Mercosur y la Defensa: una charla que nos debemos
Por Pablo G. Galli
Miremos las cosas con honestidad: cuando hablamos de integración regional, casi siempre pensamos en tratados comerciales, en aranceles que suben y bajan, en intrincados bloques económicos. Todo muy técnico, ¿verdad? Números, porcentajes, cláusulas. Pero, la verdad es que, pocas veces, poquísimas, nos detenemos a pensar por qué, después de más de treinta años de vida compartida, el Mercosur no ha conseguido dar ni un solo paso firme, decidido, hacia una verdadera integración en materia de defensa. ¿Por qué ese silencio tan persistente, casi ensordecedor, en un tema que, nos guste o no, sigue siendo crucial?
Para intentar desentrañar este nudo, hay que permitirse un viaje al pasado, a los cimientos mismos del bloque. Allá por 1991, cuando el Mercosur daba sus primeros vagidos, nuestros países –Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay– apenas estaban desperezándose de sus noches más largas y oscuras. Hablamos de dictaduras, de desapariciones que todavía duelen, de un miedo que se respiraba en el aire. Las democracias eran, en aquel entonces, criaturas frágiles, recién nacidas, que caminaban con pies de plomo. En ese contexto, cualquier intento de susurrar la palabra «defensa» ya despertaba recelos, encendía alarmas. Era, digámoslo sin rodeos, un tema incómodo, casi tabú. Como si mentarlo pudiera, de alguna manera mágica y terrible, traer de vuelta esos fantasmas del autoritarismo militar que tantos preferían, con justa razón, no nombrar.
La literatura especializada, coincide en este punto: las democracias nacientes tienden, casi por instinto de supervivencia, a priorizar la estabilización económica por sobre cualquier otro aspecto de la cooperación entre estados. Y esta tendencia, que ya es fuerte de por sí, se acentúa todavía más cuando existe un pasado reciente de autoritarismo militar, como tristemente fue el caso de los socios fundadores del Mercosur. Los regímenes militares que asolaron el Cono Sur (Brasil entre 1964 y 1985, Argentina del 76 al 83, Uruguay desde el 73 hasta el 85, y el largo periodo de Paraguay entre 1954 y 1989) dejaron una herencia pesada: una desconfianza profunda, casi visceral, hacia cualquier discusión que oliera a cuartel o estrategia militar. Se instaló una «cultura del silencio» en temas castrenses que, lamentablemente, se institucionalizó en los primeros años de democracia, minando desde el vamos las posibilidades de tejer lazos de cooperación regional en esta materia tan sensible.
Así que, la verdad es que, no debería sorprendernos demasiado que, en aquel momento fundacional, los gobiernos prefirieran enfocar todas sus energías, toda su artillería política, en la economía. Era un terreno más fácil de transitar, más tangible en sus resultados, y, sobre todo, muchísimo menos conflictivo. Y así, la defensa quedó tristemente fuera de juego, relegada a un rincón oscuro del tablero regional.
Con el correr del tiempo, sin embargo, hubo intentos, algunos más tímidos que otros, de saldar esa vieja deuda. Quizás el más ambicioso, el que más ilusiones despertó, fue el Consejo de Defensa Suramericano (CDS) de la UNASUR, allá por 2008. Aquello se pensó como un espacio para mirarse a los ojos, para dialogar, para construir esa confianza tan esquiva, para compartir estrategias sin que nadie tuviera que ceder ni un ápice de su soberanía. Y, por un rato, pareció que la cosa funcionaba. Hubo reuniones, ejercicios militares conjuntos, e incluso se empezó a gestar una incipiente comunidad de defensa a nivel regional. Pero duró lo que un suspiro. Bastaron unos pocos volantazos en los gobiernos de turno, el regreso de las viejas desconfianzas y los vientos ideológicos cambiantes para que todo ese esfuerzo se deshiciera como un castillo de arena frente a la primera ola. Los estudiosos que analizaron esta experiencia señalan varios factores para su éxito inicial –liderazgo político consensuado, un contexto geopolítico favorable con gobiernos de tinte progresista, y un enfoque inteligente en medidas de confianza mutua– pero también para su posterior desmoronamiento: los cambios ideológicos, las crisis económicas que siempre golpean primero lo social y lo cooperativo, la polarización regional y, fundamentalmente, una falta de institucionalización efectiva que le diera raíces más profundas.
