Trump y los Aristócratas Tecnológicos: la nueva gobernanza en Estados Unidos
Por Alfio Finola y Lina Merino*
En una cena reciente en la Casa Blanca, el presidente Donald Trump se sentó a la mesa con algunos de los empresarios más influyentes del mundo. Entre ellos se encontraban exponentes de la Nueva Aristocracia Financiera y Tecnológica (NAFyT), como Mark Zuckerberg de Meta, Tim Cook de Apple y Bill Gates de Microsoft. La reunión, que fue un hecho político y económico, dejó al descubierto una red de intereses entre el poder tecnológico y la política de Estados Unidos. Más que un simple encuentro protocolar, la cena funcionó como una puesta en escena de un nuevo sector de poder: una aristocracia tecnológica que no sólo moldea la economía digital, sino que también condiciona el rumbo político de Estados Unidos.
El encuentro no fue casual. Trump busca atraer a los ejecutivos tecnológicos para impulsar la inversión en su país y asegurar el dominio de Estados Unidos en la nueva fase del capitalismo, a partir de sectores como la inteligencia artificial y todo el sistema tecnológico alrededor de la digitalización. El presidente utilizó como principal herramienta la reducción de impuestos y la promesa de flexibilizar las regulaciones para las empresas. A cambio, los empresarios prometieron inversiones masivas. Mark Zuckerberg y Tim Cook, por ejemplo, anunciaron planes de invertir US$600 mil millones cada uno. Por su parte, Sundar Pichai de Google dijo que su empresa invertiría US$250 mil millones. Estas promesas buscan evitar los aranceles que la administración Trump podría imponer a la importación de semiconductores.
Este trato entre el gobierno de Estados Unidos y las empresas tecnológicas es parte de una política de Estado que trasciende las administraciones. Desde 2021, la administración de Joe Biden impulsó una agenda industrial con subsidios y créditos fiscales. La ley llamada CHIPS and Science Act autorizó más de US$52 mil millones de dólares para revivir la fabricación de chips en el país. Con esta ley, empresas como Intel recibieron hasta US$8.500 en subvenciones y US$11 mil millones en préstamos. También la fábrica de semiconductores TSMC, una empresa de Taiwán, obtuvo hasta US$6.600 millones en subvenciones y hasta US$5mil millones en préstamos.
Cuando Trump regresó a la presidencia en 2025, la estrategia se mantuvo. Lanzó un plan de acción para la inteligencia artificial centrado en la desregulación y la aceleración de permisos para construir centros de datos. También aumentó el crédito fiscal para la inversión en semiconductores del 25% al 35%. Esta política de ayudas públicas no busca solo la inversión, sino que el gobierno de Estados Unidos ha llegado a convertir parte de ese apoyo en una participación accionaria en empresas como Intel. De este modo, queda en evidencia cómo los aristócratas tecnológicos se apoyan en la inversión estatal para impulsar sus desarrollos, mientras el propio Estado asegura su presencia en los directorios de estas corporaciones estratégicas.
El 23 de julio de 2025, Donald Trump presentó el America’s AI Action Plan en Washington. El anuncio incluyó tres decretos: acelerar permisos para centros de datos, lanzar una “diplomacia de la inteligencia artificial” y exigir “neutralidad ideológica” en los modelos adquiridos por el gobierno. El mensaje fue claro: la Casa Blanca asume que el liderazgo tecnológico global depende de un puñado de empresas privadas y que el Estado debe apoyarse en ellas para competir con China.
El plan no fija un presupuesto nuevo, sino que libera flujos ya existentes y los combina con capital privado. El ejemplo más visible es “Stargate”, una infraestructura de inteligencia artificial de OpenAI, Oracle y SoftBank que promete inversiones por hasta US$500 mil millones. Además, se anunciaron US$90 mil millones en Pensilvania para un clúster de energía e inteligencia artificial. Washington acompaña con créditos de la Corporación Financiera de Desarrollo y el Banco de Exportación e Importación, diseñados para que aliados adopten la “pila tecnológica” estadounidense.
Los principales beneficiarios corporativos quedaron expuestos en el evento: Microsoft, Amazon y Google, dueños de la nube que usan las agencias federales; Nvidia, que recuperó licencias para vender chips a China; Palantir, proveedor del Departamento de Defensa; Apple y TSMC, asociados a la relocalización de semiconductores. La apuesta oficial es que estas firmas definan estándares globales de hardware, software y servicios. Es decir, el control de los tiempos sociales de producción y la imposición técnica.
