Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de NODAL. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.
Carlos Gutiérrez Márquez *
Como todo en política, la democracia es un permanente campo de batalla. Desde sus referentes históricos, pasando por sus connotaciones más relevantes (el mito de Grecia y la ‘democracia’ con esclavos, excluidos pobres y mujeres de la vida política, y la Revolución Francesa, sin libertad de esclavos en las colonias, ni derechos políticos para las mujeres), sus formas actuales y las que debiera encarnar en el futuro cercano, todo ello está en disputa.
No podría ser de otra manera. Como construcción humana, sus características conocidas desde 1789 mutan según la estructura que origina la lucha de contrarios, que bulle en todo cuerpo social. Algo así sucede en nuestros días, según las transformaciones que vive el aún dominante modo de producción capitalista.
Por tanto, no es extraño que, para ciertos sectores del poder, las expresiones más relevantes de la democracia –tal como la conocemos hoy– sean el ideal por defender y prolongar en el tiempo como régimen político. Según su visión del mundo, la existente, la liberal o formal –garantía para conservar y prolongar sus privilegios–, no requiere ajustes. De necesitarlos, sería, por ejemplo, no para ahondar derechos sino para recortarlos. Lo contrario piensan y propugnan quienes están en la acera opuesta, sin acceso a justicia social ni vida digna: ¿cómo lograr que la democracia, más que concepto político, encarne un ideario por materializar en beneficio de la totalidad de quienes habitan un territorio y hacen parte de una sociedad dada?
No es extraño entonces que –ante el anuncio del presidente Gustavo Petro de agregar una papeleta en la próxima elección presidencial, que le pregunte al votante si está de acuerdo o no con citar a una Asamblea Constituyente, con poder de transformar la actual Constitución– se escuche una diversidad de voces reactivas desde el establecimiento, afirmando que “la actual Carta está bien y lo que falta es aplicarla”.
Esas palabras de complacencia con la norma de normas denotan, sin duda alguna, una discutible comodidad con el articulado que protege y brinda seguridad jurídica para los detentadores del poder, además de garantizar la existencia y la prolongación del Estado y todo lo anexo a él. Desde luego, eso es algo que merece, por lo menos, ser repensado.
Como es reconocido por la mayoría de los estudiosos sociales y de otros órdenes, vivimos un tiempo signado por una suerte de policrisis, con manifestaciones políticas, económico-financieras, sociales, militares, sanitarias y ambientales, como clara manifestación del agotamiento al que ha llegado un sistema que copó todos los rincones del planeta que habitamos, convirtiendo cada cosa –hasta el agua, la salud…– en mercancía, con una acumulación de capital que ahora está bloqueada ante un inexistente horizonte que señale caminos para llegar a inéditos territorios por colonizar, así como nuevos recursos por transformar en mercancía. De ahí que mire hacia el mundo exterior, al tiempo que hacia las profundidades oceánicas.
Si la crisis es de tal magnitud, ¿cómo pueden ser suficientes, ideales o pertinentes un modo de producción y un sistema político que han cimentado y potenciado los actuales niveles de injusticia que vemos por doquier? ¿Cómo puede ser adecuado un sistema que da lugar a genocidios como los que hoy arrasan con la población de Gaza, ante el silencio cómplice de los imperios y de las potencias? Pero, también, ¿cómo estar satisfechos con un modelo que propicia la devastación de nuestro entorno natural hasta llevar a la especie humana al borde del precipicio?
En fin, muchas más pueden ser las insatisfacciones sobre las cuales interrogar, y en ellas las que surgen de nuestra propia formación social, con despropósitos prolongados en el tiempo, como la concentración de la tierra cultivable y apta para actividades económicas, en más del 80 por ciento en manos del uno por ciento de los propietarios (Ver, “El lento avance”, pág. 4). Es esta una realidad económica y social en la que el capital financiero es la voz dominante, en ejercicio de una especulación sin límites. Mientras tanto, ¿dónde quedan la producción real de lo necesario para que seamos soberanos como país, y autosuficientes para garantizar nuestra existencia como colectivo humano, que no encuentra asidero material ni la disposición política y económica para ello? ¿Cómo asegurar un país en el que sean posibles derechos como salud, educación, trabajo, vivienda, servicios públicos, todo lo necesario para vivir bajo parámetros básicos, reconocidos en la carta magna, que hoy deben ser comprados y pagados para hacerlos reales?
