Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de NODAL. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.
Luis Britto García
Decía Karl von Clausewitz que la guerra es la continuación de la política, por otros medios. Añado que la política es la continuación de la cultura, por otras vías. Ni conflicto armado ni proyecto político se sostienen sin base de consenso cultural. Si, según Clausewitz, la finalidad de la guerra es imponer nuestra voluntad al enemigo, la de la guerra cultural o cognitiva es imponerse al adversario haciéndole creer que somos sus amigos.
La estrategia de la guerra convencional apunta a la destrucción o el apoderamiento de la infraestructura material del adversario; la guerra cultural tiene como objetivo fundamental la destrucción, el apoderamiento o la suplantación de sus superestructuras ideológicas: vale decir, de su conciencia.
Decían Marx y Engels en La Ideología Alemana que “Las ideas de la clase dominante son, en todas las épocas, las ideas dominantes; es decir, la clase que es la fuerza material dominante de la sociedad es, al mismo tiempo, su fuerza intelectual dominante. La clase que dispone de los medios de producción material controla, al mismo tiempo, los medios de producción intelectual, de modo que, en general, las ideas de quienes carecen de ellos están sujetas a ellas. Las ideas dominantes no son más que la expresión ideal de las relaciones materiales dominantes, entendidas estas como ideas”.
Este párrafo magistral nos define de una vez la táctica y la estrategia de la guerra cultural. La táctica vale decir, la definición de los medios del conflicto, se centra en el apoderamiento, control, destrucción o sustitución de “los medios para la producción intelectual”. La estrategia propone la destrucción, modificación o suplantación de “las ideas dominantes” impuestas por quienes ejercen su fuerza intelectual dominante; convirtiéndose de hecho en dicho poder.
Sostuvo Emmanuel Kant que nunca llegaremos a conocer la cosa en sí, la verdad definitiva y última sobre la realidad. Conocemos solo imágenes aproximativas e inciertas del mundo, pero que nos confieren cierto poder sobre él. El propósito de la guerra cultural es modificar la representación del mundo de un grupo social e imponerle otra afín de los intereses del agresor.
Así como en las tácticas de la guerra convencional se proponen la aniquilación, captura y avasallamiento de las infraestructuras materiales —naturaleza, mano de obra, herramientas, fábricas, ciudades y fortificaciones— las de la guerra cultural apuntan fundamentalmente a la captura y sometimiento de los aparatos y operadores de las superestructuras ideológicas: sistema educativo, medios de comunicación y entretenimiento, redes de creación, circulación y distribución de productos culturales, institutos de investigación científica, instancias de legitimación, cultos y creyentes.
La guerra convencional persigue la destrucción o el apoderamiento de los bienes del enemigo; la cultural que el adversario adopte las creencias, valores, motivaciones, actitudes y conductas que el enemigo desea imponerles.
La convencional ocupa el territorio; la cultura, la conciencia, de modo que la víctima piense y opere como súbdito, soldado o policía al servicio de su enemigo.
Guerra convencional y guerra cultural se complementan como las dos caras de una moneda. La conquista de América consistió, en una parte significativa, en imponer a los invadidos la religión, lengua y manera de pensar de los invasores. Para ello se implantaron en el nuevo mundo los templos, las jerarquías sacerdotales, los sacramentos, las escuelas, las universidades, las academias, los docentes, las artes, las leyes de los invasores, hasta que la institucionalización de la obediencia permitió sustituir la violencia física por la mera amenaza de ella.
Todas las estrategias, tácticas y etapas de la confrontación violenta están presentes en la guerra cultural, aunque esta no se limita a ellas. La ofensiva cultural comienza muchísimo antes de la declaratoria formal del conflicto convencional, se intensifica durante él, y se prolonga casi indefinidamente después de su aparente decisión. La guerra convencional es intermitente: la cultural, perpetua. En la primera, las etapas de confrontación abierta tienden a ser limitadas; a través de la cultura no tiene tregua.
