriarca Ecuménico de Constantinopla, Bartolomé I, consigna como pecados la destrucción de la diversidad biológica, bosques y humedales; la degradación de la tierra, el cambio climático, etc (LS 8). Esta declaración, sumada a reiterados gestos públicos del Papa Francisco, constituyeron una novedad enorme y bienaventurada que, aunque no carece de antecedentes en la cristiandad católica, como lo muestra la vida de San Francisco de Asis (siglo XIII), de quien el pontífice argentino tomó el nombre; sí fueron inéditos como contenido explícito del magisterio oficial de la Iglesia.

Laudato Si vincula también la cuestión medio ambiental a la social. No es factible un desarrollo social con equidad si se destruye el entorno natural.

Fratelli Tutti fue publicada en plena pandemia de la COVID-19. Similarmente inspirada en las enseñanza y el ejemplo del santo de Asis, es un llamado a la solidaridad, el dialogo intercultural e interreligioso; y una crítica a la xenofobia, la globalización regida exclusivamente por el mercado y a la cultura digital deshumanizante y engañosa.

La prédica del Papa Francisco se integró, igualmente, con otras cuestiones, materializadas en acciones y en modificaciones muy relevantes de las prácticas, la gestión y la lógica vaticana. Autorizó bendiciones pastorales no litúrgicas para parejas gays o de divorciados, y el acceso a los sacramentos, tras el discernimiento pastoral, para los/as separados/as vueltos a casar. Realizó cambios que permitieron a laicos y monjas ocupar cargos relevantes en la curia romana por primera vez en la historia eclesial, como es el caso de Simona Brambilla, designada por Francisco prefecta del Dicasterio para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica; o de Raffaella Petrini, presidenta de la Gobernación del Estado de la Ciudad del Vaticano.

En el pontificado de Francisco se impulsó, asimismo, la investigación y castigo de los casos de pedofilia y abusos sexuales dentro de la Iglesia; y se puso límites a organizaciones religiosas de derecha como el Opus Dei, a la que se le quitaron algunos privilegios que detentaba como prelatura personal del Papa, estatus otorgado por Juan Pablo II en 1982.

El compromiso de Francisco con las “periferias”, geográficas, religiosas o sociales, fue otro rasgo de su pontificado. El internacionalista Luciano Anzelini ha tratado este tópico con gran solvencia por lo que remitimos a él para mayores detalles  (El Papa del fin del mundo, 04/05/2025, El Cohete a la Luna).

Una de las apuestas más fuertes de Francisco fue la sinodialidad (“camino conjunto”). Un concepto teológico de una larga tradición que se remonta al Concilio de Jerusalén (50 d.C), contemplado en la constitución dogmática del Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, pero que irrita especialmente a la ortodoxia eclesiástica. La sinodialidad implica la participación conjunta de todos los miembros del Pueblo de Dios, laicos, consagrados, sacerdotes y autoridades, en la búsqueda del discernimiento de la voluntad del Espíritu Santo. En el Sínodo de la Sinodialidad (2021-2024), laicos y mujeres votaron en asambleas sobre temas como el rol de éstas últimas, los ministerios laicales y cuestiones morales. La sinodialidad no funciona como una democracia de mayorías, las decisiones finales las toma el magisterio (obispos y el Papa), pero luego de haber escuchado al Pueblo de Dios.

Ambigüedades, signos, porvenir

Las bienaventuradas novedades no han estado exentas de ambigüedades. Esas que abrevan más en el Papado como una autoridad política mundana, algo tan reñido con el mandato de Cristo como se ha visto, que en su misión evangélica. Veamos dos ejemplos.

Luego de que el presidente argentino de ultraderecha, Javier Milei, insultara públicamente al Papa mientras era diputado nacional, en 2022, fue recibido por el Sumo Pontífice el 12 de febrero de 2024 en una audiencia en la que no faltaron fotos, sonrisas y frases justificatorias por lo antes acontecido. Varios voceros no oficiales de Francisco justificaron el hecho en la apertura a la misericordia y el diálogo que todo buen cristiano debe tener. Sin embargo, este tipo de actitudes genera confusión entre los fieles. Milei no sólo atacó a la persona de Bergoglio, sino que ha denostado valores cristianos fundamentales como la solidaridad y la justicia social, algo que no debería dejarse pasar.

El Papa Francisco, también, criticó el genocidio que Israel perpetra sobre los palestinos en Gaza. El 7 de diciembre de 2024 el pontífice rezó en la Santa Sede frente a un pesebre de madera hecho por artesanos palestinos en donde el Niño Jesús descansaba sobre una kufiya, pañuelo palestino característico. No obstante, en la última bendición Urbi et Orbi que Francisco brindó en la Plaza de San Pedro, a horas de su fallecimiento, el mensaje de Pascua leído por el arzobispo, Diego Ravelli, luego de manifestar que se sentía cerca del sufrimiento del pueblo palestino, incluyó una advertencia por el antisemitismo supuestamente creciente, que es el argumento que usa el gobierno de Israel y los sectores sionistas que lo apoyan en todo el mundo para tratar de callar cualquier crítica al régimen de Tel Aviv, no importa las barbaridades que haga.

