¿Un sabotaje planificado? El ataque israelí al ingreso forzado de EE.UU. en la guerra
Por Paula Giménez y Matías Caciabue*
El ataque del 13 de junio no solo marcó el inicio formal de una guerra. Fue un sabotaje cuidadosamente orquestado contra el canal de negociaciones que Estados Unidos venía desarrollando con Irán. En las semanas previas, funcionarios del Departamento de Estado y representantes del gobierno iraní mantenían conversaciones “semi-públicas” en Omán, con el objetivo de reactivar un marco de entendimiento sobre el programa nuclear iraní. La ofensiva aérea israelí -que coincidió con el anuncio oficial de la nueva ronda de negociaciones- no fue solo un acto militar: fue una declaración política de ruptura con cualquier vía diplomática.
El gobierno de Netanyahu sabía que un eventual acuerdo entre Teherán y Washington implicaría el reconocimiento de capacidades nucleares civiles para Irán y el levantamiento gradual de sanciones, un escenario que desafiaba directamente la estrategia de supremacía regional israelí. Por eso, el ataque no fue impulsivo ni reactivo: fue el resultado de una planificación meticulosa cuyos objetivos principales eran boicotear toda posibilidad de acercamiento entre su aliado y su enemigo estratégico, y, por otro lado, desviar el eje de la ofensiva genocida que Israel despliega sobre todos los territorios palestinos desde octubre de 2023, así investigado por la Corte Penal Internacional.
El peso del lobby sionista en Estados Unidos, particularmente del AIPAC (American Israel Public Affairs Committee), operó para consumar el chantaje, empujando al gobierno de Donald Trump a involucrarse directamente en el conflicto, incluso contando con la oposición de actores influyentes dentro movimiento MAGA como Marjorie Taylor Greene, Tucker Carlson y Steve Bannon. Bajo el pretexto del “derecho de Israel a defenderse” y ante una opinión pública condicionada por el discurso de la “amenaza nuclear iraní”, la presión de estos grupos de poder resultó determinante para torcer la balanza dentro del aparato de seguridad estadounidense y forzar la decisión presidencial. Lo que comenzó como una maniobra unilateral israelí, terminó con Estados Unidos bombardeando Irán apenas ocho días después.
Este escenario confirma que la guerra no fue el resultado inevitable de una escalada incontrolada, sino la consecuencia de una estrategia de sabotaje político y militar, impulsada por Israel y sostenida por los sectores sionistas más radicalizados dentro del establishment estadounidense. La diplomacia fue descartada, no porque fracasara, sino porque fue deliberadamente desactivada.
La dimensión nuclear de este conflicto no puede comprenderse sin atender a los elementos de fondo. Como señala el analista Thierry Meyssan, “la República Islámica de Irán no tiene programa nuclear militar desde 1988”. Lejos de intentar desarrollar armamento atómico, Irán “busca descubrir los secretos de la fusión nuclear para su uso civil”, como parte de un proyecto soberano que desafía el monopolio energético de las transnacionales occidentales, y proyectaría un desarrollo tecnológico de vanguardia desde un país del extenso sur global, integrante de la Organización de Cooperación de Shanghai, y de los BRICS desde su ampliación en 2023. Meyssan denuncia que el Mossad israelí ha asesinado científicos nucleares iraníes para frenar ese desarrollo, y que detrás de las operaciones de propaganda que presentan a Irán como una amenaza nuclear se ocultan tanto los intereses del lobby sionista como del complejo petrolero-industrial anglosajón. Además, recuerda que Israel nunca ha firmado el Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares, mientras que Irán sí lo hizo, y ha permitido inspecciones regulares de la OIEA.
En esa línea, el proyecto iraní de desarrollo de la fusión nuclear civil no solo representa una amenaza para el statu quo energético global, sino que además constituye un ejemplo concreto de soberanía tecnológica. La posibilidad de generar energía limpia, abundante y autóctona podría significar un ejemplo que “Occidente” no puede permitirse. El ataque del 13 de junio, entonces, no sólo buscó sabotear una negociación política: también pretendió frenar una vía emancipatoria para los proyectos política de vocación soberanista en el mundo entero.
El ayatolá Alí Jamenei afirmó que los bombardeos estadounidenses contra las instalaciones nucleares iraníes no lograron sus objetivos, y que Donald Trump había exagerado deliberadamente su impacto. Esta afirmación coincide con informes de inteligencia “filtrados” a medios internacionales, los cuales señalan que los ataques apenas habrían retrasado por unos pocos meses el funcionamiento habitual del complejo industrial nuclear de la República Islámica, sin afectar su capacidad estructural ni su proyección tecnológica a mediano plazo.
