El Libro de Aram
Memorias de un periodista en tiempos de revolucion y contrarrevolución en LatinoaméricaMontevideo / Buenos Aires 2025
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MI NOMBRE ES ARAM
(de eso aún me acuerdo)
¿Por qué escribir todo esto ahora y no 15, 20, 40 años atrás?
Quizá porque muchas de las historias ya no pueden ser confundidas con otras cosas, porque cuando algunos de estos relatos comenzaron a tomar vida en cuartillas a máquina de escribir u hojas sueltas garabatadas, nadie los quería publicar y otros temían que narrar situaciones, hechos, vivencias podía sonar a traición, aunque no sabían traición a qué o a quién. Traición puede ser callarse, puede ser hablar de menos, o hablar de más, o hablar de otra cosa, pero sobre todo hablar de otra cosa simulando que se habla de eso.
Y nuestra literatura de los últimos 45 años está llena de todo esto. Estos cuentos, estos recuerdos, estas anécdotas, estas verdades y quizá falsedades, son producto del trabajo de ahondar en la memoria propia, cada vez más borrosa, llena de frustraciones, fracasos, recuerdos desgarradores, pero también de gestos de solidaridad y de amor, que comienzan en Montevideo y recorren toda América Lapobre. Es volver al pasado, revisando algunos apuntes, otros documentos –muchos de los cuales pedí a mi madre que quemara cuando salí de Montevideo en 1973 y que doña Victoria tozudamente guardó-, algunas servilletas de papel garabateadas, notas periodísticas propias y ajenas, situaciones que me vienen de repente a la memoria por un instante… y se borran después.
Arañando los 80 años se me da por plagiar a Neruda y confesar que he vivido. Antes de que me olvide, tituló mi amigo Alí Rodríguez sus memorias. Y me sorprende hoy, en mi “estudio” porteño con vista al reloj de la Torre de los Ingleses de Retiro, juntarme con tantos papeles que sobrevivieron a las mudanzas a y desde Montevideo, Buenos Aires, Bogotá, Caracas… para que me ayuden a armar este rompecabezas.
Me sorprende que los recuerdos fluyan (o se auto inventen; vaya uno a saber) cuando no logro recordar quien me llamó recién por teléfono. La culpa no la tiene el accidente cerebro-vascular del 2020, sino más de tres cuartos de siglo sobre mis huesos.
Noche a noche, año tras año, en su extrañamiento, uno sueña con el regreso a su país, claro que ese no es el mismo que dejó. El sueño del regreso tiene que ver con una maraña de historias privadas, propias, que lo sitúan a uno en tiempo y espacio. Cuando comencé a escribir mis cuentos del Uruguay y los uruguayos, mi esposa Nora (falleció en 1992 en Caracas) me advirtió que nadie que no fuera uruguayo podría entender nada y que quizá a nadie que no fuera de mi generación siquiera le interesara. Pegó fuerte la Gringa. Sin dudas, y aunque uno trate de evitarlo, hay códigos, signos cifrados, vocabulario, personajes que fueron y son parte de mi vida. Es el esfuerzo por retroceder en el recuerdo, es el intento de recobrar a través de pequeñas historias personales un hilo de nuestra historia colectiva. Antes de que me olvide.
Cada tanto me pregunto si soy lo que soy porque ayer fui lo que era o si más bien soy lo que soy porque he dejado de ser lo que era, se planteaba el chileno Daniel Pizarro.
Si soy el Archug (osito) de mi madre, El enano maldito, como me llamaba el Ciego Barrandeguy en el liceo; El Bolita –líder y consejero de menores de la Asociación Cristiana de Jóvenes-, El Barbas de mis amigos de la noche montevideana y del café concert Procopio, o el Tío Barbas del suplemento La Bella Gente del diario El Día. Rubén (en realidad es mi segundo nombre) de cuando dirigía los campamentos del Instituto de Menores en Las Toscas con “la impresentable” Olguita Pareja; Aro, el del diario Noticias; el Comandante Menos Uno, como bromeaba Hugo Chávez; el papá de Aní…. O simplemente Aram, un nombre de cuatro letras –que entreveradas podría decir amar o arma- pero que parecía impronunciable para muchos y que algunos creyeron que se pronunciaba Arón… También me pregunto qué impresión he dejado en la gente que me ha conocido: sé que ha sido de lo más diversa, desde borrachín hasta referente ético o político. El flaco Viglietti me decía que era un escondedor (“siempre hablás de los demás, pero escondés que vos estabas ahí también”), que había elegido el bajo perfil (¿comparado con mis hermanos?), que hasta mi cuñada creía que era un periodista deportivo… lo que no dejaba de ser cierto, también.
