Democracia en América Latina: entre la esperanza y el secuestro oligárquico – Por Daniel Jadue

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Democracia en América Latina: entre la esperanza y el secuestro oligárquico

Por Daniel Jadue

La democracia en América Latina atraviesa una crisis profunda. No se trata solo del desencanto ciudadano con la política institucional, sino de una disputa real por el sentido mismo de la democracia. ¿Es acaso democracia un sistema reducido a votar cada cuatro o cinco años, donde las élites económicas y mediáticas definen de antemano quién puede gobernar y hasta dónde puede llegar un gobierno popular?

Las elecciones recientes en varios países revelan la misma paradoja: los pueblos siguen apostando por proyectos de transformación, pero las reglas del juego están diseñadas para neutralizarlos y conducirlos lo más cerca del fracaso posible. En Brasil, Lula retornó al poder tras derrotar a Bolsonaro, pero lo hizo en un escenario de cerco judicial, mediático y parlamentario que limita cada paso de su gobierno. La democracia brasileña se presenta como un campo minado, donde el lawfare y la ultraderecha organizada en las calles ponen en cuestión hasta la legitimidad del sufragio.

En Argentina, el triunfo de Milei con un discurso abiertamente antidemocrático demuestra la fragilidad de las instituciones frente a la manipulación mediática y el desgaste de las experiencias progresistas. El voto popular fue capturado por la promesa de “libertad” entendida como privatización y ajuste, en un país donde la pobreza alcanza niveles alarmantes. ¿Qué democracia es esta, en la que el hambre convive con la concentración obscena de la riqueza y donde el FMI dicta la política económica nacional?

El caso de Bolivia es aún más doloroso. La división interna del MAS permitió que las candidaturas de derecha y extrema derecha dominen el escenario electoral y se aseguren un control parlamentario absoluto. Es la crónica de un desastre anunciado: cuando la izquierda olvida que la unidad popular es condición de supervivencia, la democracia se convierte en una vía expedita para restaurar el poder oligárquico y desmantelar en meses lo que costó décadas construir.

En Chile, la democracia sigue atrapada en la camisa de fuerza de la Constitución neoliberal de Pinochet, pese a la revuelta social de 2019. El rechazo a la nueva Constitución primero por la derecha y luego por sectores conservadores de la centroizquierda dejó claro que las élites no están dispuestas a perder sus privilegios. La democracia chilena se ha transformado en un mecanismo de administración del modelo, no en un espacio de decisión real para los pueblos.

En México, la reciente elección mostró la continuidad de un proceso popular con la victoria de Claudia Sheinbaum, heredera del proyecto de López Obrador. Pero también dejó en evidencia la presión externa de Estados Unidos y el desafío interno de enfrentar poderes fácticos, narcotráfico, grandes capitales, jueces y medios, que buscan limitar cualquier intento de soberanía real.

Lo que une a todos estos procesos es la constatación de que la democracia liberal en América Latina es profundamente limitada y está secuestrada por poderes que no se someten al voto popular: corporaciones, sistemas financieros, medios de comunicación y aparatos judiciales. Los pueblos votan por cambios, pero los verdaderos centros de poder se encargan de bloquear, condicionar o destruir esas transformaciones.

La democracia que necesitamos no puede reducirse a procedimientos formales. Debe ser participativa, popular y soberana. Eso implica construir instituciones donde la voz de los trabajadores, de los pueblos originarios, de las mujeres y de la juventud no quede subordinada a la lógica del mercado. Significa democratizar la economía, el acceso a los medios, la justicia y la planificación territorial. Significa recuperar el control de nuestros recursos naturales como condición básica de autodeterminación.

Hoy, América Latina se debate entre dos caminos: una democracia como simple administración del neoliberalismo, o una democracia real que haga posible la emancipación. Y esa definición no se dará en las cúpulas ni en los salones del poder, sino en las calles, en los territorios y en la capacidad de nuestros pueblos de organizarse, resistir y avanzar hacia un horizonte común de justicia social y soberanía.

La lección es clara: sin unidad popular, sin integración regional y sin construcción de un bloque histórico capaz de enfrentar al imperialismo y a sus lacayos, las oligarquías locales, la democracia en América Latina seguirá siendo un ritual vacío. Solo cuando la democracia se viva como poder popular efectivo podremos hablar de libertad verdadera y no de su caricatura liberal.

 

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