Si ello es así, ¿Cómo puede ser que la actual Constitución no merezca ser repensada por los millones que somos, en medio de una masiva, constante y ardiente polémica nacional que dé paso a reformar lo necesario y prolongue lo que merezca tal honor? Ciertamente, no se trata simplemente de hacer real la actual normatividad, en tanto que la misma reconoce, permite y prolonga realidades de injusticia como las comentadas. De ahí que pretender revertir tal realidad obliga, en primera instancia, a transformar el cuerpo de normas en cuestión. Dirán algunos que eso se puede hacer mediante reformas por radicar en el Congreso, “uno de los pilares de la democracia”, pero la evidencia de lo sucedido en tres años del actual gobierno, por no remontarnos a las ingratas experiencias de participación social que se han vivido en otros momentos de la historia nacional, desdice tal afirmación. De ahí que la realidad invite a que se abran puertas y ventanas, y asimismo a que se repiensen las normas, de tal modo que el pueblo tenga voz plena y peso efectivo en las decisiones cotidianas que se tomen en la administración de todo aquello que le concierne.
¿Es esto lo que motivó al actual Gobierno a inclinarse por sumar una papeleta constituyente en la próxima elección presidencial? Poco se podría decir aún sobre ello, pues hasta el momento no da pistas abiertas de sus propósitos, y lo que fluye en el ambiente es la pretensión de darle cuerpo a una prolongada campaña presidencial, más allá de lo reglado, procurando, como sucedió con la anunciada consulta popular, energizar el activismo social con una bandera que asegura que “el cambio ahora sí llegará” y lo “realizará el pueblo”.
En todo caso, más allá de lo que haya tras bambalinas en este inicial llamado, la coyuntura en cierne abre una oportunidad para mirarnos como sociedad en los espejos, tanto de nuestra propia existencia como en los de la realidad global, y para encarar el reto de trascender lo que hasta ahora se conoce en los campos social, político, económico, con el afán de hacer de la democracia una vitalidad efectiva de participación, de inclusión directa y decisiva de las mayorías, mucho más que la simple formalidad de elegir y ser elegido.
En medio de la policrisis ya enunciada, este debate, la lucha política que desataría la consulta constituyente y la realización misma de ese espacio asambleatorio son una oportunidad propicia, más que pertinente, para encarar con agudo sentido la crisis que como país cargamos, al tiempo que la propia sinsalida en que está el sistema capitalista.
En el primer plano, a la luz de lo arrojado por los casi tres años de gobierno progresista, corresponde buscarle soluciones alternativas al régimen presidencialista, con sus nefastas manifestaciones de omnipresencia y poder simbólico, manejo casi discrecional de la amplia burocracia del orden nacional, arrinconamiento de los liderazgos sociales y fortalecimiento de su contrario: el caudillismo. Al mismo tiempo, es imperioso discutir sobre el modelo económico, enfatizando en la propiedad de los recursos estratégicos de la nación, asunto sustancial para garantizarle una vida digna a la totalidad que somos, en tanto se avale su administración común y con ello el acceso real a los derechos fundamentales: a luz, agua, gas, pero también, ya en otros planos, a salud, vivienda, educación, transporte.
Estos factores mencionados, en los que los grupos dominantes y las tendencias del orden mundial se muestran tan reticentes, se debe acompañar de estímulos como los precios de sustentación para quienes, como el campesinado, han sido amenazados permanentemente, tanto por la volatilidad del mercado como por las condiciones del clima —agravadas por los destrozos del capital a la base natural. Tales prácticas garantizan , a diferencia de otros países, la ausencia de hambrunas generalizadas., si bien aquí el problema alimentario aqueja a regiones como La Guajira y el Chocó y las zonas más deprimidas de las grandes ciudades, cuya solución podría tener su base en el acopio de la producción de las pequeñas unidades agrícolas por parte del Estado.
Es claro que los relacionados no son asuntos de solución simple, por cuanto el crecimiento poblacional de Colombia implica cada vez más erogaciones (Ver “Futuro incierto”). Lo anterior invita a preguntarse por cómo encarar la realidad de empobrecimiento que somete a millones de familias, preguntando si, para ello, a la luz de lo arrojado por décadas de experiencia, es pertinente una política de subsidios o si más bien corresponde virar hacia una política de inclusión productiva que rompa con el asistencialismo y movilice a millones de personas en pos de liberar ingenio productivo, crear inclusión social y elevar los niveles de autoestima, al tiempo que, con lo generado con su propio esfuerzo, fluyan los necesarios recursos económicos para salir del rincón de sobrevivencia al que los (nos) lleva el actual sistema.
Todo esto implica un debate en el cual entra en cuestión la propiedad de los medios de producción y, con ello, de la tierra. Y, planeando como una gran capa que extienda su sombra sobre la realidad social, el debate sobre lo común como opción frente a lo estatal y sobre el propio Estado, como ente supremo que dice representar al conjunto de un cuerpo social dado. Pero, como es evidente, vela de manera fundamental por la clase que lo apropia y se sirve de él para sus intereses particulares.
