Brasil | El Río de Sangre y la reaparición del miedo
Por Paulo Pereira
La operación más letal en la historia reciente de Río de Janeiro borró de un plumazo el debate sobre economía y soberanía y devolvió a la extrema derecha su combustible más antiguo: el miedo. Bajo la retórica de la “lucha contra el narcotráfico”, Cláudio Castro reaviva la política de la muerte mientras el bolsonarismo resurge entre helicópteros, hashtags y cadáveres periféricos.
A comienzos de la semana, las redes bolsonaristas estaban exhaustas. La foto de Lula con Donald Trump había agriado el ánimo de parte de su militancia, el aumento de tarifas comenzaba a incomodar incluso a los aliados, y el debate sobre soberanía, árido y sin sangre, no lograba entusiasmar a los fanáticos extremistas. Hasta que, de repente, Río de Janeiro volvió a ser el Río de siempre: un escenario de guerra.
A la madrugada siguiente, helicópteros sobrevolaban el Complejo de Penha, los disparos cortaban el cielo y las televisiones transmitían en vivo el espectáculo de la barbarie. Más de cien muertos después, Brasil tenía un nuevo tema de conversación y la extrema derecha un nuevo soplo de vida. No es novedad que la extrema derecha se alimenta de la muerte, pero siempre sorprende cómo encuentra la oportunidad de reanimarse con ella. El “río de sangre” de Cláudio Castro, gobernador de Río de Janeiro, que combina marketing evangélico con pragmatismo miliciano, ofreció exactamente lo que su base necesitaba: adrenalina, furia y una causa propia. En las horas siguientes, los influenciadores bolsonaristas volvieron a la acción: videos de los “caveirões”, audios distorsionados, hashtags sobre la “guerra al narcotráfico” y la palabra mágica: “terroristas”. El mismo vocabulario que, días antes, el senador Flávio Bolsonaro había usado para defender una idea que parecía una broma: bombardear la Bahía de Guanabara. La risa, sin embargo, duró poco.
La guerra contra las drogas en Brasil es como una serie mala con audiencia fiel: por más temporadas que fracase, siempre regresa. Hace cuarenta años, el Estado provincial promete derrotar al narcotráfico con el mismo guión: tanques, balas, helicópteros y titulares. Pero en cada operación, las favelas siguen donde siempre estuvieron y los jefes siguen donde siempre estuvieron, solo que más ricos. El Estado dispara hacia abajo, nunca hacia arriba. El dinero que sale de las bocas termina en las arcas de la política, en el sistema financiero y, en algunos casos, en la propia seguridad pública. El narcotráfico, en la práctica, es un engranaje de la economía informal que el poder formal aprendió a administrar en Río de Janeiro.
Mientras el discurso oficial habla de “combatir facciones”, quienes realmente controlan el territorio son las milicias: una mezcla de ex policías, empresarios y políticos, con una estructura que se parece más a un holding que a un grupo armado. Cobran peaje, venden gas, explotan el transporte, controlan votos. Y, a diferencia de los narcotraficantes, no necesitan fusiles para intimidar: basta un micrófono, una secretaría o un despacho. Fue en el auge de la militarización de Río, en 2018, cuando la concejala Marielle Franco fue asesinada. El crimen, que expuso la simbiosis entre milicia y poder político, sigue sin respuesta completa y sin prisa por obtenerla.
En contramano de esta política de exterminio, el gobierno de Lula presentó al Congreso una propuesta de ley nacional para combatir a las facciones criminales, basada en inteligencia, integración federal y control de flujos financieros, atacando el problema en su raíz económica y no en los callejones de las favelas. Pero bastó que se anunciara el proyecto para que el gobernador Cláudio Castro corriera a las cámaras afirmando que Río no necesita interferencia federal. Otra vez se perdió la oportunidad de tratar la seguridad pública como política de Estado y no como tribuna política. El bolsonarismo agradeció.
La operación en Penha funcionó como una reactivación emocional de una base huérfana. La extrema derecha redescubrió el placer de ver al enemigo, aunque inventado, sangrar. Mientras tanto, las noticias se reorganizaron: la foto de Lula con Trump desapareció, el aumento de tarifas salió de los titulares, el debate sobre soberanía se evaporó. Todo dio paso a la imagen del “caveirão” subiendo la colina. En el país de la imagen, la guerra no necesita ser ganada; basta con ser transmitida.
Flávio Bolsonaro, con su propuesta de bombardeo, no hablaba solo desde el delirio, hablaba desde una estrategia global. En Estados Unidos, crece la presión para que Brasil clasifique al PCC y al Comando Vermelho como organizaciones terroristas, una forma elegante de internacionalizar la política de seguridad y abrir espacio a nuevas intervenciones. La extrema derecha brasileña, como siempre, entiende rápido lo que Washington quiere escuchar y responde con la lealtad de quien todavía confunde soberanía con subordinación.
Al final, lo que se ve es la repetición del mismo ciclo: el Estado que mata a los pobres para salvar su imagen, el gobernador que convierte cadáveres en “likes” y una opinión pública acostumbrada al horror cotidiano. La política brasileña, otra vez, se reorganiza alrededor del miedo. Allí respira la extrema derecha, allí se protege el mercado y allí se pierde la democracia. Mientras tanto, la sangre que corre sigue siendo la de la juventud negra, pobre y periférica, sacrificada en nombre de una guerra que nunca fue contra las drogas, sino contra las personas.
*Paulo Pereira es un periodista brasileño, licenciado por la PUC-Campinas y máster en Cine por la Fundación Universidad del Cine de Buenos Aires.