El alto al fuego del 23 de junio
Un punto de inflexión se produjo el 23 de junio. En un giro mediáticamente no esperado, el titular de la Casa Blanca anunció un alto al fuego entre Irán e Israel. “Israel no va a atacar a Irán. Todos los aviones darán la vuelta y regresarán a casa… ¡el alto el fuego está en vigor!”, publicó Trump en su red Truth Social. Pero la reacción israelí fue inmediata y desafiante: ignorando la directiva de Washington, Netanyahu ordenó nuevos ataques sobre objetivos iraníes, bajo el pretexto de un disparo aislado desde suelo persa. La desobediencia israelí calentó los ánimos de Trump, y evidenció una fractura diplomática profunda entre Tel Aviv y la Casa Blanca.
Como destacó Barbara Leaf, ex subsecretaria adjunta de Estado, “es insólito que el presidente haya reprendido en público al gobierno israelí, instándolos de forma directa a frenar los bombardeos”. La escena fue clara: Trump, de pie en los jardines de la Casa Blanca, visiblemente alterado, declaró ante la prensa que Israel e Irán “pelearon tanto y tan fuerte que no saben qué carajo están haciendo”. En ese gesto se condensa una crisis política de fondo. Incluso algunos analistas ya predicen que Netanyahu, con múltiples casos de corrupción investigados en Israel y con un pedido de captura de la Corte Penal Internacional por genocidio, tiene los días contados.
La desobediencia de Tel Aviv no solo socava la autoridad de Estados Unidos, sino que deja al descubierto la dependencia estructural de Israel respecto del Pentágono. Algunos analistas de la dimensión técnico-militar sostienen que, sin el apoyo logístico y financiero de Washington, Israel sólo podría sostener su defensa antimisiles por 10 o 12 días. El sistema Arrow, que dispara misiles de 3 millones de dólares cada uno, le cuesta al Estado israelí unos 285 millones por noche, una cifra insostenible sin el respaldo del complejo militar-industrial estadounidense.
Un eventual agotamiento de su arsenal antimisiles, agravado por ataques previos desde Yemen y Líbano, ha obligado a EE.UU. a desplegar sistemas THAAD y destructores AEGIS en la región para reforzar la defensa israelí, como lo reveló la revista Military Watch.
Como advierte Augusto Zamora, “Irán no es Siria, tampoco Iraq”. En términos geoestratégicos, Irán posee 1.780.000 km2, 90 millones de habitantes y abundantes recursos energéticos. Israel, en cambio, tiene apenas 26.000 km2 y ocho millones de habitantes, y su defensa depende en un 90% de EE.UU. Desde esta perspectiva, sostiene Zamora, un conflicto abierto en Medio Oriente no solo debilitaría a Israel, sino que representaría “un regalo para Rusia en Ucrania y para China en Asia/Pacífico”. La guerra forzaría a Washington a redistribuir recursos estratégicos, debilitando su capacidad de acción global. Afirma Zamora que “El ataque a Irán es parte de un conflicto mayor, de escala mundial, relacionado hondamente con el cambio sistémico que vive el mundo hoy”.
Palabras de cierre
Estamos ante una coyuntura que señala una crisis histórica en el vínculo entre Israel y su principal aliado. Lo que antes se tejía en los pasillos del lobby sionista, hoy se exhibe públicamente como una lucha descarnada por el curso de un conflicto que no ha terminado. La guerra, la diplomacia y las narrativas aún siguen encendidas.
Lejos del relato triunfalista que ensaya Donald Trump, los festejos multitudinarios en Irán y las imágenes de infraestructuras israelíes reducidas a escombros en pleno centro de Tel Aviv revelan una escena muy distinta. Para un dirigente como Netanyahu, cuya lógica política se alimenta de la sangre inocente de niños palestinos, el alto al fuego no representa una solución, sino una amenaza concreta a una carrera política que lo tuvo más de 20 años en el centro de la escena política de Israel. En este contexto, la reciente reunión de ministros de Defensa de la Organización de Cooperación de Shanghái, que expresó un fuerte respaldo a Teherán, evidencia que el sionismo extremo ha comenzado a encontrar límites concretos a su accionar. En un mundo marcado por la disputa entre Estados Unidos y China -lo que hemos denominado como el “enfrentamiento del G2”- el genocidio planificado en Tel Aviv comienza a chocar con una nueva correlación de fuerzas mundiales.
Así se abre una ventana para que los movimientos populares denuncien con éxito la impunidad israelí, exijan el cese del genocidio en Palestina, y hagan un aporte significativo en la construcción de un nuevo orden internacional basado en el respeto a la dignidad humana, la paz y la justicia. El mundo ya no puede permitirse guerras de exterminio como herramientas de dominación. Frente a la barbarie, la salida no es la neutralidad: es la solidaridad activa entre los pueblos.
* Paula Giménez es Licenciada en Psicología y Magister en Seguridad y Defensa de la Nación y en Seguridad Internacional y Estudios Estratégicos, directora de NODAL. Matías Caciabue es Licenciado en Ciencia Política y ex Secretario General de la Universidad de la Defensa Nacional UNDEF en Argentina. Ambos son investigadores del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE) y NODAL.