Hoy, en un mundo que se nos ha vuelto mucho más incierto, más volátil, más desafiante que nunca. Un planeta donde los problemas ya no entienden de fronteras ni piden permiso para cruzarlas: pandemias, crisis humanitarias, catástrofes climáticas, y ciberataques que pueden paralizar un país entero en cuestión de segundos. En este escenario global tan complejo y revoltoso, ¿de verdad podemos darnos el lujo de seguir ignorando el valor, la necesidad imperiosa, de una defensa común, o al menos coordinada?
Porque, además, las Fuerzas Armadas de hoy ya no son, o al menos no deberían ser, solamente esos instrumentos de guerra que conocimos en el pasado. En estos últimos años, y en silencio muchas veces, lo han demostrado con creces. Las hemos visto en las calles repartiendo alimentos cuando la crisis apretaba, montando hospitales de campaña en tiempo récord cuando la salud colapsaba, llevando vacunas y esperanza a los rincones más remotos e inaccesibles de nuestra geografía. Con una eficacia silenciosa, pero contundente. ¿No es ese un capital estratégico, humano y logístico, que vale la pena aprovechar, que merece ser potenciado regionalmente? La literatura académica habla de una «multifuncionalidad» creciente de las instituciones militares: desde apoyo al desarrollo y operaciones de paz bajo bandera de Naciones Unidas, hasta la crucial gestión de desastres y un apoyo, siempre controversial y que requiere marcos claros, a la seguridad pública.
Pero claro, y acá es donde la cosa se pone dificil, plantear hoy una agenda común de defensa en el Mercosur no es simplemente una cuestión de buena voluntad o de reconocer la evidencia. La verdad es que el panorama político regional está marcado a fuego por desencuentros ideológicos profundos y por estrategias de inserción en el mundo que, a menudo, marchan en direcciones completamente opuestas, si no antagónicas. Y en este río revuelto, nuestra Argentina, lamentablemente, parece encontrarse en una encrucijada particularmente compleja, casi un callejón sin salida visible a corto plazo.
La política exterior del actual gobierno argentino caracterizada por un alineamiento casi automático, con Estados Unidos. Una postura que a muchos nos recuerda, con un escalofrío, a aquellas tristemente célebres «relaciones carnales» de los años 90, impulsadas con fervor durante el menemismo. Esta orientación, que privilegia la relación bilateral con Washington por encima de casi cualquier otra consideración, reduce drásticamente los márgenes de autonomía nacional y, lo que es más preocupante para la integración, coloca a la Argentina completamente fuera de sintonía con las prioridades de soberanía estratégica y fortalecimiento regional que, con matices, sí parecen promover otros socios clave del bloque. Los analistas coinciden: estamos viendo una desvalorización de los mecanismos de integración regional y una búsqueda prioritaria de vínculos extra-regionales.
En contraste, y esto hace el panorama aún más intrincado, vemos que Brasil y Uruguay, por ejemplo, están actualmente liderados por gobiernos que, más allá de sus naturales diferencias internas y sus propios desafíos, muestran una voluntad bastante más clara de reposicionar a América del Sur como un actor con voz propia, como un sujeto político autónomo en el complejo escenario global. Mientras unos miran insistentemente hacia el Norte en busca de validación y directrices, otros apuestan por el fortalecimiento de lo propio, de lo regional. Y en ese vaivén, en esa danza de intereses y visiones tan dispares, pensar siquiera en una defensa compartida, en una estrategia de seguridad consensuada, se vuelve, hoy por hoy, una tarea titánica, casi una quimera.
Y es que, llegados a este punto, uno podría preguntarse con genuina frustración: ¿para qué molestarse? Si todo es tan complicado, si las voluntades políticas no acompañan, ¿tiene sentido seguir insistiendo con esta idea de la cooperación en defensa? La verdad es que sí. Suena idealista, quizás. Pero también suena profundamente necesario. Porque si no somos capaces de protegernos entre nosotros, de planificar juntos cómo enfrentar lo inesperado, de echarnos una mano cuando las papas queman de verdad… entonces, ¿para qué sirve realmente una integración, más allá de los fríos números del comercio?
El Mercosur, a pesar de sus achaques y sus crisis, tiene una nueva oportunidad sobre la mesa. No se trata, y esto hay que subrayarlo mil veces, de armar un ejército común al estilo europeo, ni de uniformar doctrinas militares que responden a realidades nacionales diversas. Nada de eso. Se trata, más bien, de algo mucho más sensato y urgente: de pensar juntos cómo podemos cooperar de manera más efectiva, cómo podemos prepararnos como región para esos imprevistos que siempre llegan, cómo podemos ayudarnos mutuamente cuando la cosa se pone realmente difícil. Y todo esto, fundamental, con reglas de juego claras y transparentes, con una mirada eminentemente civil sobre el asunto, y con el foco puesto, siempre, en el bienestar y la seguridad de nuestra gente.