No son pocas las posibilidades abiertas por un debate de tal magnitud. La democracia, en sentido histórico y presente, para ahondar en sus reales potencialidades, debe trascender lo político –derecho a elegir y ser elegido, a expresarse, a fiscalizar la gestión del Estado, a integrar organizaciones políticas, a ejercer cargos públicos, etcétera– y adentrarse en lo económico, deliberando y definiendo cómo garantizar que toda persona cuente con el mínimo indispensable que le permita sobrellevar los gastos que le demanda su existencia.
Hoy, cuando la democracia está bajo cuestionamiento de los cultores de la llamada “ilustración oscura”, es bueno traer a colación no solo las formas de gobierno sino también el sentido último del espíritu de la toma de decisiones. El dominio de la tecnocracia, que incluso es avalado con frases como “eso es asunto de los técnicos”, debe llevar a una discusión profunda sobre el sentido del concepto mismo de derechos y necesidades insatisfechas, cuando se esgrimen argumentos como “donde hay una necesidad debe haber un mercado” o “la justicia social es la mayor injusticia de todas”. La democracia, como garante protectora de la vida en su sentido más amplio, debe ser un campo de los mecanismos de existencia digna para todos y no un simple tratado de buenas intenciones.
Naturalmente, se debe entender que una cosa es la reflexión y la discusión y otra lo que al final queda plasmado en la letra como ideales y como instrumento para alcanzarlos. La Constitución del 91 debe quedarnos como paradigma de ello: una cosa es lo plasmado en el papel y otra la realidad. Como un sencillo ejemplo, baste citar lo consignado en cuanto a la fiscalización y el control sobre lo público, y lo que, después de treinta y cuatro años, ha sido implementado al respecto. Recurriendo una vez más a la tantas veces citada conferencia de Ferdinad Lasalle, ¿Qué es una constitución?, quizá no sobra recordar su conclusión: “Los factores reales de poder que rigen en el seno de cada sociedad son esa fuerza activa y eficaz que informa todas las leyes e instituciones jurídicas de la sociedad en cuestión, haciendo que no puedan ser, en sustancia, más que tal y como son”, idea resumida luego de manera perentoria: “He ahí, pues, señores, lo que es, en esencia, la constitución de un país: la suma de los factores reales de poder que rigen en ese país” (1). Diferenciar, entonces, entre una constitución como letra y como cuerpo, es una necesidad, si la posibilidad reformista en cuestión es votada de manera mayoritaria en las próximas elecciones.
Una observación desprevenida de lo acaecido con la democracia desde su elevación misma por parte de la Revolución Francesa, al sitial que antes ocupaba la monarquía, podrá detallar que por parte alguna la sociedad queda involucrada en el manejo de los asuntos económicos de su país. Se podrá opinar y hacer definiciones sobre múltiples aspectos, pero no se encuentran espacios para deliberar y decidir sobre la propiedad y manejo de los medios de producción, factor fundamental para superar la desigualdad social y el prolongado empobrecimiento que, supuestamente, quiere quebrar la neoliberal e irracional política de subsidios a la pobreza.
Uno de los aspectos nodales que darán luces sobre las reales pretensiones del Gobierno con la citada papeleta constituyente es la puesta en marcha, o no, de un masivo, continuo y rápido proceso de politización que englobe al conjunto nacional, en ciudades y campos, para sembrar y hacer posible otra sociedad (en democracia directa, radical) que sí es posible. El preámbulo de un proceso exitoso en la construcción de un país más amable para todos pasa, entonces, por potenciar los factores de poder de los de abajo, fortaleciendo el movimiento social en todas sus aristas: ambientalistas, que puedan traducir en hechos la conservación de la diversidad y de empatía con el entorno; un feminismo que alcance el cambio cultural en el que la mujer logre, en todos los campos, el trato de igualdad que las mujeres exigen y la sociedad necesita; una democratización de los espacios laborales, donde quienes venden su fuerza de trabajo no pasen como entes pasivos ante la toma de decisiones, y un espectro informativo en el cual la discusión seria y no la propaganda, y el sesgo, sean la materia común, entre otros muchos aspectos de lo que significa una sociedad verdaderamente democrática.
Por ello, es indispensable la participación popular en este y cualquier otro proceso político que implique a todos y todas con conocimiento de causa, con capacidad deliberativa y decisiva. De otra manera, la formalidad seguirá primando, las promesas y los mesianismos continuarán cautivando multitudes, con lo cual los de abajo delegarán por más y más tiempo en los de arriba la solución de sus problemas vitales. Si permitimos que así sea, “Al pueblo nunca le toca(rá)”, (2) como lo recordó Álvaro Salom Salón Becerra en uno de sus libros.
Notas
- Lasalle, Ferdinand, ¿Qué es una constitución? https://archivos.juridicas.unam.mx/www/bjv/libros/5/2284/5.pdf, pp. 58 y 65 respectivamente.
- Becerra, Salón, “Al pueblo nunca le to
*Director de Le Monde Diplomatique, edición Colombia.