Muchos esquemas pueden ser aplicados para definir las categorías de la guerra cultural. El método de los roles actanciales, de Julien Algirdas Greimas, permite clarificar la naturaleza de la confrontación y de sus protagonistas.
Postula Greimas que en toda narrativa —sea filosófica, sociológica, ficcional o incluso poética— figuran un conjunto de actantes o protagonistas que la definen. Así, todo relato incluye: 1) un sujeto que desea 2) un objeto del deseo, es decir, la cosa, persona o situación que codicia el sujeto deseante 3) un oponente, que obstruye alcanzar el objeto del deseo 4) un ayudante, que contribuye o facilita el logro del objeto del deseo 5) un destinador, que opera la entrega de este último y 6) un destinatario, que recibe el objeto deseado.
El objetivo de toda guerra cultural —aunque también de la convencional— es definir estas categorías e imponer tales definiciones a los actores decisivos del conflicto, o por lo menos a su mayoría. Quien impone su imagen de la realidad decide la confrontación.
Apliquemos este método a un análisis sumamente simplificado del marxismo. En éste, un sujeto (la humanidad) desea un objeto (la sociedad igualitaria sin clases ni explotadores, la propiedad social de los medios de producción). Un oponente (las clases dominantes, sus ideólogos y los cuerpos represivos) obstaculiza su logro; un ayudante (el proletariado) lo facilita. Un destinador (la humanidad organizada como partido comunista y dictadura del proletariado) lo entregará al destinatario (la humanidad unificada como internacional).
Apliquemos el mismo método al capitalismo. Un sujeto (la clase capitalista) desea un objeto (total apropiación de medios de producción y de consumo del planeta). Un ayudante (cuerpos represivos, políticos, aparatos ideológicos) le apoya, un oponente (trabajadores, socialistas) le estorba; un destinador (total alianza de estado y capital monopólico) lo entregará a un destinatario (total concentración del capital). Así se clarifica todo.
Nuestra Guerra de Independencia fue a la vez contienda convencional y guerra cognitiva. Todo conflicto y la resistencia a él requiere la constitución cultural de un sujeto. Nuestra liberación requirió la definición del sujeto Venezuela como ente autónomo y distinto de la España imperial. Andrés Bello escribió una gramática para uso de americanos, para diferenciar nuestro castellano del peninsular. Simón Rodríguez desarrolló una filosofía de la educación, para liberarla de la pedagogía clasista, retórica y escolástica de la metrópoli.
Bolívar liberó indígenas y esclavos e igualó pardos a fin de incorporarlos en el nuevo sujeto de la República. Todavía más lejos apuntaban nuestros libertadores: a un sujeto continental, la Patria Grande Americana, prevista en el incanato de Francisco de Miranda, esbozada en el Congreso Anfictiónico de Panamá, y dentro de ella, a la Unión de Venezuela, la Nueva Granada y Quito en el cuerpo político denominado en ese entonces Colombia.
En la confrontación independentista, los adversarios intentaron definir un sujeto diametralmente opuesto. El pensamiento mantuano denigró de nuestros pueblos como inferiores; el positivismo de Indias todavía los estima súbditos congénitos de las potencias hegemónicas. La lucha por la identidad es el esfuerzo de constituirnos como sujeto, diferenciado de explotadores y opresores, con derecho a ambicionar nuestro propio objeto del deseo: la igualdad social, el desarrollo de nuestras capacidades creativas y productivas, la independencia económica, tecnológica y cultural. La obsesión de Trump por descalificarnos como malhechores, capturados por cazarrecompensas, internados sin fórmula de juicio en campos de concentración extraterritoriales es una ofensiva para destruirnos como sujetos y castigarnos por serlo. La guerra convencional aniquila vidas, la cultural, identidades.
