El tiempo expropiado: tecnologías digitales y el nuevo rostro del capital – Por Paula Giménez

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El tiempo expropiado: tecnologías digitales y el nuevo rostro del capital

Por Paula Giménez*

“El capital no crea desde la nada: coloniza, reorganiza, privatiza. Y ahora también consuela”. Esta frase podría resumir el devenir de nuestra época, signada por una transformación profunda en la estructura del capital, que ha alcanzado una nueva fase histórica: la digitalización total de la vida cotidiana. En este régimen, el tiempo ya no se divide entre lo productivo y lo libre. Todo tiempo es capturado, codificado y convertido en fuerza productiva para el capital. El ocio es trabajo, la distracción es valor, y la conversación es minería de datos.

Como lo expresó Marx en un pasaje premonitorio, “en la sociedad capitalista se produce tiempo libre para una clase mediante la transformación de todo el tiempo vital de las masas en tiempo de trabajo”. Esta afirmación resuena con una vigencia brutal en el presente: las tecnologías de la Cuarta Revolución Industrial —inteligencia artificial, big data, plataformas digitales, asistentes virtuales— funcionan como dispositivos que reorganizan la jornada, redefiniendo el trabajo no ya como un momento separado de la vida, sino como su forma dominante. Vivir se ha vuelto trabajar.

La clave de esta mutación reside en la apropiación del tiempo. Según el informe We Are Social (2025), más de 5.000 millones de personas utilizan redes sociales, pasando más de 60 horas mensuales en estas plataformas. TikTok, por ejemplo, supera las 35 horas por usuario al mes, seguida por YouTube, Facebook e Instagram (We Are Social, 2025). Este tiempo, aparentemente entregado al entretenimiento, es en realidad tiempo productivo, durante el cual los usuarios generan datos, comportamientos, mapas de deseo y subjetividad que son recolectados, procesados y reinyectados en los circuitos de valorización del capital.

No se trata solo de vigilancia pasiva, sino de un nuevo tipo de trabajo social general: una producción difusa, permanente e involuntaria. Esta captura del tiempo está acompañada por una hiperaceleración de la vida que disuelve el devenir histórico en un presente constante, sin memoria ni proyecto, la saturación o sobreabundancia de información da como resultado el no-devenir, o devenir caótico. En este paisaje, el sujeto no se reconoce como productor: vive alienado de su praxis, fragmentado, inmerso en un mar de imágenes que lo distraen mientras lo expropian.

La virtualidad ya no es una capa secundaria de lo cotidiano: es su nueva materialidad. Actúa como campo práctico-inerte que reemplaza la mediación humana con mediación algorítmica, y convierte la experiencia en dato. Las redes sociales crean individuos aislados y tribus pseudo-colectivas, serializadas, cuya colaboración aparente oculta nuevas formas de control. Estas plataformas imponen la soledad como primer estatuto de los individuos en la sociedad, mientras promueven una hiperconectividad que desactiva la reflexión y la imaginación colectiva.

En la actual fase del capitalismo digital, las infancias y juventudes se han convertido en un terreno estratégico para la expansión de la fuerza de trabajo del capital, ya no sólo a través del empleo formal sino por medio de la captura de la atención, el deseo y el tiempo de vida. Como muestran los datos del informe Kids Online Argentina 2025 (UNICEF y UNESCO), el 95 % de los niños, niñas y adolescentes entre 9 y 17 años accede cotidianamente a internet desde un celular propio, y el 80 % utiliza redes sociales todos o casi todos los días. Esta socialización online constante constituye una plataforma de extracción de valor, donde la actividad lúdica y comunicacional es reorganizada como producción encubierta de datos, tendencias, patrones de consumo y entrenamiento para sistemas de inteligencia artificial. Lejos de tratarse de un uso libre o neutral de tecnologías, lo que se observa es una verdadera reorganización del proceso productivo, donde la vida entera —y desde edades cada vez más tempranas— es puesta a trabajar. Como plantea Aguilera (2024), la relación sujeto-trabajo es constitutiva de nuestro ser social, aunque a menudo se presente naturalizada o incluso negada; sin embargo, para el capital no hay ambigüedad: la niñez hiperconectada es, en última instancia, fuerza productiva en expansión.

En esta nueva fase, no solo el tiempo es trabajo. También lo es la afectividad. Asistimos a la consolidación de una industria del consuelo, encabezada por gigantes como Meta. Según datos de Harvard Business Review (2025), la terapia y compañía emocional se han convertido en los usos más extendidos de la inteligencia artificial generativa, por encima de tareas como organizar agendas o resolver trámites. Mark Zuckerberg no ha dudado en afirmar que los “amigos IA” pueden ocupar el lugar de los vínculos humanos ausentes, en una sociedad donde el promedio de amistades cercanas está por debajo de tres (HBR, 2025). Este fenómeno no solo representa un nuevo giro en la relación entre humanos y máquinas, sino que también forma parte de las nuevas tecnologías de la biopolítica. Al crear asistentes digitales que simulan o incluso sustituyen los afectos humanos, el capital no solo controla nuestro tiempo, sino también nuestras emociones, nuestra subjetividad. Así, estas tecnologías se insertan en un sistema que busca la regulación y el dominio de la vida misma, organizando la afectividad humana dentro de las lógicas de consumo y explotación.

