Argentina profundiza la militarización y la securitización de la pobreza con el narcotráfico como excusa
El gobierno de Javier Milei encontró en el narcotráfico una herramienta política. Lejos de esclarecer vínculos y responsabilidades de las verdaderas mafias que operan en el territorio, lo utiliza para consolidar un modelo de militarización y securitización de la pobreza. El caso que involucra a José Luis Espert, diputado nacional y cabeza de lista a Diputados Nacionales por la provincia de Buenos Aires de La Libertad Avanza, con el empresario argentino Alfredo “Fred” Machado —acusado de narcotráfico y fraude en Estados Unidos— abrió un nuevo capítulo. En lugar de investigar el entramado, el oficialismo reforzó su agenda represiva contra el pueblo argentino.
La investigación del periodista Sebastián Lacunza, publicada en Diario AR, reveló transferencias desde bancos estadounidenses vinculadas a Machado, actualmente con pedido de extradición. Según fiscales de Texas, Machado habría financiado la campaña presidencial de Espert en 2019. El equipo del dirigente de Patria Grande, Juan Grabois, denunció penalmente al diputado en tribunales de San Isidro. Espert, por su parte, publicó un video en su cuenta de X con aclaraciones sobre las acusaciones. Reconoció haber recibido una transferencia por doscientos mil dólares (USD 200.000) en una cuenta personal en Estados Unidos, declarada en la Argentina, como pago por una consultoría privada para una empresa minera tras la campaña presidencial de 2019. Sostuvo que, en todo caso, pecó “de ingenuo”.
El juez federal Marcelo Martínez de Giorgi, en la causa 1780/2021, confirmó que durante la campaña presidencial de 2019 el diputado libertario realizó al menos treinta y cinco vuelos en aviones de compañías pertenecientes a Machado, hoy detenido con prisión preventiva domiciliaria en Viedma, Río Negro, acusado de narcotráfico y lavado de dinero.
Mientras la atención pública se concentraba en esa trama, el gobierno avanzó en reformas legales que endurecen penas, amplían el margen de acción de las fuerzas de seguridad y habilitan la participación militar en la vida interna del país.
Desde la llegada de Milei al poder, se reinstaló el reglamento que autoriza el uso de armas de fuego por parte de fuerzas federales, se impulsó una ley de “legítima defensa” que amplía el aval a la violencia policial y se presentó una “Ley Antimafias” que permite allanamientos sin orden judicial. En paralelo, se promueve bajar la edad de imputabilidad penal a trece años y modificar la Ley de Seguridad Interior para habilitar patrullajes militares en barrios populares. Todas estas medidas consolidan un esquema de securitización que convierte la pobreza en delito.
El discurso oficial sostiene que la inseguridad nace en la marginalidad. Sin embargo, los datos muestran otro escenario. Según el Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec), casi la mitad de los niños y adolescentes del país vive bajo la línea de pobreza. La Universidad Católica Argentina agrega que más del setenta por ciento habita en barrios inseguros y un tercio en viviendas precarias. En ese contexto, el narcomenudeo no es causa, sino consecuencia: el vacío estatal abre paso al control territorial del narcotráfico. Allí donde se cierran escuelas, hospitales o Centros de Acceso a la Justicia (CAJ), crece la presencia del narco como forma de orden paralelo.
El cierre de ochenta y un CAJ, en junio del año pasado, expuso la lógica del desmantelamiento. Estos espacios brindaban asesoramiento legal gratuito y eran el único contacto judicial en barrios periféricos. Su eliminación dejó sin recursos a comunidades ya vulneradas. El gobierno complementa esta ausencia con un relato que criminaliza la protesta social. Quienes se movilizan contra el ajuste económico son catalogados como “mafias” o “enemigos internos”, legitimando la militarización y una lógica de persecución.
Frente a este modelo punitivista, surgen alternativas desde los feminismos populares y los movimientos sociales. Organizaciones como “Yo No Fui” o el “Sindicato de Trabajadoras Sexuales AMMAR”, liderado por Georgina Orellano, proponen repensar la justicia más allá de la consigna oficial de “cárcel o bala”. Plantean que el castigo no resuelve el problema, sino que lo desplaza, y que el verdadero antídoto al narcotráfico es la inclusión social: más escuelas, hospitales, cooperativas y redes comunitarias que disputen el territorio al narco.
En un contexto de ajuste y financiarización, el feminismo popular señala que la deuda y la austeridad no son neutrales, recaen con más fuerza sobre mujeres y disidencias, multiplican la feminización de la pobreza y empujan a sectores populares a la informalidad o a los eslabones más bajos del narcotráfico. Frente a ello, emergen proyectos productivos autogestivos —panaderías, talleres, cooperativas— que articulan trabajo, cuidado y resistencia económica.
El Estado argentino elige convertir la pobreza en delito y usar al narcotráfico como excusa para consolidar un modelo punitivista, patriarcal y regresivo. No se trata de negar el problema del narcotráfico. Se trata de no permitir que ese problema sea instrumentalizado para justificar una sociedad más injusta, más violenta y menos libre.