El telón de fondo es la concentración del poder económico. Las “siete magníficas” (Alphabet, Amazon, Meta, Microsoft, Apple, Nvidia y Tesla) suman un valor bursátil de diecinueve billones setecientos mil millones de dólares, equivalente al 75% del PIB estadounidense (treinta billones de dólares). Sus ingresos anuales superan los dos billones y sus ganancias netas rondan 500 mil millones, más que economías enteras como Bélgica o Argentina.
La comparación histórica marca el salto. En 2000, General Electric valía US$475 mil millones, apenas el 4% del PIB. En 1955, General Motors lideraba ventas por el 2% del producto nacional. Hoy, cada una de las Magníficas equivale a varios múltiplos de esas proporciones. El índice S&P 500 refleja el peso: representan un tercio del total, algo que no ocurrió ni en la burbuja de las puntocom.
Según los informes la expansión se sostiene en tres motores. Primero, la nube: Amazon Web Services factura US$107 mil millones anuales, mientras que Microsoft Azure y Google Cloud suman US$70mil millones. Segundo, la publicidad digital, que otorga a Google y Meta cientos de miles de millones en ingresos. Tercero, la inteligencia artificial, que disparó a Nvidia hasta cuatro billones de dólares de capitalización y forzó al resto a invertir más de cuatrocientos mil millones en centros de datos en 2025.
Trump presentó la inteligencia artificial como asunto de seguridad nacional. Los decretos de julio simplifican permisos ambientales, habilitan energía nuclear para data centers y limitan regulaciones estatales que “ralentizan despliegues”. El gobierno se convierte en comprador y facilitador, pero el control material queda en manos privadas. Esa dependencia es inédita: los chips que usan las Fuerzas Armadas, los servidores de la inteligencia y las plataformas de comunicación social pertenecen a corporaciones.
El contraste con décadas pasadas es evidente. En la década de 1970, el gasto federal en investigación y desarrollo alcanzó el 1.86% del PIB y dos tercios del total nacional. Hoy la inversión en I+D supera el 3% del producto. La infraestructura digital pasó de ser pública (como ARPANET o GPS) a estar privatizada.
El poder de las “Magníficas” de la NAFyT condiciona a la política. El plan de Trump consolida esa alianza, apostando a que la escala de sus inversiones sostenga la primacía de Estados Unidos frente a China en la disputa llamada G2. Pero al mismo tiempo, refuerza un escenario en el que un puñado de corporaciones decide la velocidad de la innovación, el costo de la energía y el acceso a los datos. La pregunta es si la Casa Blanca gobierna estas transformaciones o si las empresas gobiernan a la Casa Blanca.
La influencia de estas empresas no se limita a Estados Unidos. Cuando la Unión Europea impuso a Google una multa de casi US$3.500 millones, Donald Trump amenazó con sanciones comerciales a la Unión Europea. Trump defendió a la empresa estadounidense diciendo que la multa se sumaba a otras sanciones contra compañías de su país. Dijo que era algo injusto y que el contribuyente estadounidense no lo toleraría. El presidente de Estados Unidos amenazó con iniciar un procedimiento para anular las sanciones si las empresas estadounidenses tenían que pagar multas que no deberían haberse aplicado.
Los hechos y los números dejan en claro que el corazón del ecosistema tecnológico estadounidense sigue latiendo en un puñado de compañías capaces de concentrar capital e ingresos en dimensiones inéditas en la historia reciente. Lejos de ceder terreno, el proyecto occidental mantiene fuerza en la carrera global, mientras China apuesta a una estrategia de largo aliento que busca consolidarse con el tiempo. Para América Latina, este escenario abre un frente complejo: la colonización ya no se libra únicamente en los territorios físicos o financieros, sino también en el terreno digital. Los gigantes tecnológicos no solo extraen valor económico a escala global, también moldean narrativas y formas de sentido común. Ante ese panorama, la construcción de proyectos soberanos para una verdadera emancipación tecnológica resulta una tarea impostergable.
*Lina Merino es Lic. en Biotecnología y Biología Molecular, Dra. en Ciencias Biológicas (UNLP), diplomada en género y gestión institucional (UNDEF), Profesora (UNAHUR), investigadora (CICPBA); Alfio Finola es Geógrafo (UNRC), Dr. en Cs Sociales. Ambos son miembros del OECYT y analistas de NODAL