Serbia en la encrucijada: pasado no resuelto y protestas masivas ¿hacia otra revolución de color? – Por Matías Caciabue
*Por Matías Caciabue
El derrumbe de la marquesina de la estación central de trenes en Novi Sad, que dejó 16 muertos en noviembre de 2024, se convirtió en el catalizador de una de las mayores movilizaciones sociales en Serbia desde la caída de Slobodan Milošević. Lo que comenzó como un reclamo de justicia para las víctimas se transformó en un torrente popular que exige el fin de la corrupción, elecciones anticipadas y una reforma estructural del Estado. Analistas internacionales no han dudado en calificar estas protestas como “la más grande en toda Europa desde 1968”, una rebelión que ha logrado articular en torno a un fuerte activismo estudiantil a todo el arco de la oposición institucional al gobierno del Partido Progresista Servio (SNS, en serbio).
La consigna “Las manos del régimen están manchadas de sangre” pusieron, durante algunos meses del primer semestre de 2025, en serios problemas al gobierno de Aleksandar Vučić, al quien se le impugnan el desempleo juvenil, las desigualdades económicas, y la migración de población hacia Europa. Pero, para entender la magnitud y la profundidad de la actual crisis serbia, es indispensable mirar hacia el pasado reciente. Ese pasado que sigue resonando con fuerza en la memoria colectiva y que condiciona cada decisión política.
Un pasado que no pasa: el peso de las guerras yugoslavas
La Serbia de hoy es heredera directa de las fracturas provocadas por las guerras de disolución de Yugoslavia (1991-2001). La sangrienta contienda en Bosnia y Herzegovina (1992-1995) dejó una marca indeleble, especialmente tras el genocidio de Srebrenica, donde más de 8.000 musulmanes bosnios fueron asesinados por las fuerzas serbobosnias. A pesar del reconocimiento internacional de estos crímenes como genocidio, dentro de Serbia persiste una narrativa que impide cerrar heridas y avanzar hacia una verdadera reconciliación regional.
A esto se suma el recuerdo de los criminales bombardeos de la OTAN en 1999, que durante 78 días atacaron infraestructura civil bajo el pretexto de detener la crisis humanitaria en Kosovo. Según el informe de Human Rights Watch, 90 incidentes con víctimas civiles fueron documentados, incluyendo ataques a puentes con trenes de pasajeros en Grdelica, el bombardeo a la sede de la Radio Televisión Serbia (RTS) en Belgrado que mató a 16 personas, el impacto sobre un autobús en Lužane con 46 muertos y el uso de bombas de racimo en la ciudad de Niš. Estas operaciones, que causaron entre 489 y 528 muertes de civiles según estimaciones, son recordadas en Serbia como actos de agresión y humillación nacional, consolidando un sentimiento antioccidental que sigue vigente. Se afirma, con cierta justeza, que los crímenes de Milošević terminaron ocultando la también sanguinaria y persistente pretensión de Washington y Bruselas: Fragmentar a Bosnia, país clave para cualquier proceso de integración en los Balcanes, constituye un capítulo fundamental en las dinámicas geopolíticas de Europa Central y en la inevitable, aunque disputada, integración económica euroasiática que marca el siglo XXI.
En ese sentido, otro elemento de este legado traumático es la independencia de Kosovo, declarada unilateralmente en 2008 y sostenida por la OTAN, la Unión Europea y Estados Unidos. Para muchos serbios, se trata de una amputación territorial impuesta desde el exterior, un símbolo del neocolonialismo occidental. La negativa de Belgrado a reconocer la independencia de Kosovo continúa tensando sus relaciones con Occidente, al tiempo que fortalece la alianza estratégica con Rusia y China, vistos como garantes de la soberanía serbia.
Geopolítica de las protestas: ¿revuelta popular o revolución de color?
La magnitud y persistencia de las manifestaciones han llevado al presidente Vučić a denunciar una operación externa de desestabilización, señalando a actores occidentales como responsables de fomentar un nuevo episodio de las llamadas “revoluciones de color”.
Serbia no es Ucrania, y difícilmente éstas protestas configuren un nuevo “euromaidán”, debido a que gran parte de la población, incluido importantes sectores estudiantiles, recuerdan las intervenciones extranjeras de las últimas décadas y ha sido, en parte, un elemento para estabilizar relativamente la crisis política abierta luego de la mencionada tragedia de Novid Sad de noviembre del año pasado.
Sin embargo, la heterogeneidad del movimiento -donde convergen estudiantes, sindicatos, profesionales, organizaciones de la diáspora y políticos oportunistas- revela una base social amplia, con sectores interesados ó encandilados por las luces del “progreso occidental”, sin comprender que ni Washington ni Bruselas pretenden repartir su “luz” con Belgrado.
Lo que está de fondo es otra cosa: Desde la crisis financiera de 2008, se abrió una disputa por el control geoestratégico de la llamada conexión euroasiática. Ese eje, que une Europa Central y Asia, se convirtió en uno de los principales escenarios de competencia entre potencias. La pandemia mundial de Covid-19 no alteró esa tendencia, sino que la profundizó. La guerra entre la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y Rusia, con epicentro en Ucrania, confirmó que el equilibrio mundial atraviesa un proceso de reconfiguración. En ese contexto, los países de Europa Central y los Balcanes occidentales ocupan un lugar cada vez más sensible.
El desenlace permanece abierto. Lo que está en juego no es solo el futuro político de Serbia, sino su lugar en un mundo marcado por la competencia entre bloques geopolíticos, en eso que hemos definido como el “enfrentamiento del G2” (EEUU-UE vs. China-BRICS, y sus redes económicas, tecnológicas e institucionales), y el actual escenario podría derivar en un realineamiento geopolítico del país.
En la memoria serbia resuenan los ecos de las guerras, los bombardeos y las pérdidas territoriales. Quizás allí radica la clave para entender un presente donde la lucha por el futuro está inevitablemente anclada a las cicatrices del pasado.
*Matías Caciabue es Licenciado en Ciencia Política y ex Secretario General de la Universidad de la Defensa Nacional UNDEF en Argentina. Es investigadores del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE) y NODAL.