Estas tecnologías no solo simulan afecto: lo reorganizan. La IA ya no es solo un asistente, sino una forma de compañía, una presencia personalizada que nos sigue, nos interpreta y actúa en nuestro nombre. Meta AI, según Zuckerberg, ya cuenta con casi mil millones de usuarios mensuales, y se integra a través de aplicaciones, redes y dispositivos portables. Como bien señala el informe de HBR, esta transición hacia una IA agente supone una nueva etapa en la relación humano-máquina: no se trata solo de acceder a datos, sino de delegar decisiones, construir sentido, formar vínculos, incluso llorar a los muertos mediante modelos entrenados para emular voces y personalidades. Este avance constituye una de las manifestaciones más claras de la biopolítica contemporánea, donde la vida y las emociones del sujeto ya no son solo vividas, sino gestionadas y optimizadas para el consumo del capital. La IA se convierte en una herramienta de control sobre la vida, un poder que no solo organiza el trabajo físico, sino también los aspectos más íntimos de nuestra existencia emocional.

En este marco, el capital ya no necesita únicamente producir mercancías. Produce también acompañantes, terapeutas, confidentes, que nos escuchan mientras nos extraen. Se trata de un nuevo modelo de dominación, suave y personalizado, donde el sujeto es interpelado por su carencia —de afecto, de atención, de cuidado— y recibe a cambio un asistente digital diseñado para que nunca se ausente. Este modelo de control es una forma de biopolítica que convierte nuestra vida emocional en un campo de intervención directa, gestionado por algoritmos que monitorean, ajustan y responden a nuestras necesidades de forma constante. La vieja jaula de hierro de Weber se ha vuelto una jaula “soft”: una prisión de estímulos diseñados para satisfacer y explotar al mismo tiempo. Así, la dominación ya no se ejerce solo sobre el cuerpo trabajador, sino sobre la vida en su totalidad, haciendo de nuestra afectividad un nuevo espacio de valorización y control.

Pero estos nuevos dispositivos de poder también suponen nuevas tecnologías de la necropolítica, como forma no sólo de organizar la vida sino de administrar la muerte. En Gaza, el Estado Colonialista de Israel ha convertido la inteligencia artificial en arma de guerra. Programas como Lavender y Fire Factory deciden automáticamente qué cuerpos deben ser eliminados, transformando el cálculo algorítmico en política de exterminio (972 Magazine, citado en We Are Social, 2025). Esta aplicación de la IA a la guerra refleja los nuevos mecanismos de la necropolítica, donde la vida de ciertos sujetos se valora solo en términos de su capacidad para ser destruida, controlada o reducida a mero dato. Aquí, la IA ya no busca organizar la vida, sino gestionar la muerte, deshumanizando a las víctimas al reducirlas a cifras, a puntuaciones, a algoritmos. Así, mientras la biopolítica configura y organiza la vida, la necropolítica, utilizando la misma tecnología, establece nuevas formas de poder sobre la muerte, redefiniendo la soberanía de los Estados en términos de control total sobre los cuerpos y las vidas humanas.

La conclusión es ineludible: lo que está en juego en esta nueva fase del capital no es solo nuestra fuerza de trabajo, sino nuestra vida entera, colonizada hasta en sus espacios más íntimos. En este contexto, la verdadera disputa es por el tiempo disponible, por el tiempo que hoy se realiza en la captura algorítmica y que puede ser destinado a la reflexión, al deseo no mercantilizado y, sobre todo, a la organización colectiva de las clases subalternas. Como afirmaba Sartre, “el arma de un combatiente es su humanidad” (Sartre, 2021). Hoy más que nunca, esa humanidad se juega en la posibilidad de reapropiarse del tiempo y de construir una virtualidad otra, que no reproduzca la dominación sino que habilite prácticas emancipadoras. Frente a tecnologías que gestionan nuestras emociones, que deciden por nosotros y reemplazan nuestros vínculos, la resistencia no puede consistir solo en el rechazo, sino en la creación de espacios de subjetivación donde lo común pueda pensarse y organizarse. Porque decir lo que “es” un ser humano, es decir también lo que puede ser. Y ese poder, que es potencia colectiva y creativa, debe volver a nuestras manos.

* Paula Giménez es Licenciada en Psicología y Magister en Seguridad y Defensa de la Nación y en Seguridad Internacional y Estudios Estratégicos, directora de NODAL. 

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