Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de NODAL. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.
Federico Bonasso*
El Perú se ha convertido en un país cada vez más peligroso para ejercer el periodismo. A las campañas de desprestigio y hostigamiento legal se han sumado amenazas de muerte, agresiones físicas y un discurso cada vez más violento desde el poder.
Entre enero y julio de 2025, la Asociación Nacional de Periodistas (ANP) ha registrado 180 casos de agresiones y dos asesinatos. Después de ocho años, el país vuelve a ser escenario de crímenes contra periodistas. Los principales agresores son funcionarios públicos: sólo entre enero y abril, la Oficina de Derechos Humanos de la ANP documentó 34 hostigamientos y amenazas, 22 discursos estigmatizantes, 11 trabas a la cobertura informativa y 4 intimidaciones judiciales.
Particular preocupación y rechazo genera el alcalde de Lima, Rafael López Aliaga, quien acumula 14 casos de agresión registrados por la ANP y ha intensificado sus ataques contra el periodista Gustavo Gorriti. «El 9 de septiembre López Aliaga fue aún más lejos: durante una actividad pública, dijo que, si Gorriti era un obstáculo para crear los “tribunales militares” que procesen a delincuentes, había que “cargárselo de una vez”. Eso es una clara amenaza contra la integridad física del periodista, quien es referente del periodismo investigativo en América Latina, señaló un comunicado de periodistas de 25 naciones que respaldan al periodismo libre del Perú
Frente a este contexto, exigimos al Ministerio Público y a las autoridades competentes garantizar la seguridad de los periodistas, investigar de inmediato las amenazas y detener la campaña de hostigamiento desde cargos públicos. Defender la libertad de prensa es defender la democracia, añade.
¿Cómo nos posicionamos ante el asesinato del activista estadounidense de ultraderecha Charlie Kirk? De la única manera posible si uno es un demócrata: condenando el hecho. Y condenándolo sin ambages, sin peros o atenuante alguno. Cosa muy diferente es revisar al personaje, hoy muerto, y lo que sus ideas representan.
Sea culpable o no el principal sospechoso, un joven blanco de nombre Tayler Robinson; el trumpismo internacional señala como culpable a “la izquierda de naturaleza violenta”. Así lo hizo el entorno mileista. Ese entorno que declara “no odiamos lo suficiente a los zurdos, que no son conciudadanos; no odiamos suficiente a los periodistas”. O que pide “cárcel o bala” para sus opositores de izquierda.
En México lo mismo ha sucedido con las voces más díscolas del conservadurismo local, la diputada América Rangel a la cabeza.
Pero estas voces, que hacen del crimen cobarde, un nuevo ejercicio panfletario, eluden un hecho incontrastable: la propia violencia de Kirk le regaló al mundo.
Quien analice su speech se dará cuenta de que alguien que negaba la existencia de Palestina; o que pensaba que los negros tienen una naturaleza delincuencial; o que estaba a favor de la portación indiscriminada de armas -ese trastorno social que terminó causando a su propia familia el desgarro que ahora padece- había subordinado la lógica, y el respeto a la evidencia, a la agenda de la deshumanización.
Y esa agenda es la que justifica el racismo convertido en política pública; o, en su caso más extremo, convertido en genocidio.
Los comunicadores hábiles como Kirk, son los arquitectos de las falacias justificadoras. Y los arquitectos del relato, son cómplices de los crímenes que ese relato justifica.
La condena del asesinato de este ideólogo del trumpismo nos fuerza a revisar los límites de nuestro propio compromiso con valores fundamentales de la democracia -concebida de manera más amplia que un sistema puramente electoral-: como lo es el derecho a la libre expresión. Un derecho que, además, fundamenta una regla básica de la política democrática: discutiré contigo usando palabras, no balas.
Es cierto: aquí se presenta uno de los escollos que habitan en la distinción entre libertad de expresión y discurso de odio: la violencia política -o de cualquier otro tipo-, muchas veces ha sido incitada por las palabras. Las palabras mismas pueden ser el preámbulo de las balas, y es crucial identificar en qué momento van a convertirse unas en otras.
Sin embargo, y por más seductor que resulte, no podemos generalizar una equivalencia: las palabras y las balas están diferenciadas por un límite esencial, además de legal.
Es verdad que el lenguaje no sólo describe, sino que también actúa, como pensaba el filósofo J.L. Austin: “decir algo es hacer algo”. Pero sigue habiendo una distinción de tipo -aunque en ocasiones ambos puedan ser parte de un continuo- entre una frase hiriente y un balazo. Ese límite sustenta, incluso, a la democracia misma. O en términos más generales, a la política.
La crítica del personaje Charlie Kirk nos obliga, en cambio, a revisar cuáles son los límites que la derecha está cruzando al utilizar el discurso de odio. Así venga camuflado en categorías sofisticadas o explicitado en vulgaridades. Cuánto daño le hace a la misma democracia y libertades que esa derecha dice defender, y cómo podemos anticipar o protegernos de los estragos de ese discurso.
Una pedagogía al respecto se encuentra con un obstáculo pocas veces bien ponderado: mucha gente elige odiar.
Sectores e individuos lastimados por las promesas incumplidas del sistema político han adherido a lo largo de la historia a los líderes que saben encauzar tanta frustración contenida, hacia el odio, la criminalización o deshumanización de otros grupos.
Sensatas resultan las palabras de un compatriota de Kirk, el senador Bernie Sanders: “Una sociedad libre y democrática, que es lo que se supone que es América, depende de que la premisa básica de que la gente puede expresarse, organizarse y tomar parte de la vida pública sin miedo”.
Cuántos de esos valores han sido respetados por esa misma sociedad a lo largo del tiempo, es otra pregunta. Habría que preguntarle a Malcom X, Martin Luther King Jr., Bobby Kennedy y tantos otros. Como el mismo Lennon, al que Sanders menciona en su llamado para frenar la violencia política en Estados Unidos.
Cierro con una pregunta que considero fundamental: ¿hay alguna circunstancia donde se justifique que las izquierdas usen el lenguaje de odio?
Cada individuo tiene una subjetividad ingobernable, y no niego que la furia que produce la injusticia social es un motor revolucionario o reivindicativo, y legítimo.
Pero el odio es otra cosa. El odio es un paroxismo. Y poco tiene que ver con la dignidad si convierte sentido de justicia en deseo de venganza. Una venganza, para colmo, tantas veces arbitraria.
Esto se enuncia fácil, lo sé. Y no explica del todo a la criatura humana. Pero deberíamos aspirar a trazar una línea divisoria entre las luchas de la justicia y los crímenes del odio.
Así lo han decidido en México, en Argentina y en tantos otros países de Latinoamérica, los familiares de las víctimas de los regímenes represivos. Aunque la justicia está en deuda aún con ellos, jamás escogieron la venganza. Y han propugnado la idea de que los secuestradores o asesinos de sus hijas o hermanos, deben pasar por aquella justicia que le fue negada a las víctimas.
*Compositor, escritor y analista argentino-mexicano.