La apuesta mexicana por un nuevo poder judicial – Por Susana Ochoa

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La apuesta mexicana por un nuevo poder judicial

Por Susana Ochoa*

Nuestro marco mental respecto a la democracia está limitadísimo por decir lo menos. Desde las universidades, los partidos, los medios y los organismos internacionales nos han enseñado que la democracia liberal es el modelo ideal, incuestionable. Su arquitectura institucional –la división de poderes, los contrapesos, los organismos autónomos– se presenta como neutral y técnica. Pero no lo es. En realidad, está diseñada para proteger los intereses de una minoría con poder económico y político. No responde a las mayorías. No responde al pueblo.

Hablar de justicia para las mayorías choca frontalmente con esta lógica. Y cuando se propone que el Poder Judicial sea electo por voto popular, la reacción es inmediata: alarma, pánico, descalificación. Las élites se escudan en la supuesta defensa de la institucionalidad, pero lo que realmente temen es perder el control de un aparato que históricamente les ha servido para blindar sus privilegios.

Ahí está la historia reciente. En 2022, la Suprema Corte de Justicia frenó la reforma eléctrica que buscaba fortalecer la soberanía energética de México, priorizando a la Comisión Federal de Electricidad por encima de intereses privados extranjeros. ¿A quién protegió esa decisión? ¿A las mayorías o a las grandes corporaciones?

O consideremos otro dato demoledor: el 70% de las sentencias de la Corte que han tenido impacto fiscal han servido para condonar impuestos a empresas, no para exigirles cuentas. ¿Eso es justicia? ¿Eso es neutralidad? ¿O es un uso sofisticado del derecho para preservar las relaciones económicas que sostienen la desigualdad?

Y no se trata solo del nivel federal. En lo local, el sistema judicial está profundamente corrompido. Feminicidas, violadores de niñas, agresores reincidentes han sido liberados por jueces que siguen operando sin sanción ni escrutinio público. Para muchas mujeres, acceder a la justicia es una tortura institucional. ¿Dónde estaban entonces quienes hoy se desgarran las vestiduras por la supuesta “politización” de la justicia?

El problema no es que se elija. El problema es quién elige y para qué. Hoy, por primera vez en décadas, personas con trayectoria limpia, compromiso social y sin pactos con el poder económico están contendiendo para formar parte del Poder Judicial. Personas que jamás habrían tenido acceso a una magistratura o una judicatura por los canales tradicionales, cerrados y controlados por redes de compadrazgo.

Claro que también hay perfiles cuestionables. Exfuncionarios corruptos, jueces coludidos, personajes oscuros que ahora buscan legitimidad en las urnas. Pero esa es precisamente la diferencia: al menos hoy podemos verlos, señalarlos y, sobre todo, decidir con nuestro voto.
Frente a eso, algunos argumentan que el Poder Judicial debe ser “contramayoritario”, una especie de barrera para frenar los excesos del poder político. Pero ese argumento encierra una profunda desconfianza en la gente. Supone que el pueblo no sabe elegir, que las mayorías son peligrosas, que la democracia necesita ser tutelada por una élite ilustrada. ¿Y si es justo al revés? ¿Y si esa élite ha sido el verdadero obstáculo para una justicia transformadora?

Lo que se está disputando no es solo una reforma administrativa. Es un cambio de régimen. La posibilidad de que la justicia deje de ser un privilegio blindado por códigos y pactos ocultos, y empiece a ser un derecho ejercido y exigido por las mayorías.

Esta reforma imperfecta no es revolucionaria en el sentido clásico, quizás. Pero sí es lo suficientemente potente como para mover el tablero y cimbrar a una clase acostumbrada a mandar sin pasar por las urnas. Este domingo se abren posibilidades y desafíos fundamentales, pero la mayoría de este país decidió que vale la pena apostar por un nuevo modelo.

*Susana Ochoa es militante de la 4ta Transformación en la Secretaría de las Mujeres.

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