¿Cómo se aterriza esto? Los expertos sugieren caminos basados en el gradualismo –empezar por áreas menos sensibles–, el funcionalismo –enfocarse en problemas concretos con soluciones técnicas–, la flexibilidad institucional y, crucialmente, el innegociable control civil sobre cualquier iniciativa. Podríamos empezar por coordinar de verdad nuestros protocolos para la gestión de desastres y emergencias, que vaya si los tenemos. Intercambiar capacidades logísticas, desarrollar sistemas de alerta temprana que funcionen para todos, entrenar juntos a nuestros equipos de rescate. Pensemos en la ciberseguridad: desarrollar capacidades conjuntas de ciberdefensa, intercambiar información sobre amenazas que no distinguen banderas, proteger esas infraestructuras críticas que a menudo son transfronterizas. Incluso, por qué no, explorar proyectos de desarrollo conjunto en una industria de defensa regional, que genere tecnología y empleo local, estandarizando equipos para facilitar la cooperación. Y, claro, potenciar nuestra participación conjunta en operaciones de paz y ayuda humanitaria internacional, donde nuestra región tiene tanto para aportar.
Para ello, se necesitaría un andamiaje institucional, sí, pero flexible: quizás un Consejo de Ministros de Defensa que marque el rumbo político, una Secretaría Técnica ágil que coordine el día a día, comités de expertos para temas específicos, y hasta un Centro de Estudios Estratégicos del Mercosur que piense la región a largo plazo.
Los obstáculos, no nos engañemos, son enormes. La falta de un consenso estratégico básico sobre cuáles son nuestras amenazas comunes y nuestras prioridades es, quizás, el más grande. La endémica inestabilidad política de nuestros países, con cambios de gobierno que a menudo implican borrón y cuenta nueva, tampoco ayuda. Persisten viejas rivalidades históricas, desconfianzas que se resisten a morir, y presiones de potencias extra-regionales que muchas veces prefieren el divide y reinarás de las relaciones bilaterales. A esto se suman las asimetrías de capacidades militares y económicas, las eternas restricciones presupuestarias que siempre ajustan primero por la defensa o la cooperación, y una brecha tecnológica que nos duele.
Pero no somos los primeros en intentar algo así. La Unión Europea, con todos sus bemoles, ofrece lecciones valiosas: ellos también empezaron de a poco, construyendo confianza, enfocándose inicialmente en la gestión civil de crisis, y manteniendo la compatibilidad con estructuras preexistentes como la OTAN. Su experiencia nos enseña la importancia vital de un consenso político sostenido en el tiempo, de instituciones que funcionen de verdad, y del valor de empezar por proyectos menos controversiales para ir ganando tracción.
Entonces, ¿qué hacer? Primero, construir ese consenso político que hoy no tenemos. Diálogo, diálogo y más diálogo entre los responsables de defensa. Implementar medidas concretas de confianza mutua: más intercambios militares, ejercicios conjuntos transparentes, claridad en los gastos de defensa. Involucrar a nuestros parlamentarios, que son la voz del pueblo, en este proceso. Y avanzar con un desarrollo institucional gradual, empezando por lo técnico, lo funcional, con estructuras flexibles que permitan distintos niveles de compromiso.
Y es que, al final del día, construir una defensa regional no tiene nada que ver con armarse hasta los dientes ni con prepararse para una guerra inexistente entre hermanos. Tiene que ver con algo mucho más profundo y humano: tiene que ver con cuidarse mutuamente. Con tejer esas redes de contención y solidaridad que tanta falta nos hacen. Significa animarse, de una vez por todas, a pensar e imaginar un futuro donde la seguridad y la protección no sean el privilegio de unos pocos afortunados, sino una responsabilidad compartida, un derecho de todos los que habitamos este rincón del mundo. El desafío es considerable, no cabe duda. Pero la oportunidad histórica, si sabemos verla y tenemos el coraje de tomarla, también lo es. Quizás sea hora de dejar de postergar esta conversación pendiente, por el bien de todos.
*Licenciado en Relaciones Internacionales y en Ciencia Política por la Universidad del Salvador. Ex-Representante Argentino en el Centro de Estudios Estratégicos de Defensa de la UNASUR.