Chile: la dictadura invisible, el totalitarismo del capital financiero
Gustavo Burgos *
«Chile debe dar la señal clara de que aquí no se improvisa en materia económica; la disciplina fiscal es la base de la credibilidad del país en los mercados internacionales.(Alejandro Foxley en El Mercurio, 23 de junio de 1991).
“Chile ha mantenido un compromiso ejemplar con la disciplina fiscal y la autonomía del Banco Central, lo que constituye un ancla de credibilidad para los inversionistas internacionales.”(Informe FMI, Artículo IV, 2018).
Por décadas, la narrativa oficial celebró la “solidez macroeconómica” de Chile como un ejemplo de estabilidad y responsabilidad fiscal. Bajo esa superficie, se consolidó una arquitectura económico-institucional cuyo centro no está en la producción ni en el trabajo humano, sino en el capital financiero. Esa hiperconcentración del poder económico, encarnada en la tríada Banco Central–Ministerio de Hacienda–AFP, constituye la base material de las tendencias bonapartistas y autoritarias que hoy recorren el régimen político chileno y laceran al conjunto de la sociedad.
El blindaje constitucional del capital financiero
La Constitución de 1980 no solo definió reglas políticas autoritarias: inscribió en el corazón del orden jurídico la independencia del Banco Central. Esta independencia no es un gesto técnico, sino un mecanismo de clase: significa impedir que el poder político —incluso bajo gobiernos elegidos— pueda intervenir en la orientación del crédito, la emisión monetaria o el financiamiento estatal.
Así, el Estado chileno fue amputado de instrumentos clásicos de política económica. Obligado a vivir bajo una estricta disciplina fiscal, quedó sometido al capital financiero, que pasó a manejar la liquidez y a capturar rentas extraordinarias a partir del control del crédito, la deuda y los fondos previsionales. Lo que en el discurso liberal se llama “neutralidad técnica” es, en realidad, la colonización del Estado burgués chileno por el capital ficticio transnacional.
Hacienda: continuidad por sobre democracia
La impotencia del Banco Central para intervenir en el desarrollo productivo se complementó con el verdadero centro de poder: el Ministerio de Hacienda. Aunque esto fue instalado en dictadura, es desde Alejandro Foxley en adelante —hasta Marcel— que Hacienda se transformó en la garante de la continuidad del modelo, ahora sin ningún tipo de cuestionamiento. La regla fiscal, la obsesión por la calificación crediticia y el culto al “superávit estructural” fueron instrumentos para subordinar el ciclo político a las necesidades de los acreedores y los mercados internacionales.
Este hecho económico y material de fondo transformó la alternancia presidencial en algo irrelevante. Lo decisivo fue la continuidad de Hacienda y su red de tecnócratas, convertidos en representantes del bloque financiero en el aparato estatal. El régimen de los 30 años puede entenderse como la prolongación de esta hegemonía tecnocrática, que mantuvo la ortodoxia incluso en medio de crisis y cambios de coalición.
Las AFP: corazón del capital ficticio
El sistema de pensiones por capitalización individual, impuesto en dictadura, se erige en este contexto como el pilar que sostiene esta dominación. Las AFP concentran un ahorro forzoso gigantesco que bordea los US$200.000.000.000 (doscientos mil millones de dólares), lo que, para una economía que apenas supera los US$300.000.000.000 (trescientos mil millones de dólares), no garantiza jubilaciones dignas, porque no está diseñado para ese fin, sino para alimentar uno de los mercados de capitales más profundos y dinámicos de América Latina.
Los fondos previsionales son invertidos en bonos del Estado, deuda privada y acciones de las principales empresas chilenas. El resultado es doble:
- Los grandes grupos económicos acceden a financiamiento barato y estable.
- El Estado y el Banco Central ajustan toda su política para resguardar la rentabilidad de estos activos.
De esta manera, la política monetaria como resguardo del capital ficticio en Chile se expresa de manera aún más cruda: como independencia monetaria y fiscal, y como el escudo de hierro de las AFP y del capital financiero.
Base económica de la deriva autoritaria
La consecuencia política de esta hiperconcentración es clara. Un orden en el que el capital financiero controla el crédito, las pensiones y la liquidez necesita blindarse contra cualquier cuestionamiento social. De ahí derivan las tendencias al bonapartismo que estuvieron presentes tanto en el régimen de los 30 años como en el presente surgido del Acuerdo por la Paz.
Esta es la base material del sistemático y sistémico ataque a las conquistas sociales y libertades democráticas que caracterizan al régimen, ya que la vigencia de los derechos sociales y democráticos, el financiamiento público de derechos universales chocan con la camisa de fuerza fiscal que cautela el Estado. La precarización laboral y la fragmentación de la fuerza de trabajo, son consecuencias directas de este enorme proceso económico.