La definición de los actantes en la guerra cultural o guerra cognitiva depende así en gran parte de la determinación del sujeto. ¿En definitiva, qué somos, vale decir, qué defendemos? ¿Un proyecto de colaboración de clases? ¿Una sociedad escindida entre explotadores dueños de los medios de producción y explotados sin propiedad? ¿Un bazar para inversionistas foráneos privilegiados con inmunidad tributaria, recursos naturales y trabajadores gratuitos? ¿O un proyecto socialista, con propiedad social de los medios de producción, trabajo de cada quien según sus capacidades, remuneración de cada quien según su trabajo y recursos firmemente apropiados para el interés colectivo? Elegir lo que somos determina en gran parte nuestro objeto del deseo y, por consiguiente, quiénes serán nuestros adversarios, ayudantes, destinadores y destinatarios.
Toda guerra se libra por conquistar un objeto del deseo o impedir que lo logre el adversario; la definición de este propósito nos constituye o nos destruye. La batalla por el sujeto pasa por la constitución o destrucción del objeto del deseo. Si este es definido de manera confusa, difusa o contradictoria, difícilmente se lo logrará, o su conquista no producirá efectos positivos. En el orden interno, postular como objeto la colaboración de clases es vaciar de motivación un movimiento político. Tal complicidad fue impuesta desde la invasión europea de la conquista. En el orden externo, pactos para asistirse recíprocamente en la preservación del statu quo no son instrumentos de combate, sino de sujeción. No otra cosa era la dependencia del orden colonial.
Así, desde la invasión europea, todas las instituciones, narrativas, signos y símbolos de la guerra cultural están dirigidas a instilarnos como objeto del deseo, el parecernos a nuestros opresores. El realista, y luego el pitiyanki o el servidor incondicional del capital foráneo, son el resultado de esta autonegación impuesta. Quien no sabe lo que es no va a ninguna parte.
Nuestra elección de objeto del deseo lleva consigo la del oponente y la del ayudante. Estrategia invariable de todo enemigo es la de presentarse como amigo. Nada más errado que asumir que nuestro adversario nos proporcionará lo que queremos. El capital transnacional lo quiere todo a cambio de nada. Privilegiarlo es despojarnos. Toda alianza tiene un costo; hay que evitar la que implica perderlo todo.
Todo conflicto suscita también la definición y a veces la creación de un destinador (el que nos proporcionará la paz, la victoria, la autonomía). Para independizarnos debimos crear ejércitos republicanos; para afirmarnos, partidos revolucionarios. Inducirnos a pensar qué capitales foráneos inmunes a la tributación y las leyes locales colmarán nuestros deseos es la mayor victoria que puede plantearse el enemigo en la guerra cognitiva.
Igual de trascendente es la elección del destinatario. Si los esfuerzos de un conflicto han de beneficiar a un tercero, o solo a una clase privilegiada, o a un representante del adversario, ganamos una victoria pírrica. La definición y elección de destinador y destinatario en definitiva deciden por quién y para quién se librará el conflicto.
De la claridad y certidumbre al delinear estas categorías y la forma de manejarlas depende el desarrollo y la suerte tanto del conflicto de violencia física como el cultural.
Las líneas anteriores definen la estrategia, es decir, los fines generales y últimos de la guerra cultural o guerra cognitiva. Para lograrlos, se debe asimismo desarrollar una táctica, es decir, la articulación, localización y formas de dominar los medios de producción intelectual: los entes e instituciones de creación, imposición y preservación de la superestructura ideológica.
Ello requiere un censo de tales instituciones, de su lógica de funcionamiento institucional y material, sus necesidades y los procedimientos mediante los cuales crean y difunden imágenes. Es tarea compleja que debe examinar, entre otros, el aparato educativo, el de investigación científica, el de creación intelectual y artística, el financiero, el de información, el de entretenimiento, el religioso, el de administración financiera, los propios aparatos de fijación de la estrategia y la táctica de la guerra convencional, así como el contingente de los intelectuales: los combatientes de la guerra cultural.