Esa ambigüedad, componente del pendular eclesiástico que mencionaba Verbitsky, no se condice con la exhortación de Jesús, “más sea vuestro hablar: Sí, si; no, no; porque lo que es más de esto, del mal procede” (Mateo 5:37).

No obstante, un creyente podría interpretar como signo providencial el fallecimiento del Papa Francisco en las postrimerías del Domingo de Resurrección. Si la verdadera vida está más allá de la actual, entonces el fin de ésta es una apertura a aquélla. Un anticipo de la resurrección que los cristianos creen que llegará para todos y todas al final de los tiempos.

Prólogo promisorio para un Papa de dos mundos

El jueves 8 de mayo de 2025 ha finalizado con un nuevo Papa, el estadounidense Robert Francis (prestar atención) Prevost ha devenido en León XIV. Es prematuro para especular demasiado, pero si para todo Estado los símbolos son una fuente de poder, tan o más grande que el uso explícito del monopolio de la fuerza; para una organización como la Iglesia Católica, que carece de las “divisiones” militares sobre las que Stalin preguntó, según cuenta la leyenda; los gestos y los signos son constitutivos de su influencia en el mundo. Y los signos brindados en sus primeros minutos de Pontificado por el nuevo Papa son promisorios. Lo es también su trayectoria de vida.

Lo primero a decir de León XIV es que es un hombre de dos mundos en un sentido bien literal. Cardenal norteamericano, país de su nacimiento, pasó como misionero 18 años en Chiclayo, Perú, localidad de la que fue obispo entre 2015 y 2023. En sus palabras de presentación, luego de ser ungido Papa, en el balcón del Vaticano frente a una Plaza de San Pedro colmada, empleó tres idiomas para expresarse, el esperado italiano, el obligado latín de la bendición y el sorpresivo e impecable español, la lengua materna de Francisco, utilizado para mandar un saludo a su anterior diócesis peruana que fue mucho más que un guiño a una parte específica de la latinoamericanidad, tal como lo entendió la parte del público que asistía al acto y estalló en aplausos. No hubo una sola palabra en inglés.

Dos de los grandes antagonismos que constriñen al mundo contemporáneo son el de Occidente con Oriente y el del Norte desarrollado, con el Sur periférico. Prevost está atravesado por esta última dicotomía en su propio ser. Una filiación de nacimiento y crianza con el Norte más imperial, una pertenencia misionera con el Sur profundo. Difícil imaginar una combinación más oportuna para estos tiempos.

Esta etapa de la historia de la humanidad también está amenazada por la guerra que se expande y es invocada con fervor por tantos. Y la primer alocución pública de León XIV, la comenzó con la dación de la paz de Cristo resucitado, “una paz desarmada y desarmante”. Segundos después pidió que se le permitiera “dar continuidad a esa misma bendición” que el Papa Francisco había dado a Roma y al mundo entero en la mañana del último domingo de Pascua del pontífice fallecido. Una expresión que no puede entenderse más que como una anuncio de continuidad de la obra del Papa recientemente despedido y a quien su sucesor agradeció con fuerza en dos ocasiones de su discurso de presentación.

“Dios ama a todos y el mal no prevalecerá”, enfatizó León IV, cuyo elección del nombre evidentemente se entronca con el empleado hace más de un siglo atrás por Gioacchino Vincenzo Pecci, León XIII (Papado: 1878-1903), el pontífice de la encíclica Rerum Novarum (1891) con la que comenzaron los esfuerzos para sacar a la Iglesia del oscurantismo en la que la había sumergido Pio IX (Papado: 1846-1878), incluyendo la introducción de la cuestión de la dignidad y el respecto por los trabajadores.

La Iglesia sinodial fue otra de las menciones del novísimo Papa, así como la apelación al diálogo y a la construcción de puentes para lograr el entendimiento y la paz.

El pendular eclesiástico que mencionaba Verbitsky podría ser interpretado por una persona de fe sincera como los esfuerzos de la Providencia en la historia para hacer avanzar la voluntad divina sin cancelar la libertad humana. Es una hipótesis no exenta de problemas teológicos, morales y existenciales; pero no por ello deja de concitar la atención de las mentes atentas a esas cuestiones.

En una Iglesia que se extravió tantas veces en las tinieblas, y en un momento en donde buena parte de la humanidad parece regocijarse con el infierno que puede desatar, que alguien tan relevante envíe como señal de largada el mensaje de que tomará la posta de una de las pocas luces encendidas que puede alumbrar con fuerza, permite cerrar el día promisoriamente. El mañana se verá luego.

Hay que reconocer que a lo largo de dos milenios el contenido profundo de la fe cristiana católica ha sido guardado con llamativa fidelidad por la Iglesia, más allá de las claudicaciones circunstanciales. Ello da crédito a la vigencia de la promesa divina de que “las puertas del infierno no prevalecerán sobre ella” (Mateo 16:18), aunque el cumplimiento de aquélla sea un tanto elíptico. El problema ha sido que sobre aquel núcleo de la fe se montó un cúmulo de hojarasca que propios y ajenos rara vez distinguen de lo fundamental. Si la Providencia realmente opera en la historia seguramente separar la “paja del trigo” en sucesivos movimientos, sea una de las sus tareas prioritarias.


 

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