En un plano más específico, tal tendencia bonapartista está presente en la endémica rigidización del sistema electoral y en la construcción de mecanismos de reproducción institucional diseñados no solo para anestesiar todo conflicto social, sino para evitar que tales mayorías siquiera se expresen formalmente. Esto, a la postre, deviene en la configuración de un modelo de represión e impunidad, en el que el conjunto del aparato represivo, policial, judicial y hasta normativo cumplen la función de resguardar la estabilidad de un régimen que vive de extraer rentas financieras del trabajo empobrecido.
El bonapartismo no aparece como un capricho político, sino como la forma política adecuada a un orden donde la acumulación se sostiene no en la expansión de la productividad, sino en la valorización financiera del ahorro forzoso y el crédito. El majadero discurso de «los acuerdos» que cada gobierno ha sostenido desde 1990, la obsesión del régimen por lo «transversal» y lo «técnico», está muy lejos de ser una moda: es, en realidad, una imperiosa necesidad política del capital.
El estallido y la crisis de legitimidad
El ciclo abierto en octubre de 2019 mostró la grieta en esta arquitectura: millones cuestionaron directa y precisamente el poder de las AFP y, con ello, el corazón del modelo financiero. El reclamo de la «Asamblea Constituyente» fue inoculado en realidad por el activismo de izquierda, pero, sobre todo en las primeras semanas, las consignas que agitaron el movimiento, además de atacar a Piñera, reclamaban contra las AFP y materialmente atacaban en las calles todos los símbolos y locales de las grandes empresas financieras. El estallido fue una rebelión no solo contra la desigualdad, sino contra la estructura de dominación que hizo del capital ficticio el soberano real del país. Que este hecho no haya merecido hasta ahora mayor análisis no hace sino reforzar la trascendencia de esta cuestión.
La respuesta del régimen —como bien sabemos— fue blindarse más: criminalización de la protesta, pacto constitucional y un reforzamiento del discurso del “orden” frente al “caos”. Dentro de este blindaje siempre estuvo el Banco Central. En efecto, si algo jamás entró en discusión durante este proceso— ni aun en la Propuesta Constitucional del 2022— fue el carácter autónomo del Banco Central, al que según esta Propuesta se buscaba «modernizar y ampliar», incorporando la estabilidad económica, el empleo, la sostenibilidad ambiental y el desarrollo inclusivo como fines explícitos, además de los objetivos clásicos de estabilidad de precios y funcionamiento del sistema financiero.
Conclusión: el régimen financiero como dictadura de clase
La experiencia chilena muestra con nitidez que la política monetaria no controla la economía real, sino que protege a los acreedores. Acreedores conformados por el sistema bancario nacional y transnacional. En Chile, este principio fue elevado a dogma constitucional y se convirtió en la base del régimen político.
El Banco Central “independiente”, la continuidad tecnocrática de Hacienda y el poder de las AFP conforman el trípode de una dictadura de clase que subordina toda la vida social a las exigencias del capital financiero. La deriva autoritaria, el bonapartismo y la represión no son anomalías: son la forma política natural de un orden que vive de expropiar el valor del trabajo y blindar su acumulación contra cualquier irrupción independiente de las masas.
Esto significa que cualquier programa revolucionario serio en Chile —en medio de una situación donde la acumulación descansa sobre el crédito, la deuda y los fondos previsionales— debe situar la expropiación del sistema financiero en el centro. No como fórmula abstracta, sino como medida concreta de: nacionalización sin indemnización del conjunto del sistema bancario, las AFP y las aseguradoras; monopolio estatal del comercio exterior y del crédito; y control obrero directo sobre el sistema financiero, a través de comités de trabajadores electos.
Tales cuestiones deben ser planteadas no solo como reivindicación, sino como un eje de agitación que conecte con experiencias vividas por las masas: el endeudamiento familiar, el robo previsional, las inauditas alzas de los servicios privatizados, las crisis de liquidez, etc. El capital financiero no solo domina: impone una forma política que cierra el régimen ante las masas. Esa forma —bonapartista, represiva, tecnocrática— se sostiene en la necesidad de proteger la rentabilidad de activos ficticios, no la producción de bienes sociales.
Este capital financiero es la viva expresión de la decadencia del orden capitalista en tanto explicita la incapacidad de la burguesía de seguir desarrollando las fuerzas productivas, sirviendo de cobija para las áreas más dinámicas de acumulación como la industria armamentista, el narcotráfico y la especulación tecnológica.
Por eso, la expropiación del sistema financiero, lejos de ser una consigna doctrinaria, es la palanca central de cualquier estrategia de poder. Solo expropiando el capital ficticio puede dirigirse el accionar de los trabajadores hacia la socialización de los grandes medios de producción. Solo por esta vía podrá emerger un nuevo régimen basado en la producción planificada, en el control obrero y en la movilización consciente de las masas.