Cuando uno va revisando papeles acumulados durante años y años, cuando va revisando pasos de su vida, en Montevideo, en Buenos Aires, en Bogotá, en Caracas, en las vueltas que di por América Lapobre y el mundo, se pone a pensar cuál es la idea que tiene la gente sobre mí. La de enano cascarrabias, las del hombre coherente con sus ideales, la del profesional del periodismo, la de amiguero, la de formador de cuadros, la del tipo que trabaja siempre desde la segunda línea, lejos de los reflectores y muchas veces pasa inadvertido, la de padre viudo responsable, la del enfermo por llevar adelante un proyecto, la de …
Uno no es una sola cosa, pero en el deber de la vida uno sabe que es, quizá, la amalgama de muchas de esas cosas. Una de mis satisfacciones es haberme rodeado de buenos amigos. Otra que jamás tuve que negociar mis convicciones (quizá porque nadie intentó comprármelas).
Es cierto que hay formas de manejar las palabras, los diálogos, los planos y el montaje con la sutileza de los grandes escritores, pero lo formal muchas veces ha asesinado a lo real. Y muchos se han ido del formato de construcción de aquel Vargas Llosa en la Catedral, o el humor y las disquisiciones de Julio Cortázar en Rayuela. El chileno José Donoso, uno de los latinoamericanos que recomendé siempre, comentaba que basta una coma bien puesta, un plural en lugar de un singular, para lograr que al desprevenido lector se le llenen los ojos de lágrimas. Uno quisiera que su lector lograra ver que se ilumina una calle de la Ciudad Vieja de Montevideo, como Chejov te llevaba de la mano para que caminaras seguro por una callejuela de Kiev. Uno quisiera. Pero Donoso también decía que no todos pueden escribir como Pablo Neruda, que universalizó el caldillo de congrio.
Mi trabajo, durante más de seis décadas, ha sido escribir sobre otros, analizar las realidades, negándome a ver los acontecimientos desde un privilegiado palco, jalveando la vida, detrás de los hechos hasta encontrar al hombre. Ah, jalvear es un uruguayismo viejo que significa escudriñar, mirar de refilón: se dice del marcador de punta en el fútbol que cuidaba con el rabo del ojo al puntero rival para que no se le escapara.
¿Escribir sobre mi vida? Soy tan pobre que ni siquiera tengo nietos a quien contarles estas anécdotas, estos cuentos, estos desvaríos… Seguramente tenía razón La Gringa Nora: ¿a quién le pueden interesar?
Pero intentémoslo. Mi esposa Marita me alienta, aunque me temo que sea para mantenerme sentado frente a la computadora, cuando la pandemia. Tras el accidente cerebrovascular, más conocido como ACV, me han prohibido fumar, pero los Cohiba y los cigarrillos La Paz (uruguayos, negros y sin filtro) me miran recelosos desde la izquierda. Me han prohibido tomar alcohol, pero la botella de ron añejo venezolano me hace guiños desde la derecha. Mejor es matarlos con la indiferencia. Me miro al espejo y vuelvo a mirarme para que me quede grabado que en esto me convertí. Me vienen recuerdos del frondoso jopo de mi niñez y adolescencia, transformado ahora en un solitario pelo blanco en medio del desierto capilar adyacente…
Secuencias del ACV: para no perder los recuerdos trato de anotarlos. La memoria desaparece por momentos y reaparece cuando no tengo bolígrafo a mano. Es la vejez, dicen los desmemoriados. Y no es mala excusa. ¡Ah!: me acordé de unos versos de León Felipe que dicen: “no es lo que trae cansado este camino de ahora; no cansa una vuelta sola; cansa el estar todo un día, hora tras hora y día tras día un año; y año tras año, una vida, dando vueltas a la noria”.
En 1940 un armenio estadounidense, William Saroian, escribió un libro –My name is Aram- con catorce relatos que comparten la voz intensa y poética de Aram Garoghlanian, un despierto muchacho de familia armenia que extrae de cada experiencia su propia lección vital. A más de ocho décadas, casi me atrevo a copiarle el título, sin vergüenza alguna.
Estos relatos son mi canto a la (mi) vida. Decía Ernesto Sábato que así se da la felicidad, en pedazos, por momentos, Cuando uno es chico espera la gran felicidad, alguna felicidad enorme y absoluta. Y, a la espera de ese fenómeno se dejan pasar o se aprecian las pequeñas felicidades, las únicas que existen.
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